Un amigo me comentaba el otro día que, leyendo a Galdós, le había sorprendido descubrir uno de los significados de la palabra «tutor» que él, hasta entonces, desconocía. Es la tercera acepción que ofrece el diccionario «Tutor: palo para sostener las plantas».
Y le había sorprendido precisamente porque pensaba que ese palo es el símbolo perfecto de lo que los adultos deberían ser hoy para los jóvenes. «Es la rama —me decía mi amigo— quien tiene la vida, quien debe crecer y progresar con su propia vida y estilo. El palo sólo ayuda a que la rama no se descarríe y tuerza. Y poco importa que el palo esté seco, que no valga “para nada” objetivamente. Ahí está, siendo decisivo en el futuro del árbol, colaborando en una vida que tal vez ese palo no tiene».
Yo ya sé que a los jóvenes esta idea de la tutoría les fastidia, les parece que va contra su propia independencia, y nada hay que apasione tanto a un joven cuanto ser «él sólo» el dueño de su propia vida. Pero, con todos los perdones, tengo la impresión de que nunca los jóvenes han necesitado tanto la compañía de una persona mayor que les ayude y les comprenda; alguien, al menos, con quien poder desahogarse alguna vez.
Pienso que siguen siendo ellos los autores y los supremos responsables de sus vidas, pero también que la realidad se ha puesto para los jóvenes tan endiabladamente complicada que, quién más, quién menos, todos necesitan ese palo que los sostenga, en los momentos de cansancio o ante los riesgos de la torcedura.
Confieso que me impresiona recibir tantas misivas de muchachos que, sin conocerme personalmente, me escriben largas cartas contándome su vida y pidiéndome mi opinión.
Y me impresionan porque casi todas terminan confesando que no tienen ningún adulto en el que confiar. Y acuden a mí que puedo, cuando más, contestarles con unas letras y —como son tantos— con mucho más retraso del que yo quisiera.
Y, al recibirlas, no puedo menos de preguntarme: ¿Dónde están sus padres? ¿Es que estos muchachos no tienen ni han tenido un profesor o profesora en los que confiaran? ¿No les sería más útil un cura, un psicólogo, un tío, un familiar cualquiera que estuviera a su lado y a quien pudieran acudir en las horas difíciles? Es terrible la zanja que hemos tolerado que se abriera entre mayores y jóvenes. Quizá es que cada uno va a sus cosas y son muy pocas las almas abiertas al prójimo o que valoren esa suprema tarea humana que es ayudar a los demás a aprender a vivir. ¿Será que los jóvenes no saben abrirse a los mayores? ¿Es que los mayores se les muestran tan egoístas que no confían en que puedan escucharles? Dejadme que lo diga sin rodeos: veo difícil que un joven llegue a realizarse plenamente si no tiene la suerte de tener cerca ese «tutor» que le sostenga. Pero pienso que aún pierde más su vida aquel adulto que no se ha impuesto como algo fundamental en su vida ayudar al menos a uno de los muchachos que le rodean. Los árboles —ya lo veis— tienen más suerte que los humanos.