19. Gente encantadora

Si me permiten un secreto, les diré que yo tengo un metro bastante especial para medir a las personas. Y es observar cómo valoran ellos a quienes les rodean. La gente para la cual todos sus compañeros son estupendos, sus familiares formidables y sus jefes unos buenos tipos, es que ellos mismos son estupendos, formidables y buenos tipos. En cambio, las personas que ven monstruos en todo lo que les rodea, es que, generalmente, tienen ellos algo de monstruito en su corazón.

Leo estos días un folleto en el que se cuenta la vida de una muchacha de catorce años que murió hace uno en eso que llamamos «olor de santidad» —con un coraje y una entrega formidables—. Y en su pequeña biografía, aunque me impresiona mucho la alegría con la que afrontó su feroz y larga enfermedad, aún hay algo que me impresiona más. En sus cartas aparece que todo el mundo que la rodeaba era «gente encantadora». Para Alexia —que así se llamaba la pequeña—, todo el mundo era formidable. «La primera impresión que me dio la clínica al llegar es que era un lugar maravilloso. Las enfermeras ¡son tan amables, tan cariñosas! En seguida empezaron a llegar los médicos, todos son cantadores, y cada cual se mostró más simpático y cariñoso». Y hasta la ciudad de Pamplona, le parece fantástica: «Pamplona es una ciudad pequeñita, muy agradable. Toda la gente es majísima, muy amable, y que se hace querer». Hay que tener, me parece, el alma muy clara para ver el mundo tan luminoso. Hay que ser encantador para descubrir que todos los que nos rodean lo son también.

¿Quiere decir todo esto que no se puede dar una persona limpia que se sienta rodeada de suciedad? No, naturalmente. La suciedad existe. Y no es ningún delito verla. Pero yo tengo la impresión de que los que constantemente hablan de suciedad es que la tienen dentro.

Los hombres, en rigor, como decía Ortega no vemos «con los ojos, sino a través de ellos». Es nuestra alma quien ve la realidad más que los ojos. Y generalmente más que ver lo que nos rodea, proyectamos hacia afuera lo que tenemos dentro. Y así es cómo los amargados sólo ven amargura y los esperanzados se sienten inundar por la esperanza. Los que comprenden no es que sean más inteligentes que otros, es que «son» comprensivos. Los cerrados a toda comprensión no es que sean más exigentes o más agudos que los demás, es que «son» incomprensivos. Y así es cómo dos personas, rodeadas por la misma realidad, pueden vivir sumergidas en dos realidades completamente distintas. Sólo que uno ve todo lo negro de esa realidad, mientras el otro elige la cara soleada de la misma.

Ésa es la razón por la cual a la gente amargada yo nunca les pido que cambien de medio social, sino que revisen las gafas negras que le han puesto a su corazón. Porque no hay peor ciego que el que quiere ver negro. En cambio, estoy seguro de que cualquier ser humano, visto suficientemente de cerca y contemplado con el suficiente amor, termina resultando una persona encantadora.