¡Por fin ha caído el muro! Y por toda la espina dorsal de Europa ha corrido un estallido de alegría: las gentes que lo cruzaban traían en los ojos el gozo, se abrazaban con quienes estaban esperándoles; brindaban con champán; agitaban banderas y entonaban canciones de libertad; las lágrimas de entusiasmo llenaban los ojos de muchos; era como una borrachera de libertad.
Sí, al fin había caído el muro de la vergüenza, la cicatriz que cruzaba el rostro de Europa, el signo visible de una guerra fría que no quería terminar nunca, el telón de acero plantado ahí, como una zanja que nadie saltaría nunca. Y ha caído.
Lo hemos visto desmoronarse como un azucarillo en el agua, venirse abajo, a martillazos, a golpes de amor y de esperanza. Parecía que eso no llegaría nunca.
Pero, ahora que ha caído, lo que resulta incomprensible es que haya podido durar tanto.
¡Y cuánto dolor —ahora lo descubrimos del todo— ha vivido a la sombra de este muro! ¡Cuántas separaciones inútiles e innecesarias! ¡Cuánta desesperación! ¡Cuánto odio artificial! Ahora, cuando tantas manos separadas pueden unirse, entendemos que todo muro es infecundidad, esterilidad, pura destrucción.
Un muro es una pérdida de ladrillos, de alma, de todo. El muro sería «lo que no sirve para nada» si desgraciadamente no sirviera para algo.
Pero ahora que el muro de Berlín ha caído y ahora que todos nos alegramos de ello, ¿no habrá llegado la hora de que cada uno de nosotros se pregunte por sus propios muros, por los que todos hemos ido levantando en nuestro corazón con el paso de los años?
Porque la verdad es que, entre los hombres, y dentro de cada hombre, hay todo un laberinto de alambradas, de muros, de corralillos en los que nos encerramos o enclaustramos a quienes no amamos. Y sería terrible que nos alegrásemos de la caída del muro de Berlín y no supiéramos ver los muchos que tenemos en el alma.
Hay muros en la vida política. Muros que van desde el disparo que siega vidas humanas de supuestos «enemigos», hasta los insultos que germinan como hongos en todas las campañas electorales. Que haya discrepantes, es normal. Que existan adversarios ideológicos, parece inevitable. Que los discrepantes y adversarios se conviertan en enemigos, ya es otro cantar. Y que las armas sean el muro, la zancadilla, la mentira, cuando no la sangre, eso ya es un telón de acero intolerable para seres humanos.
Y hay muros en la vida familiar; el hermano con el que no nos hablamos, el matrimonio que convive pero sólo se tolera, los hijos que escuchan a los padres como quien oye llover; la falta de diálogo en los hogares; lo viejos recovecos cuidadosamente alimentados en el corazón… ¿quién no posee uno o varios de estos muros interiores?
Y los otros muros aún más interiores y que a tantos torturan: el miedo de los tímidos que se encapsulan dentro de su corazón porque no se atreven a abrirse a nadie de puro miedo a ser traicionados; el amargo enroscarse sobre sí mismos de los resentidos que, después de una herida, decidieron no volver a amar; el muro tras el que se encierran y son encerrados los solitarios, los mal-amados o los sin-amor.
Y los muros de la edad: esos viejos que han llegado a convencerse a sí mismos —en parte por culpa de cuantos les rodean— de que ellos ya nada tienen que hacer en este mundo y se autofabrican su propio muro de lejanía, reduciéndose a alimentar sus recuerdos ya que no creen tener fuerzas para crear sueños. Y esos enfermos que olvidan que incluso una rama seca puede aún producir fuego y calor.
Y el muro que los jóvenes se están construyendo también, creyéndose que su civilización es exclusiva, y que sólo ellos han entendido este mundo desde el principio de los siglos.
Y los muros sociales. Y los muros religiosos. Y los muros hasta en los cementerios para separar allí a ricos y pobres o a católicos y protestantes. Muros.
Muros. Alambradas. Fosos. Vallas. Separaciones. El mundo es un verdadero laberinto de corazón.
¿Y usted no podría empezar por derribar los suyos? Ea, asómese hoy a su corazón. Escudríñelo. Pregúntese cuantos odios o cuantas sequedades levantan en él su telón de acero. Y, luego, derríbelo. Deje que su alma prisionera salga para abrazar a todas las que le rodean. Y brinde con ellas con champán.
Porque han recuperado su libertad. Porque han caído todos los muros de Berlín, empezando por los que cada uno de nosotros lleva dentro.