53. La música y el paraíso perdido

Me he preguntado muchas veces a mí mismo qué es lo que tiene la música (me refiero a la buena; a la única que merece ese nombre) que, cuando la escucho, me produce algo muy diferente del placer, o, al menos, algo muy distinto de todos los demás placeres de este mundo. Oír buena música, efectivamente, no es sólo «disfrutar» como cuando se come un helado, cuando se contempla un paisaje hermoso, o cuando el cuerpo se chapuza en una playa templada. El «placer» de la música es otra cosa, otra muy diferente y superior. Es algo que, literalmente, no es de este mundo.

Creo que fray Luis de León lo intuyó como nadie cuando escribió aquella bellísima oda a Francisco Salinas en la que, hablando de su música, escribe:

A cuyo son divino

el alma, que en olvido está sumida,

torna a cobrar el tino

y memoria perdida

de su origen primero esclarecido.

No puede decirse ni más, ni mejor. Es cierto: el hombre es un desterrado que ha olvidado que lo es. El hombre «está sumido en el olvido»; fue un príncipe, tuvo una vida y una herencia mejores y más gloriosas, y ahora, desterrado de ellas, ha procurado olvidarse para que no le duela demasiado su condición de exiliado. Vive por ello sumido en el olvido, vive «desatinado», sin tino. Y sólo en muy pocos momentos —sobre todo cuando escucha una buena música— recupera ese tino, recobra la memoria y se da cuenta de que ya no disfruta «de su origen primero esclarecido». Somos mucho más de lo que somos: fuimos mucho más de lo que creemos. Pero ese esclarecido, brillante, luminoso pasado, lo hemos chapuzado en el pequeño presente que vivimos para que no nos resulte demasiado amarga la nostalgia de ese ayer perdido.

Ésa es la razón por la que toda gran música tiene a la vez algo de alegría y de tristeza, algo de melancolía, algo de infancia. Voy a ver si me explico.

En primer lugar, la gran música es agridulce: dulce porque nos entreabre la puerta de regreso al paraíso. Desde un concierto de Mozart o una sonata de Beethoven uno se asoma a una ventana del cielo, entrevé el gozo de ser hombre, la maravilla de tener alma, el entusiasmo de estar humanamente vivo. Pero, al mismo tiempo, todo esto se percibe a medias, como algo fugitivo, pasajero: es un gozo que no puede aferrarse. Uno querría sentarse en él, pero ya se ha ido cuando quieres darte cuenta. Es un vislumbre nunca saciado. Alguien nos entreabre una puerta por la que nunca podremos pasar en este mundo. Y nos quedarnos ahí, asombrados, admirados, semifelices, pero sin poder cruzar esa frontera.

Por eso hablo también de melancolía. La melancolía —como decía Panero— es «un ángel» que nos tiende la mano, pero una mano que nunca logramos alcanzar, algo muy gozoso que pasa a nuestro lado y se va.

Y por esa misma razón hablo de «infancia». La infancia es, como la música, una sensación de proximidad al origen, un tener la vida aún oliendo a las manos que acaban de crearla, sabrosa a Dios. Pero también, ¡ay!, fugitiva. Una infancia eterna sería, desgraciadamente, imposible. Lo bueno y lo malo de la infancia es que es como el sabor de una fruta en la boca, algo milagroso y pasajero.

Por todas estas razones ustedes comprenderán lo que tiene de blasfemia, al menos para mí, la mala música, la que huele a tierra. Nada más profanable que la música, nada más diariamente profanado. Entenderla como frenesí sensual, como agitación, como droga, no es sólo un disparate estético, es una profanación esencial.

¿No tienen algo de realmente demoníaco muchos de los conciertos que hoy se presentan como el alma de nuestra juventud? Repito que no es un problema de gustos. De gustos no hay —como suele decirse— nada escrito y cada uno es muy dueño de tener los propios. Pero yo desconfiaría de la música que nos transportase más que a las puertas del paraíso, a las del enloquecimiento. La música no debe sacarnos de nosotros mismos, mucho menos atontarnos e histerizarnos. La música lo es en la medida en que nos conduce al alma y nos la estira. Lo empequeñecedor no es música. Puede ser griterío, cuando más.

Pobre fray Luis de León, pienso, si escuchara lo que hoy se lleva, o abriera nuestras emisoras de radio o de televisión. ¿Qué «Oda a Salinas» escribiría, escuchando unos ritmos que parecen tener como misión sumirnos más en el gran olvido de nuestra condición de príncipes desterrados?