El director de cine Bertolucci acaba de concluir una película en la que llega a la triste conclusión de que la felicidad no existe en este mundo.
Y, en unas confesiones periodísticas, lo declaraba abiertamente: «Cuando uno ha vivido cincuenta, sesenta años, hay algo que ya no necesita que le enseñe nadie: que la felicidad es imposible; que el mundo es un antro de sabandijas en el que jamás se encuentra el amor. Yo al menos nunca lo he visto». Y tras una leve vacilación añadía: «Salvo en la casa de mi madre».
Me entristecieron las conclusiones del artista, pero aún me conmovió más esa última coletilla: «Menos en la casa de mi madre». Y es que a la hora de condenarlo todo, surgía dentro de él como un rastro de pudor o sinceridad, para decirle que sí, que había existido un amor en su vida un lugar en el que fue querido y feliz: a la sombra de su madre.
Mas lo realmente curioso es que esto no le ocurre sólo a Bertolucci. Yo he oído a cientos de amigos míos abominar de la realidad que los rodea y a los que, al final, cuando todo parecía hundirse en esa especie de cataclismo hacer una confesión, algo que querían librar de esa gran condena: el amor de sus padres entre sí, la ternura de su madre; algo puro que saben que han perdido, pero que también han poseído.
Esto no lo dicen todos; hay también quienes dicen que vivieron el desamor en su hogar, pero son más, muchos más, los que saben que en algún momento, unos años, vivieron en un retazo de paraíso.
Y yo me veo obligado a preguntarme: y si unimos todos esos retazos de paraíso de los que tantos hablan, ¿no podremos concluir que, en nuestras infancias, hubo muchos jardines paradisíacos, mucho más amor que ahora queremos reconocer?
Pero yo sigo haciéndome más preguntas: ¿Y no será que aquellos trozos de mundo dominados por nuestras madres los vemos ahora como buenos porque supimos verlos con amor, mientras que todos estos otros que ahora valoramos como infernales estamos contemplándolos con ojos doloridos, enturbiamos, resentidos? ¿Era aquella realidad más o menos como la de ahora, pero nosotros la veíamos limpia, mientras sobre ésta de ahora proyectamos todos nuestros cansancios? ¿Será, entonces, el mundo el que se ha podrido o los podridos seremos nosotros?
Es un hecho indiscutible que diez personas contemplando una misma realidad ven en rigor, diez realidades diferentes. Dos ven una casa envejecida y uno ve un edificio en ruinas y otro ve lo que sobre esos muros viejos podría construirse con un poco de arreglo. Dos contemplan a un borracho y uno ve a un ser perdido para siempre y otro un ser humano capaz de ser salvado.
De todo ello concluyo que si los hombres contemplásemos la realidad con los mismos ojos con los que recordamos a nuestra madre, llegaríamos a la conclusión de que la felicidad es difícil, pero ciertamente posible, pues si existió un sólo ser amante y limpio como ella es porque seres así son realizables y posibles.
Lo peor del asunto es que, mientras a los seres que amamos los juzgamos por sus virtudes, a los que, por algo, se nos cruzan, ya sólo los medimos por sus defectos. Si yo veía una arruga en el rostro de mi madre no pensaba: ¡Qué vieja está!, sino: ¡cuánto ha sufrido por darnos a luz y cuidarnos a mí y a mis hermanos!
Si yo veía sucios sus delantales, sabía que buena parte de esa suciedad era de mis orines o de las manchas de barro o chocolate que yo llevaba en mis manos. Y, lo que en otros seres me hubiera resultado despreciable, se me convertía no sólo en algo limpio, sino en algo sagrado, fruto de un amor.
Al fin todo está en el corazón de los hombres. Con un poco menos de inteligencia arisca y un poco más de comprensión cordial el mundo nos resultaría infinitamente más vividero. Todo el universo se convertiría en nuestra madre y diríamos: es cierto, aquí andan muchas cosas mal, todas menos las de este querido mundo que nos ha engendrado y al que entre todos y cada día estamos engendrando.