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LA ORDEN DE MATRIMONIO

«Estoy ya viejo; he vivido una vida azarosa y puedo morir en cualquier momento. No quiero que mi dinero, tan duramente conseguido, sea derrochado por un marido cualquiera.

Quiero que te cases, y en seguida, con mi socio Pretoria Smith. Quizá le encuentres algo rudo; pero es un hombre honrado. Me costó trabajo convencerle, pero como quiere a su viejo socio, ha accedido. Estará de camino cuando tú leas ésta. Cablegrafíame tu decisión.

Si dices que no, Marjorie, entonces la pensión que envío a tu madre se acabará y no querré saber nada más de vosotras.

Tu tío que te quiere,

Salomón Stedman.»

Marjorie Stedman volvió a leer la carta y las letras vacilaron ante sus ojos.

Tenía ojos grises y un rostro de delicada dulzura. Sus manos y sus pies eran pequeños; pero no demasiado para aquella figura esbelta, de suaves y armoniosas líneas.

Pocas mujeres habría en el mundo más bellas que Marjorie Stedman, que, desde lo alto de su dorada cabeza hasta los pies, hubiese satisfecho al más exigente de los escultores griegos. La virginal pureza de su piel estaba realzada por unos labios muy rojos, invitantes y seductores.

Pero ahora, su cutis de marfil se había teñido de rojo por la vergüenza y la indignación que la invadían, y en los ojos encantadores brillaba el desenfado.

—¿Cómo se atreve? —exclamó, y la agitación de su seno mostraba la emoción que aquella carta había despertado.

¡Tenía que casarse por obligación! ¡Ella, que se estremecía ante la sola idea del matrimonio y que pensaba en un amante come en una criatura divina sin sustancia ni forma; ella, para quien el matrimonio era un ideal en vez de una posibilidad, tenía que casarse… con Pretoria Smith!

Solo entonces, al repetir el nombre, se acordó de él. ¡Pretoria Smith! Durante tres años y medio, por un esfuerzo de su mente, había apartado de la memoria aquella terrible noche de Tynewood; aunque vivía a poca distancia de la casa familiar de ellos; aunque, por designios curiosos del destino, Alma Tynewood les visitaba, casi diariamente, había logrado con firmeza mantener a Pretoria Smith lejos de sus recuerdos. ¿Sería el mismo? Debía de haber muchos Smith en Pretoria. Quizá fuese algún hombre ineducado, salvaje, que el viejo Salomón hubiera recogido en la selva de África. Su tío había llevado una vida dura y tenía una fama que al padre de Marjorie no le gustaba discutir. Había matado a gente: y, en su juventud, había sido condenado a trabajos forzados por algún crimen desconocido. Ella nunca le había visto, porque el viejo siempre vivió en tierras lejanas… América, Australia, África del Sur…

Y, sin embargo…

Cuando se cambió su suerte, haría cuatro años, su primer pensamiento había sido para la hija de su hermano. La había librado del trabajo y las había sacado, a su madre y a ella, de una casa en los arrabales, para comprarles la finca de la familia donde aquélla nació. Su madre era feliz, y casi había olvidado… El campo la había puesto mejor del corazón.

«El dinero del viejo Salomón había hecho esto», pensó ella, y su resentimiento se calmó.

Volvió a leer la carta.

«Costó trabajo convencerle», pensó, y lágrimas hirvientes de humillación subieron a sus ojos.

Iba a ser comprada y vendida, comprada con el dinero de Salomón y vendida a su socio…, y al comprador que hubo que «convencerle» para que aceptara el trato.

Se puso en pie, llena de justa indignación; luego se sintió mal, y cubriéndose el rostro con las manos, lloró en silencio.

Aquello era el final de sus sueños de rosa…; había que volver al trabajo en la oficina. Al Metro lleno de gente, a los autobuses, a la niebla y la lluvia, a las mañanas tristes y las noches sin alegría, con unos escasos días de descanso cada año, en una pensión, a orillas del mar.

«¿Qué dirá mamá?», se preguntó la joven, secándose los ojos.

Estuvo un rato sentada mirando hacia la casa, los coloreados macizos de flores, al estanque donde nadaban los patos, ignorantes de que un día próximo la joven que les alimentaba, apoyada en la barandilla de piedra, se marcharía para no volver más.

Marjorie se levantó, suspirando. No había solución. El capricho del viejo, que les había instalado en aquel paraíso, las arrojaba de él. Mientras cruzaba lentamente el jardín, pensó en su madre. Aquélla era la verdadera dificultad. Sufría por aquella mujer a la que tanto amaba y cuyos defectos veía, no obstante, tan claramente.

Entonces se animó. Durante tres años, ellas habían disfrutado de una renta de cuatro mil libras al año. Algo debían de haber ahorrado, y con eso se suavizaría la caída.

—No me casaré con Pretoria Smith —dijo la joven, mientras abría uno de los grandes balcones que daban al gabinete.

Debió de hablar en voz alta, porque las dos mujeres que había dentro de la casa volvieron la cabeza antes de que ella entrase.

