La ancianidad de los padres es para muchos hijos el gran crisol de su cariño, la prueba de si les quieren de veras y también la hora de grandes amarguras.
Las está pasando, por ejemplo, esta mujer que me escribe angustiada diciéndome que «duda muchas veces de que quiera a su madre». ¿Por qué? Su madre ha cruzado ya la frontera de los ochenta, está enferma y la edad y la enfermedad la han vuelto absorbente.
Quiere que su hija esté todo el día a su lado, la obliga a renunciar a sus vacaciones, a sus amistades, controla incluso las horas de entradas y salidas para ir al trabajo, se vuelve a veces insoportable y la hija no puede menos de estallar en algunas ocasiones; dice entonces cosas desagradables que dan un disgusto a su madre y se lo dan mucho mayor a la hija, que después se queda deshecha por haber perdido los nervios.
Con todo ello, la hija no puede evitar que suban a su cabeza pensamientos absurdos: «Pienso muchas veces internarla en una residencia para estar yo más tranquila». Pero piensa también que su madre fue siempre buenísima con ella y se avergüenza de tales pensamientos. «¿Es —me pregunta— que yo soy egoísta? ¿Es que soy una mala hija?».
Pues no, querida amiga, usted no es una mala hija, es usted un ser humano.
Y, por ello, a veces se cansa de luchar y a su cabeza acuden pensamientos absurdos —que yo sé que usted no realizará nunca—, pero que no puede evitar que visiten su mente. Pero, a fin de cuentas, lo que mide a los hombres es lo que hacemos y no las fantasías que pueden cruzar por nuestra cabeza inevitablemente.
Usted tendrá que empezar por serenarse y asumir como una tarea difícil pero, a fin de cuentas, importantísima y hermosa la de hacer feliz a su madre en los años que le queden en este mundo. Ella, con su edad, con su enfermedad, no puede evitar el ser como es. Quiere mimos, quiere cariño. Y es porque se siente débil y tampoco ella puede evitar el actuar con un poco de egoísmo invasor.
Pero usted, que es más joven, es quien tiene ahora que llevar el timón del problema. Y como usted quiere en serio a su madre, en conjunto lo llevará bien. A veces fallará. Llegarán momentos en que saltarán sus nervios y dirá palabras idiotas que luego la avergonzarán. Pero lo importante es que usted siga esforzándose por encima de esos fallos transitorios.
Piense: cuando usted tenía uno, dos, tres años, también era una niña caprichosa, lloraba de noche por tonterías, cogía pequeñas berraquinas. Y seguro que más de una vez alteró los nervios de su madre, que se dijo a sí misma: «¡Con qué ganas la tiraba por la ventana!». Pero, naturalmente, no lo hizo. La quiso a usted a pesar de sus manías.
Ahora se ha invertido el juego: es su madre la que se ha vuelto niña. Es usted quien debe demostrar que es adulta.