2. Conquistar la resurrección

En la portada de este libro he escrito unos versitos que tal vez desconcierten a más de uno de sus lectores. Hablo en ellos de que «hay que llenar nuestra vida y así dar muerte a la muerte». ¿Es que creo yo que a fuerza de vivir, de vivir a tope como ahora se dice, puede un hombre esquivar a la de la guadaña? ¿Es que creo que los «llenos» morirán «menos» o «más tarde» que los «mediocres»? Me parece que voy a tener que explicarme.

No hace mucho, en un acto juvenil, al que asistían nada menos que el Papa, varios cardenales y unas docenas de obispos, un grupo de actores cantaba seguramente para incitar a sus compañeros al compromiso social que «Jesús tuvo que morir, pero su Padre le resucitó». Yo me quedé muy desconcertado pues, aunque entendía la buena voluntad de los cantores, aquella formulación me parecía bastante incompleta. En el credo católico no proclamamos que a Jesús «le resucitaran», sino que «resucitó», que —si se me permite la incorrección gramatical— «se resucitó a sí mismo», con su propia fuerza interior. A Jesús no «le sacaron» de la muerte, sino que «salió de ella».

Y uno se ha preguntado muchas veces por qué resucitó Jesús. Y la respuesta siempre es la misma: Porque Él era «la vida», porque estaba «tan vivo» que es imposible que la muerte hiciera presa definitiva en Él. Jesús era «el Viviente», el pleno de vida, tal vez el único ser humano que pudo presumir de vivir plenamente «a tope». Todos los demás «semivivimos», vivimos a trozos, a rachas, vamos trampeando entre la vida y la muerte, con largos períodos de vida muerta en nuestra existencia.

Pero ¿es que la condición humana da para más? ¿No será consecuencia inevitable de nuestra contingencia, de nuestro papel de criaturas, ese vivir cojeando, tartamudeando, siendo, a ratos, hombres completos y, en muchas ocasiones más, hombres a medias?

Efectivamente. Ésa es nuestra naturaleza. Por eso nosotros, con nuestras solas fuerzas, jamás podremos, en rigor, darle muerte a la muerte, tendremos necesidad de que Alguien nos sostenga, nos resucite.

Y, sin embargo, el gran milagro de nuestra condición humana es que nosotros podemos «colaborar» en esa resurrección. Por de pronto podremos conseguir que la muerte no llegue antes de la muerte. Porque hay muchos hombres que, porque se han hundido en su falta de ganas de vivir, se mueren mucho antes de morir, viven muertos una buena parte de su vida y, así, cuando la muerte llega, ya no tiene nada que hacer, porque le han dado su trabajo hecho. Demasiado ¿no? Pienso que el hombre, puesto que huir de la muerte no puede, puede al menos pelear por conseguir los máximos niveles de vida en el tiempo que le haya sido designado.

Además, amando mucho viviríamos un poco más después de muertos. Yo puedo asegurar que mi madre o mi padre viven en mí, la mitad de las cosas que yo hago son «suyas», aunque sus manos sean hoy polvo. Y los grandes escritores siguen viviendo en nosotros cada vez que los leemos. Y ahora, mientras Beethoven rueda en mi tocadiscos ¿quién negaría que él vive en su música y en mí?

Es como en los trasplantes: el muerto que dona su corazón o sus riñones, sigue latiendo y purificando la sangre en el transplantado. Es decir: sigue viviendo en alguien. Así todo acto de amor, toda obra bien hecha y perdurable es un trasplante de alma cedida a un desconocido, pero que vive con ella y de ella.

Son pequeñas resurrecciones, lo sé. La gran resurrección es la que nos «regalarán» al otro lado. Pero ¿por qué no conseguir esas pequeñas resurrecciones que son las que tenemos en nuestra mano?

Ea, amigos: «hay que ir llenando el tiempo de algo que lo caliente», como dijo el poeta. Y —parodiando un poco al famoso villancico de Navidad— dejadme que os diga que «no la debemos dormir la vida santa».