42. Tirarse los platos

Una de mis muchas manías es ver la televisión sin voz. Durante las horas de aburrimiento inevitable (las de mi diálisis, especialmente) me gusta enchufar el aparato y ver lo que ponen, por si me tropezara con la extrañísima maravilla de que dieran algo que me interesase. Pero como no soy ni mortificado, ni masoquista, prefiero verlo al menos sin voz mientras escucho una buena música clásica. Así es como logro a veces soportar retazos de telenovelas en las que veo gesticular a sus personajes, mientras fantaseo inventándome yo los diálogos.

Y siempre hay algo que me maravilla muchísimo: en el 80 por 100 de las escenas los personajes —y más si son matrimonios— se pasan la vida gritándose el uno al otro. Cada dos por tres, la pantalla muestra rostros avinagrados, coléricos, airados, ojos que despiden dardos, miradas que asesinan. ¿Es que —me pregunto— en la realidad será así? ¿Es cierto que en la vida conyugal lo normal es tirarse los platos? ¿Es que la agresividad de este mundo actual tiene su primera y principal sede en el interior de los hogares?

A mí, la verdad, me cuesta bastante entender esto, porque tuve la suerte, en mi infancia, de no haber visto nunca a mis padres discutiendo, fuera de pequeñas anécdotas sin importancia ni duración. Pero, por lo que me cuentan y sobre todo por lo que nos cuenta la «tele», eso debe de ser una excepción. Y lo normal es que en las casas chorree el vinagre.

Si así fuera (y me resisto a creerlo) tendríamos una humanidad de estúpidos, ya que pocas estupideces mayores hay, en un humano, que discutir y reñir.

Uno, que siempre fue partidario del diálogo y la conversación, jamás lo fue de la discusión o la polémica. Y nunca creí eso de que «de la discusión (colérica) sale la luz». Y hasta estoy seguro de que un hombre inteligente jamás se irritaría si tuviera delante siempre un espejo y se viera a sí mismo mientras discute.

Y es que una discusión puede surgir de una pizca de verdad o de razón. Pero siempre acaba perdiéndose en el camino de la polémica. Generalmente nos irritamos cuando nos damos cuenta de que no tenemos razones suficientes para exponerlas tranquilamente. En todo caso, una vez que hemos embarcado en una discusión ya lo importante no son las razones que tenemos, sino ganar el debate y aplastar al contrario. Séneca decía muy bien que: «la razón trata de decir lo que es justo, pero la cólera trata de que sea justo lo que ella ha decidido previamente».

¡Qué de argumentos se nos ocurren entonces! ¡Y qué tontos nos parecerían en frío!

Y no nos importa contradecirnos o defender las argucias más peregrinas, lo que cuenta es que nuestros sablazos lógicos sean fuertes. Y es que la ira es como una borrachera, como una locura transitoria. Que, la más de las veces, lo que trata es de ocultar que estamos asustados o que somos cobardes. Shakespeare decía muy bien que «estar furioso es ser valiente por exceso de cobardía». Por eso, todos los que discuten me recuerdan a mi gata: que bufa a todos los visitantes que se le acercan, pero no porque piense atacarles, sino porque se muere de miedo y trata de aparentar ser mucho más feroz de lo que realmente es.

Claro que una pequeña cólera, sobre todo si pasa pronto y no deja huellas, no tiene demasiada importancia. E incluso es mejor que el silencio gélido de los que no estallan, pero acumulan dentro el veneno esperando el momento frío de la venganza. Pero en toda cólera existe el agravante de que en ella decimos —y decimos muy mal— esas cosas que todos tenemos dentro y que a lo mejor hasta harían bien a nuestro contradictor si las dijéramos en paz y dentro de un diálogo, pero que se convierten en puro veneno dichas agresivamente. ¿Y quién recoge una palabra dicha? ¡Cuántas almas viven heridas por una palabra estúpida que a otro se le escapó, entre las rendijas de la cólera!

Porque, en todo caso, las consecuencias de la cólera son siempre más graves que sus causas. La discusión que surgió por un arañazo termina casi siempre siendo una puñalada. ¿No habría sido mejor aceptar el arañazo?

Como escribía Thomas Fuller «Hay dos cosas por las que un hombre nunca se debe enfadar: por las que puede remediar y por las que no puede remediar». Por las que puede remediar, porque mejor es dedicarse a remediarlas que enfadarse. Y por las que no puede remediar, porque ya no vale la pena enfadarse si son inevitables.