Recuerdo lo que me sorprendió, leyendo el «Diario del alma» de Juan XXIII, encontrarme con una frase en la que decía que en sus años de juventud estaba de moda el slogan «Frangar, non fléctar» (me romperé, pero no me doblaré); pero que él había preferido adoptar en su vida el contrario: «Fléctar, non frangar» (me doblaré, pero no me quebraré).
Y me sorprendió porque, en ella, se resolvería de una manera muy tajante el viejo dilema. ¿Adaptación o intransigencia? Cuando nos encontramos con que alguna de nuestras ideas no es aceptada, ¿qué es preferible, replegarnos o asumir la intolerancia? ¿Es mejor chocar con un muro, a riesgo de rompernos la cabeza o tratar de bordearlo y tal vez esperar?
Me parece que este dilema ha dividido —y aún divide— a los humanos desde hace muchos siglos. A un lado están los idealistas que creen tanto en lo que creen que lo enarbolan cueste lo que cueste. De este grupo han salido los mártires. Pero también los fanáticos. Enfrente están los pragmatistas, los que siguen aquel consejo que el general Torrijos dio una vez a Felipe González (y que éste parece cumplir perfectamente): «¿Y qué hacemos cuando la realidad no se ajusta a nuestras teorías? Si somos inteligentes adaptaremos nuestras teorías a la realidad, ya que ésta no se deja cambiar tan fácilmente».
Pero yo diría que a un dilema como ése no se le pueden dar respuestas tajantes y generalizadoras, porque éstas serían todas equivocadas. Más bien habría que establecer algunas distinciones.
Un hombre, por de pronto, no debe ceder, ni cambiar, en nada que sea realmente sustancial en sus convicciones o en su vida. Hay una serie de cosas (la fe, el amor, la fidelidad, las metas del alma) en las que no se puede ceder un palmo sin traicionarlas y traicionarse. Dejar a los demás que piensen lo que quieran, pero seguir nosotros fieles a nuestras convicciones. Por ellas vale la pena romperse la cabeza, sin cambalaches, sin jueguecitos de oportunismo.
Pero también es cierto que esas cosas fundamentales, aunque sean muy importantes, son en realidad muy pocas y que la mayoría de los choques que se producen en nuestras vidas son por cosas muchísimo más secundarias. O por los modos, formas y fechas en que han de realizarse esas cosas fundamentales. Si se observa con atención la realidad, se percibe que la mayoría de los choques humanos no se producen por discrepancias en ideas fundamentales, sino por el «modo» en que alguien quiere imponerlas o realizarlas, por la «forma» agresiva o insidiosa en que se formulan, o por tratar de llevarlas a la práctica antes de tiempo, sin que se haya producido su verdadera maduración.
¿Qué hacer en estos casos? Es evidente que la paciencia o el saber esperar es preferible a un querer imponernos a marcha de caballo; que es preferible ceder en ciertas formas de expresión para salvar la verdad fundamental; que habrá que recordar que muchas veces es más importante el modo en que se dicen las cosas que las mismas cosas que se dicen y que una verdad untada en vinagre es media verdad, mientras que ungida de caridad tiene muchas más posibilidades de ser aceptada.
Todo, claro, antes que incurrir en la intolerancia o el fanatismo. Porque la verdad es que la mayoría de los fanáticos se apoyan originariamente en algo verdadero, pero el fanatismo lo deforma de tal manera que siempre acaba sirviendo a un embuste. Y lo más grave es que el fanático, refugiado en la idea de que sirve a una verdad, se vuelve incapaz de percibir cómo la está deformando. Como decía el filósofo Santayana «el fanatismo consiste en redoblar el esfuerzo, después de haber olvidado el fin». Sí, trabaja tanto el intolerante y el fanático que cuanto más cree que sirve a sus ideas más olvida que ya no trata de servirlas, sino de imponerlas, de vencer. Al final, su orgullo por la verdad es muy superior a la verdad misma.
En este sentido entiendo yo el «me doblaré, pero no que quebraré» de Juan XXIII. Así lo practicó en su vida: sabiendo que toda verdad es mucha más verdad dicha con dulzura; aceptando esperar a que las cosas maduren y sabiendo, incluso, que si no maduran en nuestras manos, ya florecerán en las de nuestros sucesores; renunciando a los relámpagos excomulgadores y prefiriendo la convicción, entendiendo que una gota de miel atrae más que un barril de vinagre.