Entre los santos del calendario cristiano yo tengo un cariño muy especial a San Camilo de Lelis, que fue uno de los primeros cristianos que valoraron completamente en serio el cuerpo humano. En su tiempo había muchos que se preocupaban por los enfermos, pero lo hacían, únicamente, por sus almas.
Pensaban que había que ayudar al enfermo a bien morir y que lo importante era asegurar sus almas para el cielo. Por eso casi abandonaban a los incurables, una vez que habían conseguido que éstos se confesasen. Para San Camilo, en cambio, el cuerpo seguía siendo importante, incluso después de «salvada» el alma, y estaba seguro de que amar a un incurable, ayudarle a ser feliz mientras viviera era una tarea importante.
Tal vez por eso, porque creía que la presencia de Cristo estaba en aquellos cuerpos purulentos, vivía una ternura tan ingenua con todos los enfermos a quienes limpiaba, curaba, atendía, abrazaba como si fueran literalmente el mismo Cristo. Por eso los hospitales eran verdaderamente para él «su jardín y su paraíso». Y podía llegar a decir que él «no visitaba los hospitales de incurables para ganarse el cielo, sino para irse habituando a él».
Pero, entre todas las cosas formidables que cuentan de él sus biógrafos, hay una que a mí me impresionaba de modo muy particular. La naturaleza había dado a Camilo un cuerpo de gigante. Y ocurrió que, caminando un día con un joven novicio, mientras el sol picaba ferozmente desde el cielo, Camilo puso en marcha su fantasía —porque hace falta fantasía hasta para hacer caridad— y dijo su compañero «Hermano, yo soy muy alto. Camina detrás de mí. Así te haré sombra y te librarás del sol». Y así siguieron caminando, ajustando Camilo sus andares a la esfera del sol para que los rayos no atacaran a su compañero. Y así Cuado descubrió que amar es dar, dar aunque sea una cosa tan poco importante como la propia sombra.
La gente —tan acostumbrados estamos al consumismo y a este mundo en el que las cosas se miden por lo que cuestan monetariamente— cree que lo que hay que dar a los demás es dinero o algo contablemente valorable. Y te dicen: Me encantaría ayudar a los demás, pero ¿qué tengo yo? ¿Cómo podría ayudarles? Y luego resulta que la gente necesita mucho más amor que ayudas; que una sonrisa o un poco de sombra valen más que un cheque.
Las Hermanitas de los Pobres tienen un lema precioso: «Flores, antes que pan».
Y es que saben que los ancianos a los que atienden necesitan más cariño que comida, más respeto y dignidad que ayudas materiales.
Y tanta gente que podría dar compañía, sonrisas, sombra, amistad, se pasa la vida preguntándose: ¿Y yo qué voy a dar?