A una amiga le regalaron hace unas cuantas semanas una oca. Y, para que no se les escapara, la pusieron en el jardín, atándole una pata a un hermoso eucalipto y le colocaron cerca una palangana con agua para que bebiera. Pero el animal era lo suficientemente patoso como para meterse en ella cada vez que bebía y para terminar derramando el agua constantemente. ¿Solución? Atar al animal por el cuello con una cuerda y, luego, colocar el depósito a la suficiente distancia para que la oca pudiera llegar justamente al agua alargando mucho el cuello. Y ahí tenéis al animal estirándose desesperadamente para poder beber.
Cuando pasaron unos cuantos días y se pensó que la oca estaba ya domesticada, la soltaron. Y vieron, con asombro, que acostumbrada a beber estirando el cuello, en lugar de acercarse a la palangana para beber cómodamente, se ponía a distancia suficiente para llegar justamente con el cuello alargadísimo.
Viéndola el otro día, entre risas, pensaba yo en todos esos seres que han estado alguna vez atados y que cuando consiguen la libertad continúan con los vicios, los miedos y las costumbres de cuando les faltaba. Sí, el mundo está lleno de ocas, como la de mi amiga Nieves.
En España el «síndrome de la oca» se ha convertido en un vicio nacional. Acostumbrados a autocensurarnos, aún escribimos los periodistas con lenguajes alusivos. Los políticos han heredado en la sangre el autoritarismo. Y todos preferimos beber la papilla que nos sirven los telediarios en lugar de tratar de formarnos nuestra propia opinión sobre las cosas.
Pero aún ocurre más en el campo de las personas. Son muchísimos los que a los cuarenta años no parecen haber abandonado psicológicamente las faldas de su mamá. Tiemblan ante una decisión arriesgada. En caso de duda apuestan siempre por lo más cómodo y lo más seguro. Por miedo de pegarse un batacazo, jamás se lanzan a ninguna aventura. Piensan «como está mandado» (es decir, no piensan), viven como los demás, porque siempre son más tranquilos los caminos de siempre que los personales.
Y lo peor es que esta tendencia al autoarrinconamiento suele crecer con los años. Otra amiga a la que yo hablaba un día de la paz interior me escribe así. «Mi paz interior es la de las remolachas: bien enterradita, dulce y para alimentar sólo a sus propias hojas. No es paz, es cobardía. Cada vez me asusta más exponerme a nada que me complique la vida y así es fácil tener paz. A fuerza de ser vulnerable y por instinto de conservación, me he ido enterrando más y más. Nadie me hace daño, pero yo no hago bien a nadie. No vivo: vegeto. Si miro atrás, no sé cómo me he ido acobardando tanto, ni encerrándome tanto en un círculo tan ridículamente pequeño».
Yo creo que mi amiga exagera. Porque lo malo de las ocas cobardes es que ni se dan cuenta de lo que son. Dársela es ya un modo de caminar. Pero es cierto que la vida es demasiado apasionante para dejarnos encadenar por la rutina, limitándonos a beber de la vida desde lejos, cuando está ahí, a nuestro alcance, como un agua abundante y fresca.