Lo único bueno que está produciendo el paro es que la gente ha empezado a hablar con estima del trabajo, valorándolo como el tesoro que realmente es. Y esto es cosa importante porque hace no muchos años se acostumbraba —sobre todo en nuestro país— a hablar del trabajo como con cachondeo, como algo que no había más remedio que soportar, mientras el sueño de los sueños era poder llegar a vivir sin trabajar. Se decía, incluso, que la prueba de la admiración que los españoles sentíamos hacia el trabajo era que podíamos pasarnos horas y horas viendo cómo lo realizaban los demás. Era cierto: si veías un grupo de personas detenidas en una calle, podías estar seguro de que allí estaban reparando una cañería o construyendo una pared.
Pero lo más gracioso del asunto es que esa visión resignada ante el trabajo solía apoyarse en supuestos motivos religiosos. «El trabajo, te decían, es un castigo impuesto por Dios a nuestro padre Adán». Pero si uno releía la narración del Génesis descubría que Dios hizo que el hombre trabajara mucho antes del pecado.
Dice que, después de la creación, le entregó el jardín del Edén «para que lo cultivase». Después del pecado lo que se añade es el sudor. Y el trabajo, que era placentero antes de la manzana, se vuelve cuesta arriba en la humanidad caída. Pero el trabajo en sí no es visto por la Biblia como un castigo, sino exactamente al contrario: como lo más ennoblecedor que puede hacer el hombre, al convertirse en colaborador de la creación iniciada por Dios y que los hombres tenemos que completar y mantener.
Por todo ello el trabajo es para el hombre una obligación («el que no trabaja, que no coma», decía tajantemente San Pablo), pero además y sobre todo es su gran orgullo, lo que le justifica como hombre en la tierra.
«Muchas cosas —decía Fray Luis de León— se han escrito en loor del trabajo, y todo es poco para el bien que hay en él, porque es la sal que preserva de la corrupción a nuestra vida y a nuestra alma». Es cierto. Y Rilke lo decía más tajantemente: «Trabajar es vivir sin morir».
Efectivamente, lo único que el ser humano va a aportar a este mundo, que está creándose constantemente, es su trabajo, sus posibilidades de que algo nuevo surja y permanezca en él después de nuestra muerte. Nos iremos y ahí estarán las catedrales, las grandes obras de ingeniería, pero también la humilde mesa que hizo el carpintero y el muro de ladrillos que construyó el albañil. Somos, con ello, pequeños dioses, diminutos creadores. Y, en realidad, no somos nosotros quienes hacemos nuestras obras son nuestras obras las que nos hacen a nosotros, las que llenan de realidad y de alma nuestra vida. Hay una leyenda egipcia que dice: «Oh hombre, qué poco eres. Naces larva y vives larva. Pero si trabajas, morirás mariposa». A través de nuestras manos pasa el fluido de nuestra inteligencia y se posa en las cosas que cada día hacemos. Por eso las ampollas en los dedos son más honorables que todos los anillos.
Desde el punto de vista del alma trabajar es el mayor milagro: quien crea algo está multiplicando los panes o las cosas, está construyendo eternidad a través de la materia.
Y por eso está cada día más clara la importancia de un trabajo bien hecho. Y en esto, si se me permite, yo sería un poco pesimista: temo que las viejas generaciones sentían más que nosotros el orgullo de la perfección en el trabajo.
Hoy se mide por lo que produce monetariamente, se trabaja estrictamente para ganar el pan. Y se hace todo de cualquier manera. Con lo que el trabajo pierde lo mejor que tiene: la pasión por lo bien hecho, el placer de ser verdaderamente creadores que, como el primero, puedan contemplar su obra y concluir que «todo estaba bien».
Recuerdo eso que cuenta Ana Magdalena Bach hablando de su marido, el gran músico, que solía decir: «Toco siempre para el mejor músico del mundo. Quizá no esté presente, pero yo toco como si lo estuviera». Por eso tocaba el clave o el órgano en su casa como si estuviera ante el más exquisito de los auditorios. Y es que no tocaba para agradar a nadie, sino para servir a la música, para sentirse tan digno como lo que tocaba.
Pero uno teme que hoy hayamos entrado en el reino de la chapuza, en la época del «tente mientras cobro» en la que se hacen las cosas para salir del paso o para justificar una nómina. Aquel viejo artesano para quien cada pieza que salía de sus manos era algo «único» y perfecto, parece que ha muerto o está muriendo. Y así es cómo el mundo se va poblando, más que de verdaderos creadores, de simples chapuceros.