En sus discusiones con los anglicanos de su época, el cardenal Newman solía decir que «si después de una comida se viera obligado a hacer un brindis no tendría ningún inconveniente en beber a la salud del Papa, pero, entendedlo bien, levantaría la primera copa por la conciencia y la segunda por el Papa».
Respondía con ello el purpurado inglés a esa opinión tan difundida entre los no creyentes o los no católicos de que los que admiten el primado de Roma rinden únicamente culto a la obediencia, pero no a la conciencia que hacen exclusivamente lo que los curas o los obispos les dicen, pero no atienden a la voz interior de su alma.
Y me parece muy importante reivindicar los derechos de la conciencia y recordar aquí que todas las religiones han subrayado su indiscutible papel.
El viejo Ling Yutang escribía que «el sentido de la misericordia, el sentimiento de la dignidad, de la cortesía, de lo justo y de lo injusto, está en la conciencia de todos los hombres». Y entre los paganos, Menandro recordaba que «la conciencia es la voz de Dios». Pero esta importancia no ha declinado en el mundo de la fe cristiana, que siempre ha sostenido que nunca estará permitido obrar contra nuestra conciencia, y que en el mismo Concilio de Letrán formuló: «Quidquid fit contra conscientiam, ædificat ad gehemnam». («Lo que se hace contra la conciencia, construye para el infierno»).
Pero parece que habrá que hacer algunas aclaraciones. El propio Newman, después de la afirmación con que abro esta página, puntualizaba, «por miedo a que mi pensamiento sea mal interpretado», que «cuando hablo de la conciencia, me refiero a la que realmente merece ser llamada así».
Porque, realmente, pocos términos hay como éste de la conciencia que se estiren y se alarguen tan al uso del consumidor. Con demasiada frecuencia hay quienes te dicen: «Ah, yo obro según mi conciencia», y lo que quieren decir es que actúan según su conveniencia, su capricho, sus visiones personales y tal vez egoístas del asunto. Hay quienes llaman conciencia al deseo de ser lógicos consigo mismos, quienes la confunden con la tozudez o la terquedad. O con el afán de salirse siempre con la suya. De todas estas conciencias habría que decir lo que escribía Dostoievsky: «La conciencia sin Dios es un error que puede extraviarse hasta convertirse en un pozo de crímenes». Efectivamente, no faltan criminales o delincuentes que depositan toda su responsabilidad en que eso «se lo pedía su conciencia».
Para entender de qué conciencia hablamos en esta página voy a citar de nuevo a Newman: «La conciencia es el vicario natural de Cristo; poeta por sus instrucciones, monarca por su absolutismo, sacerdote por sus bendiciones y sus anatemas, e incluso si el sacerdocio eterno pudiera dejar de existir en la Iglesia, este principio sacerdotal de la conciencia permanecería y ejercería su soberanía. ¿Pero qué queda actualmente de la noción de conciencia en el espíritu del Pueblo? Ni en él, ni en el mundo intelectual la palabra conciencia ha guardado su antigua significación, verdadera y católica. Hoy esta palabra se usa con frecuencia, pero ya no evoca en absoluto la idea y la presencia de un Maestro del mundo moral. Cuando los hombres invocan los derechos de la conciencia, no quieren en modo alguno hablar de los derechos del Creador ni de los deberes de sus criaturas en sus pensamientos y en sus acciones, sino del derecho a pensar, hablar, escribir y obrar según su opinión o su humor, sin preocuparse lo más mínimo de Dios. Es el derecho de la propia voluntad».
Temo que el lector me encuentre en esta página más abstracto de lo habitual.
Pero me parece extraordinariamente importante reflexionar sobre algo que tanto se usa y tanto se tergiversa. Y es que seguir la conciencia no es seguir lo que me apetece por encona de toda norma y de todo valor. La conciencia no es otra cosa que la voz de Dios que habla desde dentro de nosotros y nos empuja a ser fieles a la sustancia de nuestra alma y a la dirección de nuestra vida. Por eso la conciencia es casi siempre una voz a contrapelo y una voz que empuja hacia arriba. Cuando los dictámenes de mi conciencia me dan la razón en lo que a mí me agrada, tengo motivos para pensar que no es mi conciencia sino mi conveniencia la que habla. La conciencia, en noventa y nueve de cada cien casos, es incómoda para el que la escucha, porque habla mucho más de deberes que de derechos; porque nos exige y no nos acaricia; porque nos recuerda constantemente que debemos caminar y no sentamos; porque es el vigía molesto que cada día espera más de nosotros; porque es nuestro Pepito Grillo. La conciencia es otro hombre que hay dentro de mí. Es testigo, fiscal y juez y no un adulador complaciente. Es nuestro aguijón, gracias al cual logramos no dormirnos. Bien vale la pena levantar por él nuestra primera copa.