Una amiga me cuenta que, hace un par de domingos, le ocurrió algo extraño.
Había salido de casa angustiada, ofendida con su marido porque «según su razón» la había ofendido, se había portado injustamente con ella. Por una bobada, pero la había hecho daño. Con este resentimiento en el alma, mi amiga se dirigió a misa. Y allí un sacerdote explicaba el encuentro de Jesús con Nicodemo. Comentaba cómo Nicodemo era el hombre que lo sabía todo, era la razón perfectamente organizada.
Pero Jesús, que pensaba de otra manera, con el corazón, le pedía que abandonara sus cálculos puramente intelectuales y que volviera a nacer según el amor.
Y este comentario, que, en principio, no parecía tener mucho que ver con el problema de mi amiga, fue, sin embargo, para ella como un descubrimiento. Se dio cuenta de que estaba valorando desde baremos puramente intelectuales. Y entendió que si no empezaba a amar, como Jesús, nunca podría sentirse en paz con los demás. «Total —dice mi amiga—: Había salido de casa toda ofendida, esperando que mi marido me pidiese perdón para ofrecérselo a regañadientes y, de pronto, empecé a sentir la necesidad de pedir yo perdón, porque entendí que mi modo de juzgar sin amor era mucho peor que la ofensa que mi marido me había hecho».
Transcribo esta historia tal y como mi amiga me la cuenta. Y me llena de alegría descubrir, una vez más, cómo la palabra evangélica sabe abrirse paso en las almas.
Y descubrir también cómo mi amiga tenía la suya más abierta de lo que ella misma pensaba, para saber acogerla con tanta profundidad.
Efectivamente: una de las grandes pestes de la humanidad es que le hemos dado una importancia desmesurada a la razón. En primer lugar porque amarse, estar en paz, convivir alegremente, es muchísimo más importante que saber quién tiene razón. Y en segundo lugar porque de cada diez veces que decimos «yo tengo razón», nueve lo que estamos es imponiendo nuestro egoísmo, nuestro punto de vista, sin molestarnos siquiera por tratar de ver el del contrario.
Cuando dos riñen importa muy poco saber quién es el culpable. Lo más probable es que lo sean los dos en partes iguales. Pero, en todo caso, lo único urgente es reconquistar la paz. Tal vez más tarde —en paz ya y pasados los nervios— se verá con más claridad quién estuvo más errado. Pero ya dará casi lo mismo saber quién tenía razón. Porque lo único absolutamente cierto es que nunca hay razón para reñir, nunca la hay para dejar de amar.