43. Los hombres Bonsái

Los bonsáis se han puesto de moda. Ha bastado con saber que son el capricho de Felipe González para que se multipliquen en todos los escaparates de las floristerías, para que uno empiece a encontrárselos en las casas de los amigos, en las vitrinas de los grandes hoteles. Y uno —¿por qué no decirlo?— comenzaba también a padecer «la tentación del bonsái». Y hasta temo que habría caído en ella si sus precios no me hubieran convencido de que es un lujo que no puedo ni debo permitirme. Pero me encantaba la idea de tener en mi casa un bosque en miniatura, una de esas joyas de retorcimiento armonioso que a mí me parecen —vistos de lejos— un milagro. Pero sólo el otro día me acerqué a examinarlos de cerca en unos grandes almacenes. Y sentí algo bastante parecido al espanto, esos árboles, que parecen tan bellos, son exactamente la cima de la crueldad. Sus ramas, tan hermosas, están materialmente cubiertas de hilos, de alambres, lianas, cadenas que maniatan cada una de sus ramas, las amarran, las abrochan con corchetes, las conducen a la fuerza, las encorsetan, las esclavizan, las obligan a ser lo contrario de lo que su naturaleza desearía, han sido reducidas por una especie de jíbaros salvajes que, en nombre de una mayor belleza, someten la naturaleza del árbol a la más diabólica esclavitud. Uno ha entendido siempre que el jardinero ayude al árbol sosteniendo con tutores sus ramas demasiado pesadas o tal vez desviadas. Uno ha aceptado como normal que un árbol se pode de sus excrecencias para que, en la primavera siguiente crezca mejor y más vigoroso. ¿Pero cómo aceptar una jardinería cuya esencia es ir contra la naturaleza del árbol, domeñarla, desviarla, torcerla, empequeñecerla a la fuerza, para que resulte más… bonita? Si los árboles sufrieran —y los naturalistas dicen que así es—, ¿qué aullidos no saldrán de esos escaparates llenos de bonsáis? Me pregunto si no podrá aplicárselas a ellos aquella terrible definición que Blas de Otero daba de los hombres: «Ángeles con grandes alas de cadenas». Las ramas, que son las alas de los árboles, lo que les permite alimentar el sueño de volar, convertidas en una cerca de alambres esclavizadores. ¡Qué cruel hay que ser para gozar contemplándolos!

Pero ahora me detengo para preguntarme a mí mismo si no será el bonsái un símbolo de nuestra civilización y si su espanto no será un retrato en miniatura de este mundo nuestro, lleno de hombres-bonsái y mujeres-bonsái.

Ya sé que la libertad absoluta es un lujo que los hombres nunca poseeremos en plenitud. Nacemos con cadenas. Nos condiciona el grupo social en que nacemos.

Vivimos en el bienestar o en la miseria dependiendo del continente en el que venimos a la existencia. Nos potencia y a la vez nos liga la cultura que recibimos.

Dependemos de la psicología e incluso de la biología heredada. Todos, sin que lo percibamos, tenemos las ramas del alma atenazadas de alambres. La democracia —aunque presumamos mucho de ella— nos aporta algunos milímetros más de libertad.

Pero ¿hasta dónde es libre el que piensa según la información que recibe, la televisión que ve, el trabajo que la realidad le impone, los estilos, la vida que, le guste o no, tiene que compartir?

Por eso toda la vida de cualquier hombre verdadero no es otra cosa que un afán por irse ganando centímetros de libertad. ¡Y ay del que se considere ya libre y descanse un solo momento en esa lucha por ensancharla y estirarla! En realidad sólo Dios es libre. Y aún Él está libremente encadenado por su propio amor. El hombre, todo hombre, incluso los mejores, es siempre un esclavo que trata de dejar de serlo. Y hasta sucede que hay no pocas personas que se pasan la vida hablando de libertad y se dedican en realidad a fabricar cadenas para los demás y para sí mismos.

Porque —y esto es lo más grave— las cadenas más opresoras no son las que heredamos o las que la sociedad nos impone, sino las que nosotros mismos fabricamos y nos colocamos en las manos y en el alma. El mundo tiende a multiplicar los hombres-bonsái, pero lo asombroso es que casi todos los hombres se «bonsaizan» a sí mismos. ¡Cuántas autoesclavizaciones en las almas! ¡Cuántas cárceles del corazón y de la inteligencia, cuyos carceleros son los mismos que yacen tras las rejas!

Al bonsái lo entuban y recortan para que sea más bello. ¡Y cuántos humanos renuncian a trozos de alma para aparentar belleza, para estar a la moda, para someterse al qué dirán! Veo ante el espejo a millones de mujeres que creen que están maquillando sus rostros, pero en realidad están siendo jardineras recortadoras de sí mismas, convirtiéndose en tiestos-bonsái. Veo a millones de humanos que no se realizan como humanos porque tienen que dedicarse a ganar dinero; que nunca construyen los verdaderos sueños que brotan de su espíritu porque les parece más importante tener poder o aparentar. ¿Y qué pensar de una generación que tiembla ante la idea de ser acusada de «conservadora» y que, en nombre de ciertas progresías, está dispuesta a decapitar todas las normas morales que le brotan de lo mejor del alma? ¡Demasiados hombres-escaparate en el mundo! ¡Y qué pocos fieles a la naturaleza de su propio corazón!

¿Y cómo podrá producir así el mundo hombres-árboles-gigantes, bosques de almas enteras, seres realmente desarrollados? Nos quejamos de que la tierra está llena de «hombres pequeñitos», de «mujeres enanas», y luego resulta que llamamos realización al arte de ser vulgares, cuando no a la posibilidad de destruir nuestra vida. Las verdaderas cadenas no son las que maniatan nuestras muñecas, sino las que amarran el alma y el corazón. Las cárceles más cerradas son las del espíritu empequeñecido.

Si aplicáramos nuestra oreja al suelo del planeta Tierra escucharíamos los aullidos de esta selva-bonsái en la que la hemos convertido nosotros, los dictadores.

¡Ah, si esos aullidos nos empujaran a enarbolar pancartas pidiendo «Libertad», pero las paseáramos, antes que por las calles de nuestras ciudades, por las otras calles de nuestra propia vida!