Entre las cartas que a veces recibo de muchachos y muchachas jóvenes hay esta semana una que me parece que plantea (¡y qué bien escribe!) un problema muy común de la gente que está empezando a vivir en serio.
Transcribo algunos de sus párrafos:
Tengo veintidós años, alegría, juventud y fuerza para vivir, pero, en muchas ocasiones, me siento diferente y alejada de los demás. Río, hablo, pienso, disfruto y sufro con y como uno de ellos, pero siempre, tarde o temprano, he de huir. No sé quién de nosotros pone esa barrera, pero no puedo cruzarla sin sentirme, la mayoría de las veces, feliz e irreal y sigo sin saber el porqué de ese muro. Trato de ser sociable, pero acabo añorando mis solitarios paseos por la playa o por el camino. Mis pies dejan entonces de tocar la tierra, y así es como acabo alejándome de las personas. Esto constituye una paradoja: me siento atada y ahogada y lloro por las personas que voy perdiendo. Creo que no sé vivir. Necesito un tiempo sin relojes y sin horas para aprender a expresarme, trato de vencer mi timidez día a día y, una y otra vez, meto la pata, pierdo las oportunidades y agoto ese tiempo que, para mi desgracia, sí tiene horas y minutos. Quisiera saber cuál es la causa de esa infinita tristeza que a veces siento en mis entrañas; quiero saber el porqué de esa indiferencia y vacío que me impide pensar, sentir, vivir; quiero saber si sé amar, si amo. Sólo sé lo que no quiero: una vida insulsa, unas manos vacías, la espera… Pero no sé bien qué es lo que busco. ¿Por dónde empezar, por dónde?
La carta de esta muchacha me ha recordado aquella escena en la que Saint-Exupéry describe el despertar de un soldado en guerra. El joven sargento, encerrado en las olas del sueño, ha conseguido olvidarse de los disparos y las bombas, y se ha encerrado en los recuerdos de sus horas felices, los días gloriosos de la infancia, la alegría de las antiguas excursiones y, de pronto, suena cruel la trompeta que le obliga a despertar. Pero él no quiere despertar, se agarra con sus puños «a no sé qué algas marinas»; se vuelve obstinadamente contra el muro «con la obstinación del animal que no quiere, no quiere morir y que, testarudo, vuelve la espalda al matadero». Pero la trompeta sigue y sigue sonando. Y aunque él hace un nuevo esfuerzo, «para volver a sus sueños felices, para rehuir nuestro universo de dinamita, de fatiga y noche helada», «para salvar esa pobre dicha del sueño el mayor tiempo posible, para lo que busca enroscarse en las olas de esa imaginación en la que tiene aún derecho a creerse feliz», a pesar de todos sus esfuerzos, la trompeta sigue sonando y sonando, «y lo devuelve, inexorable, a la injusticia de los hombres, de la vida y de la guerra».
Todos, casi todos los hombres, hemos vivido esta experiencia de pasar de la adolescencia a la juventud. Unos antes, otros más tarde, hemos conocido ese «miedo a vivir» y hemos sentido la tentación de refugiarnos en nuestra vieja infancia, subimos al éxtasis, quedamos en un mundo en el que creíamos que no existía la mentira, la frialdad, los disparos. ¡Ah, qué bien se estaba ahí! ¡Quién hubiera podido, incluso, retroceder aún más y replegarse a los úteros maternos tan calentitos, tan sin amenazas!
Y hay quien logra prolongar ese estado de indecisión, como el bañista que mete largamente el pie en el agua hasta comprobar que no está demasiado fría y da vueltas y vueltas por la playa sin decidirse jamás al chapuzón.
Pero, efectivamente, el tiempo pasa. Y si uno se encierra en ese éxtasis, no vive. La realidad, la cometa de la realidad, nos dicta que la infancia y la adolescencia quedaron ya lejos, que hay que salir del dulce sueño y entrar en la guerra de vivir.
¿Cómo? ¿Por dónde? Pues dejando de hacerse preguntas, por de pronto, y empezando a vivir descarada y valientemente. No preguntarse «¿sé amar?», sino empezando a amar, abrirse hacia los otros, ayudando a alguien, queriendo a alguien, sacrificándose por alguien. Y no huyendo de los demás. Entendiendo que ese muro, o no existe, porque es imaginario, o si realmente existiera, tenemos dos piernas para saltarlo. Meter la pata todas las veces que sea necesario, antes que congelarnos por miedo al sufrimiento y a la acción. Empezar por hacer bien lo que tenemos que hacer. Sobrecargarnos de tareas, si es necesario. Pero no encerrarse a vaguear en el sueño, no autofabricarse ese mito de irrealidad en el que uno se acuna y se complace.
Es decir: salir del éxtasis, tirarse al agua, atreverse a vivir. Será duro, pero es lo más hermoso y lo único que los hombres tenemos.