El famoso misionólogo francés P. Charles contó en una conferencia pronunciada en Burgos la historia de una curiosa discrepancia entre dos Tribunales de justicia.
La cosa ocurría en Senegal, cuando el país estaba aún bajo dominación francesa y existía un doble Tribunal para entender en las causas de los africanos. Un negro, que al pasar junto a una finca se atrevió a entrar y coger algunos frutos para dárselos a su mujer, fue condenado como ladrón por el Tribunal francés. El negro apeló entonces al Tribunal indígena, que reestudió a fondo el caso y, ateniéndose al viejo código tradicional, pronunció sentencia condenatoria contra el propietario de la finca, porque cuando el negro, antes de robar, le pidió alimentos para su mujer en cinta y a punto de caer extenuada se negó a prestar el auxilio a alguien que precisaba indispensablemente su ayuda.
Creo que no he dicho que el primer Tribunal estaba formado todo él por civilizadísimos europeos, mientras que el segundo lo formaban semianalfabetos africanos.
Creo que tampoco he dicho que los miembros del primer Tribunal eran en su totalidad cristianos (o presuntos cristianos), mientras que el segundo se regía por un código pagano.
Y ahora habrá que preguntarse quiénes eran, de veras, los civilizados y quiénes realmente los que vivían el Evangelio de Cristo. Porque, —como escribe Cabodevilla comentando esta anécdota— resulta que «a la hora de exaltar las excelencias y méritos de la caridad enseñada por Cristo hay, desgraciadamente, que distinguir cuidadosamente entre la caridad cristiana y la caridad de los cristianos». Porque con demasiada frecuencia nuestras maneras de interpretar el Evangelio son simples calumnias de ese Evangelio que queremos aplicar. En cambio, por fortuna, también descubrimos que a veces las semillas del verdadero Evangelio han dado sus frutos auténticos en almas que creían no conocerlo.
Y así es como toda nuestra civilización está montada sobre unas leyes que protegen la mitad de la justicia: te castigan si quitas algo a tu prójimo, pero no si injustamente haces tuyo exclusivo algo a lo que todos deberían tener derecho. Te llaman delincuente si hieres a tu vecino con una navaja, pero no si le haces la vida imposible con tus injustas recriminaciones.
Te llaman violador si abusas físicamente de una mujer, pero te proclaman «listo» si simplemente la engañas con tus mentiras. Te califican de vago si no tienes oficio ni beneficio y te envidian si conoces bien las trampas para no dar golpe en tu trabajo. Te llevan a los Tribunales si firmas un cheque sin fondos, pero no si toda tu vida está montada sobre la mentira.
Por fortuna hay siempre un Tribunal de apelación que es, en esta tierra, la instancia de la propia conciencia y, en la otra vida, el juicio de Dios. Ahí estudiarán mejor la causa. Y tal vez condenen a los que en este mundo eran aplaudidos.