Era demasiado temprano para visitas; cuando Marjorie vio quién estaba allí, hubiera querido retirarse; pero como era demasiado tarde, se adelantó sonriendo, algo forzadamente, a la esbelta y graciosa muchacha que se le acercó.

—Buenos días, lady Tynewood.

Alma Tynewood jamás había ocultado la antipatía que sentía por Marjorie. Pero ahora, que tenía una razón especial para aborrecerla, sus labios, en cuyo color intervenía no poco el artificio, dibujaron una sonrisa maliciosa.

Mistress Stedman, una mujer de aspecto cansado y débil, pareció algo turbada por la repentina llegada de su hija.

—Querida, creí que habías ido a montar a caballo.

—Iré esta tarde —dijo la joven.

—Lance me aseguró que le habías prometido ir por la mañana.

—Mamá; por la mañana tengo muchas cosas que hacer —replicó Marjorie, con paciencia—. Iré por la tarde; y si Lance está demasiado ocupado, me marcharé sola.

La señora Stedman, lanzando un suspiro de desagrado, calló.

—Yo no creía que tendría usted tiempo de montar a caballo —dijo lady Tynewood, con una sonrisa desagradable—. Querida, ¿no tiene usted que preparar el discurso que va a decir mañana?

—No voy a decir ningún discurso —replicó, lacónicamente, Marjorie—, y estoy segura de que nadie tendrá ganas de oírme. Creo que el Comité ha hablado demasiado de este asunto y está exagerando la ayuda que yo he prestado al Hospital Provincial. Es verdad que he recogido cincuenta mil libras, pero fue porque era secretaria de la Fundación. Cualquiera hubiese hecho lo mismo.

—Nadie es tan fascinadora como usted —repuso lady Tynewood—. Si yo fuera hombre y una muchacha como usted entrase en mi oficina y me pidiese una suscripción, abriría inmediatamente el talonario de cheques y le pediría que dijese la cifra que quisiera. Además, me han dicho que dio usted un beso a cambio de mil libras.

—Eso es mentira —repuso, con firmeza, la joven—, y nadie mejor que usted lo sabe.

—¡Marjorie! —intervino la madre, conciliadora.

—Querida, es un rumor que ha circulado…

—Y que usted inventó —repuso Marjorie—, sabiendo que era una calumnia. Lady Tynewood: conozco algo de usted y de su pasado; y es probable que en su ambiente se compraran y vendieran besos sin que nadie pensara mal del que los compraba o los vendía.

La cara de lady Tynewood se tino de un rojo oscuro, y sus ojos despidieron fuego. Logró recobrar el dominio de su voz, no obstante.

—Mi ambiente —repuso—, le sería a usted, ciertamente, desconocido, aunque confieso que no era tan elegante como aquél en que va usted a figurar mañana por la noche.

La joven se mordió los labios y no dijo nada, fingiendo estar ocupada en la mesa, con unos papeles, mientras mistress Stedman miraba a uno y otro lado, desconsolada.

—¿Fue una idea de usted que la cena de mañana se sirviera en mesas separadas? —preguntó lady Tynewood, sin poder disimular su creciente rabia—. ¿Y que yo no me sentara en la mesa de su alteza real, que la tendrá a usted a la derecha, según creo?

—Hubiera sido posible —dijo Marjorie, fríamente—, pero la tranquilizaré, diciéndole que no ha sido idea mía, sino de lord Wadham. Yo no tengo nada que ver con la colocación de los comensales, y el hecho de que haya sido usted excluida de la mesa del príncipe no tiene nada que ver conmigo.

—Eso es lo que usted dice —exclamó la otra, con intención.

—Ya sé que usted no me creerá, pero yo no he dicho una sola mentira en mi vida. Le aseguro, lady Tynewood, que el sentarse en esa mesa le ha sido negado a usted por alguien de más autoridad que yo.

—¿Y dónde me colocarán? ¿Entre rústicos de aquí y los señoritos de Billingham?

La joven se encogió de hombros.

—Querida —dijo su madre, tímidamente—, ¿no crees que podrías convencer al Comité para que lady Tynewood se sentara en la mesa del duque? Después de todo, es de aquí, y los Tynewood son una de las mejores familias de Droitshire.

Marjorie no contestó.

—Qué —dijo Alma Tynewood, secamente—, ¿no oye usted que le habla su madre?

—Ya le contestaré cuando estemos solas y le daré motivos excelentes por los que debe usted sentarse entre los rústicos de aquí.

La otra hizo una mueca.

—¡Ah. comprendo! —dijo—. Se trata de un complot, ¿eh?

—No, que yo sepa —replicó Marjorie, con el rostro encendido y los ojos brillándole peligrosamente—. Pero una cosa le digo, lady Tynewood: que si la hubieran puesto a usted en mi mesa, yo no me habría sentado a su lado.

La otra respiró profundamente, y haciendo un gesto a la angustiada mistress Stedman, se dirigió a la puerta.

—Algún día, amiguita, te arrepentirás de haber dicho eso —murmuró entre dientes; abrió la puerta y se fue, dando un portazo.