EL PLAN DE SALOMÓN
De la estancia de tres meses de míster Kelman no es necesario hablar en detalle.
Continuamente estaba aludiendo a la superioridad de la metrópoli, a sus maravillas y a las ventajas que poseía sobre aquel agujero de salvajes, mientras los otros dos hombres le escuchaban en grave silencio.
—Tengo que ir a Inglaterra uno de estos días —dijo Pretoria Smith—. Debe de ser un sitio muy interesante.
—Claro que al principio se perdería usted en Londres —afirmó Lance Kelman, con su aire protector—; pero si va usted allí pídame que se lo enseñe.
—¿Lo conoce usted tan bien? —preguntó Pretoria Smith, con voz sorprendida; y míster Kelman se quedó bastante perplejo.
Hablaba de Marjorie con tal tono calmoso de propietario, que Pretoria Smith sentía deseos de cogerle por el cuello y pegarle. La llamaba Marje y mi chica, de un modo que hubiera puesto a la propia Marjorie Stedman los pelos de punta.
Un mes después de su llegada reveló el objeto de su visita. Había creído que su parentesco con el viejo Salomón le daba derecho a compartir su prosperidad; pero la sugestión cayó en un silencio aterrador. Él estaba dispuesto a ser un empleado de la compañía, bien pagado, y preferentemente con el encargo de representar sus intereses en Londres. El viejo Salomón no era de la misma opinión. Y después, para colmar lo molesto de su visita, el joven contrajo un sarampión, y durante el cual solo podía ser alimentado con frutas, y había que estar pendiente de él. Pretoria Smith le cuidó y, a falta de cosa mejor, le proporcionaba plátanos maduros.
—¡Gracias a Dios que se ha ido! —dijo Salomón Stedman, cuando Pretoria paró el automóvil ante la puerta de la oficina, después de haber ido a llevar al huésped.
Smith rió largamente; pero para Salomón aquello no era asunto divertido, porque se le había planteado un nuevo problema, y durante algunos meses estuvo silencioso y preocupado.
Un día muy frío de mayo (que es invierno por aquellas latitudes), el viejo Salomón estaba sentado en su despacho, de cuyas paredes pendían planos azules y mapas topográficos.
Tenía las cejas más fruncidas que de costumbre y se pellizcaba la mejilla. La causa de la perplejidad en que se veía sumido era la carta que leía.
La dejó y se rascó la cabeza. En aquel momento entró en el despacho Pretoria Smith. El único signo de su prosperidad era un alfiler de oro que sujetaba su cuello blando.
—¡Hola, Smith!… Entra.
—Ya he entrado —dijo el otro, lacónicamente; y el viejo lanzó un gruñido.
—¡Bueno; pues quédate, idiota! He recibido una carta de mi sobrina…
—Se me hace un poco difícil creer que aún tengas parientes respetables —dijo Pretoria Smith.
—Es hija de mi hermano menor que murió hace unos años; una suerte para él —añadió el viejo, filosóficamente—. Y Margarita, Minni, Maggy… ¡Bueno! ¿Cómo se llama?
Entregó la carta a su socio, y Pretoria Smith repuso, sin mirarla:
—Marjorie —y le devolvió la carta.
—Eso; Marjorie. Me escribe desde que era niña… Marjorie, sí; no podía ser otra cosa que Marjorie…
—Bien. ¿Y qué? —preguntó, con paciencia, Pretoria Smith.
—Es mi único pariente en este mundo.
El viejo Salomón se rascó una mejilla y abrió la boca para ayudarse.
—¿Te acuerdas de aquel chico elegante que llegó aquí el año pasado con pretensiones de descubrir una mina de oro?
Pretoria asintió. Aún no había tenido tiempo de olvidarse del joven en cuestión. Su arrogancia, su aire de superioridad, su infantilidad, habían quedado impresos en la mente de Smith. Después de una epidemia que había matado diez bueyes en una semana, era lo más interesante.
—Bien. ¿Qué le pasa al elegante Lance? —preguntó Pretoria Smith—. Para ser un hombre de tus años, me parece que hablas demasiado.
—Se trata de él —afirmó Salomón.
Pretoria Smith se echó a reír, y tiró la ceniza de su pipa.
—Pero ¿qué le pasa?
—Ya sabes que ella le quiere —dijo el viejo Salomón—. Me he enterado, no por lo que ella dice, sino por lo que su madre me ha escrito… Yo les mando cuatro mil libras al año, Smith. En la última carta de Maud se habla de él, un chico muy valiente…, peligros…, terrible viaje a través del desierto, y cosas por el estilo.
—Llegó en el tren de lujo de Bulawayo y tomó té con fresas. Yo le traje de la estación en el nuevo limousine. Confieso —añadió Pretoria Smith— que no le ayudé a acostarse. Pero, de todos modos, ya debe de estar otra vez en su casa.
