«¿Por qué —me pregunta una señora— a los jóvenes ahora ya nunca nadie les habla de obediencia? El cuarto mandamiento —“Honrar padre y madre”— está completamente en desuso.
Nadie habla de él. Ni los profesores, ni los sacerdotes, nadie. Los mismos padres no se atreven a nombrarlo. Dicen que cómo les van a obedecer sus hijos si saben mucho más que ellos.
Y lo que es peor es que si a un niño, por pequeño que sea, le dices que obedezca, nunca falta alguien que te diga que obligarle es coartarle la libertad, que el niño tiene que nacer y crecer libre. El resultado es que los hijos no nos obedecen nunca.
Yo entendería que de vez en cuando desobedecieran, pero lo cierto es que no obedecen jamás. Y hasta presumen de que eso de obedecer es algo antediluviano y pintan su desobediencia como un signo de autenticidad, como un mérito».
Me temo que esta señora tiene muchísima razón. Pero me parece que el problema es más hondo de lo que ella piensa. Porque la verdad no es que sus hijos no obedezcan, sino que han dejado de obedecer a sus padres y obedecen a muchísimas otras cosas.
Porque esos jóvenes que tanto presumen de libertad, de autenticidad, resulta que obedecen a las modas, a las costumbres, a los «slogans», a la televisión, al sexo, a las drogas tal vez o, en todo caso, al peor de los tiranos, su propio capricho.
Es cierto: hay mucha gente que cree que no obedece a nadie, por la simple razón de que obedece a sus propios gustos. Han dejado de obedecer a quienes les aman y han pasado a obedecer a quienes les tiranizan.
La leyenda dorada de los padres del desierto cuenta la historia de aquel viejo monje que todos los días debía cruzar un largo arenal para ir a recoger la leña que necesitaba para el fuego.
En los días de verano, cuando el sol ardía, el camino se hacía interminable para el anciano monje. Por fortuna, en medio del arenal surgía un pequeño oasis en cuyo centro saltaba una fuente de agua cristalina que mitigaba los sudores y la sed del eremita.
Hasta que un día el monje pensó que debía ofrecer a Dios ese sacrificio: nunca más se inclinaría hacia la fuente y regalaría a Dios el sufrimiento de su sed.
Y al llegar la primera noche, tras su sacrificio, el monje descubrió con gozo que en el cielo había aparecido una nueva estrella, brillante, tan alegre como la fuente a la que había renunciado.
Desde aquel día el camino se le hizo más corto al monje. El sudor era casi una alegría. Renunciar a la fuente se había vuelto sencillo, porque el gozo de ver «su» estrella encenderse cada noche en el cielo era mucho más intenso que la sed que el sol del camino producía. Y el monje se habituó al descubrimiento diario de aquella estrella que le testificaba que Dios estaba contento con él.
Hasta que un día tocó al monje hacer su camino junto a un joven novicio. El muchacho, cargado con los pesados haces de leña, sudaba y sudaba. Y cuando vio la fuente no pudo reprimir un grito de alegría: «Mire, padre, una fuente».
En un segundo cruzaron mil imágenes por la mente del monje: si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo; pero si no bebía, tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella. Pero nada dijo de esta tristeza. Porque eso habría entristecido también al muchacho.
Y al llegar la noche el monje apenas se atrevía a levantar los ojos al cielo, que hoy le parecería vacío. Lo hizo, al fin, con la tristeza en el alma. Y sólo entonces vio que aquella noche en el cielo se habían encendido no una, sino dos estrellas.
Aquel día entendió el monje esa frase evangélica que dice que Dios ama más la misericordia que todos los sacrificios. Entendió que Dios no ama el esfuerzo por el esfuerzo, sino que lo que mide es el amor con que las cosas se hacen.
Descubrió que el hacer feliz al prójimo es más meritorio que todas las privaciones. Supo que uno no debe mortificarse nunca mortificando a los demás.
Vio que en el alma de los hombres se encienden tantas estrellas como hombres amamos.