Recibo con no poca frecuencia cartas de madres de familia que me cuentan que están cansadas. Cansadas de darlo todo por sus maridos y sus hijos, de trabajar como burras en sus casas y no encontrar, en cambio, ni agradecimiento, ni comprensión, ni ayuda. Sé, naturalmente, que esto no ocurre con todas, pero también que son bastantes las que viven con ese agobio y esa sensación de fracaso. Alguna vez se trata de cartas extraordinariamente dramáticas. Como ocurre, por ejemplo, con una que he recibido hoy.
Es de una mujer que debe rondar entre los cincuenta y los sesenta años, que ha tenido muchos hijos y que viene trabajando fuera de su casa casi desde su juventud. Y dice:
Siempre, al volver del trabajo, he ido corriendo a casa a cuidar de mis hijos. En contadas ocasiones he tenido alguna ayuda. Nunca se me ha reconocido nada. Mi marido, al terminar su trabajo, se iba de vinos hasta las tantas. A veces no venía en varios días. Ha tenido amantes. Hasta un hijo con una de ellas. Me ha dado palizas de muerte. Me ha insultado y, en más de una ocasión, me ha echado a la calle en plena noche. Cuando vuelvo de mi trabajo, sobre las siete, cansada y cargada con la compra, tengo que seguir con la casa y atender todo, puerta, teléfono, todo.
Tengo aún en casa varios hijos que, aunque no son malos, siguen la norma de su padre en dejar todo el trabajo para mí. Si protesto, se me insulta, si me siento porque no puedo más (disfruto de varias enfermedades), se me dice «perra» y «marrana», y cuando protesto y digo a los demás que no tienen conciencia, me dicen que no paro de criticarles y que conmigo no se puede vivir. He pensado irme de casa y dejar que se las arreglen solos y vean cuál es mi papel, pues mi marido me ha dicho en muchas ocasiones: «¿Cuándo te vas a morir?».
Pienso que seguramente esta carta ha sido escrita en un momento de amargura y que esta madre me cuenta, probablemente, sólo las tintas negras de la realidad. Pero me temo que sea fundamentalmente verdadera y que el problema de esta mujer no sea tan excepcional como podría creerse. Hay muchas que, con tales o cuales matices, podrían escribir páginas parecidas.
Y concluye preguntándome esta señora: «¿Cree de veras que Dios me pide que aguante esto?». Y la respuesta es muy simple: No, ¿cómo puede Dios querer que un ser humano sea insultado, golpeado por quienes más obligación tendrían de quererle?
La verdad es que —aunque parezca que en las jóvenes generaciones esté disminuyendo— ha sido en España demasiado tradicional eso de cargar a las madres con tareas que deberían ser de todos. La vieja distribución del hombre que trabaja fuera y la mujer dentro de casa se ha convertido, hoy que muchas mujeres tienen también que trabajar fuera, en una doble carga para las madres de familia. Y son demasiados los hijos que, por no saber, no saben ni limpiarse los zapatos propios o hacer su cama. Y una familia es una comunicación de amor, pero como el amor se manifiesta andando, ha de ser también una inteligente distribución de trabajo.
Empezando, claro está, por el respeto. Quien insulta, sobre todo si es habitualmente, y más aún quien golpea, pierde con ello todos los derechos. Y si una madre lo soporta será, tal vez, una santa, pero también un poco tonta. Porque lo que no se debe sufrir no se debe sufrir. Las soluciones concretas tendrán que verse en cada caso, pero, ciertamente, la postura ideal no tiene que ser el callarse eternamente. Porque es fácil decir que «cuando se ama, todo se sufre gozosamente» (y de ese amor de las madres abusamos), pero también lo es que una madre es un ser humano y se cansa como todo hijo de vecino.
Luego, resulta que, al final, todos acabamos descubriendo que nuestra madre ha sido lo mejor de nuestras vidas y hasta terminamos agradeciéndoles cuanto han hecho por nosotros, pero bueno sería que ese agradecimiento no esperase a la tumba.
¿Terminaremos algún día con ese machismo hispánico que hoy aún sobrecarga a las mujeres, sobre todo cuando a ese supertrabajo no le acompaña un mínimo de amor y cariño expresado?
Por eso a la madre de esta carta yo voy a decirle que tenga energía para defender sus derechos además del coraje que ya tiene. Pero me gustaría pedirles además a su marido y a sus hijos que tengan al menos esa cosa que se llama conciencia.