Quienes hayan leído con frecuencia este cuadernillo mío, sabrán ya de mi cariño hacia Santo Tomás Moro, ese santo fascinante a quien la Iglesia debería proclamar patrón del buen humor. No se cuenta que hiciera en vida milagro alguno e incluso para su canonización le dispensó la Santa Sede los habitualmente necesarios milagros, tal vez porque toda su vida, y muy especialmente su muerte, fueron un milagro prolongado.
Encarcelado en la Torre de Londres (en un torreón que aún hoy impresiona visitar, oscuro, estrecho, sin sol y sin luz, sin libros ni fuego), vivió en ella el más largo de los secuestros, catorce meses, que invirtió en escribir uno de los libros más bellos y esperanzados de la tradición cristiana: sus comentarios a «La agonía de Cristo», que eran, a la vez, la historia de su propia agonía.
De él no sólo puede decirse que nunca perdió la esperanza, sino tampoco el buen humor, aunque nunca negara que sentía esa angustia «que tiene atornillado el corazón del prisionero».
Pocos días antes de ir al patíbulo escribía a su hija, Margarete. «Te suplico, con sincero corazón, que sirvas a Dios y estés contenta y te alegres. Y si ha de sucederme algo que te estremezca, entonces suplica a Dios por mí, pero no te conturbes».
Y esta serenidad que pedía a los demás la vivió él mismo: cuando en la madrugada del 6 de julio de 1535 se le comunicó que nueve horas más tarde le cortarían la cabeza, se limitó a dar las gracias por «las buenas noticias» que le daban. Y caminó luego serenamente y sonriendo hacia el patíbulo. Cuando una mujer le ofreció un jarro de vino, lo rechazó amablemente diciendo: «A mi Señor le dieron hiel y vinagre, no vino». Y un momento después, al comprobar que los peldaños del cadalso estaban mal claveteados y se bamboleaban, pidió a uno de sus acompañantes: «Por favor, ayúdame a subir. Para bajar ya bajaré yo solo». Y aún tuvo el coraje de animar a su verdugo que estaba impresionado: «Haz acopio de valor, muchacho. Y no temas cumplir tu oficio. Mi cuello es muy corto, así que procura asestar bien el golpe, no vayan a creer que no conoces tu oficio». Y él mismo se vendó los ojos, puso la cabeza sobre el tajo y se detuvo aún para colocar bien la barba, no fuera cortada por el hacha, mientras aún comentaba: «La barba no ha cometido delito alguno de lesa traición».
Ésa fue su muerte, porque ésa había sido su vida. Y yo quisiera copiar aquí, y recomendársela a todos mis lectores, una preciosa oración compuesta por él, que marca un buen contraste con todas esas oraciones lacrimógenas que algunos elevan a Dios; olvidándose de que también a Él le gusta el buen humor.
Dice así esta plegaria de Tomás Moro:
Señor, dame una buena digestión
y, naturalmente, algo que digerir.
Dame la salud del cuerpo
y el buen humor necesario para mantenerla.
Dame un alma sana, Señor,
que tenga siempre ante los ojos lo que es bueno y puro
de modo que, ante el pecado, no me escandalice,
sino que sepa encontrar el modo de remediarlo.
Dame un alma que no conozca el aburrimiento,
los ronroneos, los suspiros ni los lamentos.
Y no permitas que tome demasiado en serio
esa cosa entrometida que se llama el yo.
Dame, Señor, el sentido del humorismo.
Dame el saber reírme de un chiste
para que sepa sacar un poco de alegría a la vida
y pueda compartirla con los demás.