44. La soledad de los niños

En una emisora de radio que suele dejar abierto su contestador para recoger las peticiones de sus oyentes se ha encontrado el otro día un mensaje conmovedor. Era una voz tímida y temblorosa que decía: «Soy Luci, tengo cinco años y quiero hablar contigo porque mis padres se van a separar y no me hacen caso cuando quiero hablar con ellos. En el “cole” no quiero contarlo y no sé a quién decírselo. Te lo cuento a ti y así, al menos, ya he hablado con alguien».

¿Puede contarse con menos palabras una soledad tan honda? El mundo está, ciertamente, lleno de solitarios. Pero yo me pregunto si nos damos cuenta de que la soledad de las soledades es la que, de hecho, atraviesan en el mundo millares de niños entre cinco y diez años.

Nos hemos inventado la idea romántica —verdadera en muchos casos, por fortuna— de que los niños son todos felices, viven en Babia, no se enteran del dolor del mundo. Los vemos, en sus juegos, escondidos detrás de sus sonrisas, y ni podemos sospechar que puedan ocultar dolores vivísimos y soledades interminables.

¡Qué pocos son los adultos que reconocen que una de sus primerísimas obligaciones es hablar, sencillamente hablar, con sus hijos! No, pensamos, los niños son niños, no tienen nada que decir, nada que preguntar; que jueguen, que se distraigan, que nos dejen en paz. Es, ciertamente, más fácil enchufarles el televisor y ponerles un vídeo de dibujos animados que sentarse a hablar con ellos, darles esa oportunidad, esa necesidad que tienen de charlar con nosotros. Acabarán un día hablando con una máquina, porque al menos «han hablado con alguien».

Y esto ocurre con los pequeños de todas las clases sociales, pero aún más en los hijos de los ricos que en los de los pobres. Estos tienen mayor facilidad para hablar con sus compañeros de edad, pero ¡ay de los niños que viven rodeados de chachas que llenan a los pequeños de gritos, pero aún les escuchan menos que sus padres!

Creo que nos moriríamos de vergüenza si un día lográramos penetrar en lo que los chavales piensan de nosotros. En ese delicioso programa televisivo que se titula «Juego de niños», el domingo pasado uno de esos pequeños —jugando— definía la palabra «corazón» como «lo que no tiene mi profesora». Y otro explicaba que el cielo, para él, era «un lugar en el que los mayores están con los labios cerrados y todos medio dormidos». Los niños son crueles, ya se sabe. Pero, diciendo esas cosas, sangran por esas heridas que los adultos nos obstinamos en no ver.

Recuerdo lo que me impresionó aquel párrafo de Romain Rolland en el que dice: «No hay dolor más cruel que el del niño que descubre por primera vez la perversidad de los demás. Entonces se cree perseguido por el mundo entero y no encuentra nada que le sostenga».

Y en un mundo como el de hoy, que parece gozar mostrando la perversidad de los humanos —basta ver un telediario o leer una revista del corazón— y que, además, parece haber olvidado como una antigualla la necesidad de proteger a los niños, ¿cuántos estarán viviendo a los cinco años ese cruel dolor de la soledad, del desencanto ante aquéllos a quienes más debían querer?

Y a un mundo que haya perdido el respeto al dolor de los niños, ¿qué le queda?

Marañón aseguraba que «el adulto debe prestar ante el niño, por pequeño que sea, el mismo respeto que ante Dios». Pero hoy no parece que abunde el respeto a Dios ni la preocupación por el daño que nuestros gestos y palabras puedan hacer a los pequeños que nos rodean. Son tan chiquitos que no cuentan; se les convierte, incluso, en mercancía al servicio del egoísmo de los mayores.

Y, sin embargo, habrá que seguirlo repitiendo: nada hay más sagrado en esta tierra que el dolor de un niño. Dostoiewsky llegó a escribir que «si toda la felicidad de los hombres hubiera de lograrse al precio del dolor inmerecido de un niño, lo digno sería rechazarlas». Pero ¿quién vive hoy este dogma fundamental de toda ética humana?

Por eso Luci, cinco años, ahora que está solita en casa porque mamá se marchó a trabajar o a la compra, ¿a quién le contará que está triste porque sus padres van a separarse y que no sabe con quién le tocará vivir, puesto que ella les ama a los dos?

¿En qué hombro reposará su cabeza si sus padres, cuando regresen, estarán tan enfadados y tan preocupados por sus propios problemas que ni se enterarán de que Luci está sufriendo? Entendedlo, no es una chiquillada. Luci será perfectamente lógica cuando busque un teléfono, llame a un contestador de voz metálica que no le responderá nada, pero que, al menos la escuchará en silencio. Lucí lo sabe, en un mundo inhumano, lo que más se le parece a lo humano es esa máquina.