Salomón había tenido una idea…, una idea maravillosa. Pretoria Smith conocía los síntomas.
—Pretoria —dijo, de repente—, tú y yo hemos sido buenos compañeros. Jamás olvidé lo que hiciste por mí aquel día en el manantial.
—Tonterías —repuso el otro—. Si no lo hubiese hecho, habría sido un criminal.
—Hemos sido buenos compañeros —continuó Salomón; y comprendió Pretoria Smith que aquello era el fundamento de todo lo que viniera después—. Tú y yo somos ricos, Pretoria. A mí aún me queda un invierno, lo más dos, que vivir, si ese doctor de Kimberley no era un embustero, y no debía de serlo después de todo el dinero que me costó traerlo aquí. He estado pensando en lo que sucederá con mi dinero cuando yo haya muerto.
—Viejo loco —repuso el otro, cogiéndole cariñosamente por un hombro—. Debías pensar en lo que te sucederá a ti cuando te mueras.
—De mí no hay que preocuparse. No, se trata del dinero. Puedo dejártelo a ti o al hospital de Kimberley… Pero no pienso hacerlo. Tú tienes cerca de un millón de libras. Y ahora llega lo más importante. ¿Te has casado?
Nunca había hecho esta pregunta a su socio, y se estremeció al ver fruncir las cejas de Pretoria.
—No —repuso éste—. Nunca me han interesado gran cosa las mujeres. Llevo mucho tiempo queriendo decirte que mi nombre no es Smith.
—Es tan raro, que pensé que podría serlo —repuso Salomón—. ¿Supongo que habrás vivido en Pretoria algún tiempo?
El otro asintió.
—Pero ¿cuál es tu idea? —preguntó.
Stedman masticó un terrón de azúcar que había cogido, y miró hacia la ventana.
—Ve a Inglaterra y cásate con Marjorie —dijo.
Hubo un silencio mortal en el despacho.
—¡Pedazo de bruto! —exclamó Pretoria, sorprendido—. ¿Y qué hago con Lance?, ¿matarlo?
—¡Lance!
Había tal desprecio en la voz de Salomón, que Pretoria sonrió.
—Aún queda otro punto —dijo Pretoria, a quien no disgustaba tratar de aquel asunto, por su originalidad y seducción—. ¿Y Marjorie?
Stedman se detuvo algo antes de contestar.
—Marjorie accederá —repuso—. Hará lo que sea por darme gusto. Voy a escribirle.
Pretoria Smith se había sentado sobre un taburete, y miraba seriamente al viejo.
—Creí que ibas a decir que lo haría por mi físico, mi juventud y otras cualidades atractivas.
—Tu no tienes mala facha —protestó el otro.
—Soy demasiado viejo para llamarte tío —repuso Pretoria Smith, decidido.
—No, tienes más de treinta años…, no muchos más. No des la lata, Pretoria. Yo quiero que sea así…, y basta. Se me ha metido en la cabeza que para esto es para lo que yo he hecho mi dinero. Si no ocurrieran las cosas así, me iría de este mundo con la impresión de que las dejaba a medio hacer.
—Pero, Salomón —replicó el otro—, ¿hablas en serio? La muchacha se echaría a reír si te oyera. A mí no me importa un comino casarme o no. Le daría a ella la granja y los bosques de más allá y no la molestaría jamás.
—No es esa mi idea —Salomón volvió los ojos hacia su socio—. Quiero que perpetúes… mi raza. Y nada más. Tienes que tener hijos.
—Salomón, estás poniéndote algo pesado. Hablemos ahora del pozo número tres, que se ha hundido, como yo te decía…
—¡Que se vaya a paseo el pozo número tres, y el uno, el dos, el cinco y el seis! —añadió Salomón, para ser imparcial—. ¿Quieres ir a Inglaterra para hablar con Marjorie y hacerle esa pregunta? Si ella dice que no, tú has cumplido, Smith. No puedo dejarla que se case con ese chico tan idiota.
Pretoria llenó de nuevo la pipa, la encendió, y durante algún tiempo se acarició el fino pelo de su barba rubia.
—Esta bien —dijo, resignado—; pero hubiera preferido que se te hubiese ocurrido construir un orfanato.
—La salvarás de las manos de Lance —dijo Salomón—. Se me olvidaba eso.
—Casi vale la pena hacer el viaje —contestó Pretoria—. Y, además, quizá salve a Lance de manos de ella.
—¡Que es mi sobrina! —exclamó Salomón.
—Por eso lo digo —afirmó el otro—. Y a propósito —ya iba a salir de la oficina—, ¿dónde vive tu incomparable sobrina?
—En Tynewood.
—¡Gran Dios! —exclamó Pretoria Smith; y se puso pálido.
Se sentó en la silla que tenía más cerca; y Salomón le miró, inquieto.
—Me has dado tu palabra, Pretoria —dijo, y el otro asintió.
Después de todo, en Tynewood no conocían a Pretoria Smith.