58. Hacer lo que se puede

Leo estos días la estupenda biografía del P. Arrupe, que ha escrito Pedro Miguel Lamet, y en ella encuentro una página que responde perfectamente a una de mis más viejas preguntas. ¿Qué debe hacer el hombre frente a la catástrofe? ¿Qué hacer cuando parece que no hay nada que hacer porque todo en torno a nosotros —en nuestro cuerpo o en nuestra alma— parece que se derrumba?

Es ésta una cuestión que angustia a muchos. Porque no es infrecuente que un hombre se encuentre en esa tierra de nadie: o por una catástrofe física que nos afecta, o por uno de esos grandes dramas interiores que parecen remover la tierra bajo los pies de nuestra alma. ¿Qué hacer entonces? ¿Volverse a Dios gritando? ¿Desesperarse arañando el aire? ¿Llorar y llorar?

El P. Arrupe se encontró en 1945 en medio de la más espantosa catástrofe que hasta entonces había conocido la Humanidad: la explosión de la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Aquella mañana, cuando el futuro general de los jesuitas acababa de decir su misa, una luz desgarradora redujo a cenizas su ciudad y produjo en pocos minutos más de doscientos mil muertos y heridos. Nadie entendía nada. Nadie sabía de dónde venía aquella fuerza destructora. Sólo veía que la ciudad había sido reducida a cenizas y sabía que, sin duda, junto a los muertos habría millares, decenas de millares de heridos. ¿Qué hacer? ¿A dónde acudir?

La primera reacción del cristiano P. Arrupe fue acudir a la capilla que estaba, también ella, medio destruida. Su corazón se llenó de preguntas: ¿Por qué Dios aceptaba, toleraba esto? Y ésta fue la respuesta que se dio a sí mismo: «Por todas partes muerte y destrucción. Nosotros aniquilados en la impotencia. Y Él allí, conociéndolo todo, contemplándolo todo, y esperando nuestra invitación para que, juntos, tomásemos parte en la obra de reconstruirlo todo».

El P. Arrupe acertaba: Dios ha dejado el mundo en manos de la libertad de los hombres. Él no fabrica bombas atómicas; soporta que los hombres llevemos a esa locura nuestra libertad. Y lo conoce. Y sufre por ello más que nosotros. Y está ahí, esperando a que lo invitemos a la única respuesta válida ante el dolor y la catástrofe: poner junto a Él las manos para reconstruirlo todo.

Por eso el P. Arrupe no perdió su tiempo en hacerse preguntas, o en inútiles lamentos, o en una esterilizante desesperación. Hizo lo único que podía hacer.

¿Pero es que se podía hacer algo frente a aquella catástrofe? ¿No sería una gota en un mar cualquier acción de cualquier pobre humano frente a aquel mundo que se hundía?

«Salí de la capilla —dice el jesuita— y la decisión fue inmediata: Haríamos de la casa un hospital. Me acordé de que había estudiado medicina. Años lejanos ya, sin práctica posterior, pero que en aquellos momentos, me convirtieron en médico y cirujano. Fui a recoger el botiquín y lo encontré entre ruinas, destrozado, sin que hubiera en él aprovechable más que un poco de yodo, algunas aspirinas, sal de frutas y bicarbonato».

Es decir: nada. Pero con esta nada se construyó el primer hospital improvisado de Hiroshima al que poco después comenzaron a llegar heridos como fantasmas ambulantes, con la piel desgarrada, hecha un amasijo con la ropa ennegrecida, los cuerpos cubiertos de ampollas y manchas rojas y violetas, sin saber cómo ni cuándo les había ocurrido tal cosa.

Y en aquel improvisado hospital, con un médico que no era médico, con medicinas que no eran medicinas, fueron aliviados muchos dolores, suavizadas algunas muertes, curados no pocos. Se hizo… lo que se pudo. En todo caso, infinitamente más de lo que se habría hecho si el P. Arrupe se hubiera puesto a llorar o lamentarse.

Pienso ahora en tantas bombas atómicas que estallan en tantas almas: la muerte inesperada de un ser querido que reduce a cenizas un corazón; la traición de un amigo que es peor que un veneno; la amargura de un hombre que se queda sin trabajo a los cincuenta años y ya no encontrará otro por el terrible delito de haber cruzado la cincuentena… Tantas y tantas catástrofes que parecen reducirnos a la impotencia, pero no es verdad: el hombre nunca es del todo impotente, siempre tendrá dos manos para seguir luchando, una fuerza para seguir esperando, un corazón para seguir amando. Es decir: todo menos la amargura, todo menos la desesperación, todo menos el grito estéril dirigido a los cielos… en los que hay alguien que espera que le invitemos a participar en la tarea de reconstrucción.

Porque ésta es la gran verdad: Todo, todo, todo lo destruido puede ser reconstruido por un ser humano valiente.