39. Los tres corazones

Decía fray Luis de Granada que los hombres debíamos tener «para con Dios un corazón de hijos, para con los hombres un corazón de madre, y para con nosotros mismos un corazón de juez».

Importante consejo que los hombres solemos cumplir… al revés: teniendo para con Dios un corazón de súbditos lejanos, para los demás un corazón de juez y para con nosotros mismos un corazón de madraza perdonalotodo. Y tal vez por eso funciona tan medianamente el mundo en que vivimos.

Tener para con Dios un corazón lejano es no haberse enterado de nada de la vida religiosa. Dios o es padre, o es un ídolo. Y resulta que muchos de nosotros se han fabricado una visión idolátrica de Dios a quien ven o con miedo, porque se le imaginan más juez que padre, o con interés, como si fuera alguien a quien hay que engatusar con mimos porque, sin ellos, no nos querría. Pero resulta que Dios exigente es ante todo Padre, es decir: estimulador, amigo desde las entrañas, generoso y abierto siempre al perdón y la misericordia.

Y aún lo hacemos peor con nuestros hermanos los hombres a quienes contemplamos con la escopeta de la crítica bien montada, dispuestos siempre a ver sus defectos y jamás sus virtudes. Y somos no sólo jueces, sino jueces especialmente duros, más amigos de aplicar fríamente la ley (la de nuestros puntos personales de vista) que de tratar de entenderles y comprenderles. ¡Con qué extraña dureza hablamos los unos de los otros! Y lo llamativo es que nadie nos ha nombrado jueces de nadie, pero nosotros nos autoatribuimos esa función y con frecuencia tenemos ya dictada nuestra sentencia (condenatoria) antes aún de oírles.

¡Como arriba nos juzguen con la medida con la que nosotros medimos… estaremos listos!

En cambio, qué magnánimos somos a la hora de disculpar nuestros fallos. Qué rara vez no nos absolvemos en el tribunal de nuestro corazón, dejando la exigencia para los demás. Incluso en nuestros errores más evidentes encontramos siempre montañas de atenuantes, de eximentes, de disculpas justificatorias. ¡Qué buenos chicos parecemos en el espejo de nuestras conciencias debidamente maquilladas!

¡Qué capacidad de autoengaño tenemos!

Habría que cambiar en el reparto de corazones siguiendo el consejo de fray Luis de Granada. Bastaría con eso para cambiar el mundo. Queriendo a Dios como hijos cambiaríamos el miedo por el afán de hacerle feliz. Y este afán no debilitaría la religión, porque el amor siempre será más obligante que el miedo.

Y bastaría con sentirnos madres de los demás para entregarnos apasionadamente a ayudarles; al comprenderles, les estimularíamos en lugar de paralizarles con el rayo de nuestras condenas. Y ellos, al saberse y sentirse queridos, serían, sin duda, mucho más, mejores.

Y si fuéramos para nosotros mismos un juez exigente, no apabullador, pero sí alguien que señala sin miedos los caminos torcidos en nuestro interior, ¡qué difícil nos sería dormirnos en los cojines de nuestra comodidad!

Ya lo saben, amigos: hay que poner en su sitio nuestros tres corazones.