Cuando se acercaba la hora de la muerte de Charles Du Bos —ese enorme escritor que, me temo, nadie ha leído en España—, uno de sus médicos le decía: «Señor Du Bos, usted tiene un alma, usted se ha ocupado siempre de su alma. Pero ¿qué ha hecho usted por su cuerpo?».
Y yo me pregunto si a la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo no habría que decirles exactamente lo contrario: «Amigo mío, usted se ha ocupado siempre de su cuerpo. Pero ¿qué ha hecho usted por su alma?».
Voy a aclarar en seguida que no escribo esta frase como cura, que no aludo «sólo» a la salvación del alma. Que pregunto por algo más, que lo que me angustia es pensar si la mayoría de la humanidad no se morirá olvidando que tiene algo más que su cuerpo. Y es que todos —incluso los creyentes— parecemos dedicar el noventa y cinco por ciento de nuestras energías a problemas materiales. El mismo amor se confunde con eso que llaman «hacer el amor». Y toda nuestra inteligencia parece invertirse exclusivamente en el arte de ganar dinero y prosperar en este mundo.
¿Pero quién cultiva su mundo interior? ¿Quién dedica lo mejor de su vida a crecer por dentro? Los más de los hombres se diría que son catedrales abandonadas. Se preocupan de todo menos de lo importante. Han dejado vacío el altar mayor de su catedral interior.
Durante muchos años me ha impresionado el bellísimo verso de Keats que define el mundo como «el valle donde se forman las almas». Porque quizá los hombres no nacemos con alma y hacen falta muchos, muchos años de esfuerzo para convertir una inteligencia en un alma, en un alma de veras. La llevamos tal vez a la pobrecita perdida en quién sabe qué rincón de nuestra grasa corporal, infantil y sin terminar, dormida y deforme.
El viejo consejo de Píndaro. «Sé lo que eres», quería decir precisamente que lo más humano de la humanidad es llegar a convertirse en un alma. Y es que «formar un alma» es, como decía Charles Du Bos, «El más arduo trabajo que exista». No, no es fácil conseguir que el alma llegue a ser lo que es. No es fácil descubrir que el verdadero amor no nace de la carne, sino del espíritu, y que, por tanto, la impureza es una mutilación. Y no es fácil lograr que la inteligencia se convierta en amor y no sólo en sierva del progreso material. Hay que pagar, a veces con lágrimas, ese esfuerzo por construir la catedral interior. Y tal vez por eso el «valle donde se forman las almas» de Keats es, al mismo tiempo, el «valle de las lágrimas» de la Salve.
Pero más grave que el no luchar por realizar la propia alma es no darse ni siquiera cuenta de que se tiene. Y parece que la mayoría de los hombres no han hecho ni este elementísimo descubrimiento. Uno tendría que subirse al palo mayor de sí mismo y convertirse en un descubridor que gritase, no como Rodrigo de Triana, «tierra, tierra» sino «¡alma, alma!». Porque ése es nuestro continente desconocido.