En este cuadernillo se ha predicado ya muchas veces algo que es una de mis obsesiones: el miedo a que una gran parte de seres humanos estén vacíos de alma, sean gentes inconclusas, muñones de hombre, seres sin terminar o, incluso, sin construir.
Creo que no exagero: un alto porcentaje de personas se detuvieron un día a medio camino, pensaron que ya estaban «realizadas» y se dedicaron a vegetar, sin descubrir siquiera que su alma era un tonel semivacío. Realmente en el mundo hay bastantes menos «hombres» de los que registran las estadísticas: se quedaron a medias, atascados en su adolescencia, como una fruta a medio hacer. Pero últimamente a esta preocupación se ha añadido otra: los que están llenos, ¿para qué lo están?, ¿para qué sirve su plenitud?
Esta preocupación me viene desde aquel día en el que, leyendo a San Alberto Magno, me encontré una frase terriblemente reveladora. Habla el santo de que existen tres géneros de plenitudes: «la plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da». ¡Qué tremenda verdad!
Efectivamente, yo he conocido muchos hombres-vaso. Son gentes que se dedican a almacenar virtudes o ciencia, que lo leen todo, coleccionan títulos, saben cuanto puede saberse, pero creen terminada su tarea cuando han concluido su almacenamiento: ni reparten sabiduría ni alegría. Tienen, pero no comparten. Retienen, pero no dan. Son magníficos, pero magníficamente estériles. Son simples servidores de su egoísmo.
También he conocido hombres-canal: es la gente que se desgasta en palabras, que se pasa la vida haciendo y haciendo cosas, que nunca rumia lo que sabe, que cuanto le entra de vital por los oídos se le va por la boca sin dejar poso dentro. Padecen la neurosis de la acción, tienen que hacer muchas cosas y todas de prisa, creen estar sirviendo a los demás pero su servicio es, a veces, un modo de calmar sus picores del alma. Hombre-canal son muchos periodistas, algunos apóstoles, sacerdotes o seglares. Dan y no retienen. Y, después de dar, se sienten vacíos.
Qué difícil, en cambio, encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo cuanto han recreado. Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo —pienso— debió de ser así. Él era la fuente que brota inextinguible el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros —¡ah!— tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran montaña de la vida.