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EN EL ÁFRICA DEL SUR

Hubo una discusión al lado del manantial situado en el límite del desierto de Kalahari, entre Wilhelm el Fingo y Jan, el pastor mestizo, referente a un tal Salomón Stedman, que yacía moribundo, con los labios azulados, a unos pasos del agua que podría salvarle.

La discusión se sostenía en ese dialecto holandés hablado por cocineras y campesinos.

—Creo que el baas morirá al anochecer —dijo Wilhelm—, y entonces llevaremos sus cosas al magistrado de Vrykloof, quedándonos con el dinero. Nos apoderaremos de la mina que ha encontrado y seremos ricos. Luego yo me iré a T’simo y compraré aguardiente y mujeres.

—Eres idiota —replicó el calculador Jan—, porque aquí no se permite a los indígenas poseer minas. Le dejaremos que muera y nos llevaremos el dinero.

Todo esto lo oía Salomón Stedman, con los ojos brillantes fijos en sus desleales criados.

—No soy idiota —dijo el Fingo—, y te advierto que soy cristiano y sé escribir mi nombre. Conozco a un pobre blanco de Mafekin que hará la solicitud por mí. Vivé con una mujer de Matabele, a quien yo he conocido.

En esta discusión intervino Pretoria Smith. Sabía la situación del manantial, porque había hecho expediciones antes por aquel país. Llevaba barba de una semana y desde hacía seis meses estaba cansado de la vida. Las arenas del desierto se le habían introducido en la garganta y acarreaba un paquete pesado, pero no tanto como su corazón, porque continuamente soñaba con aquel muchacho muerto y tendido a sus pies en el amplio vestíbulo de Tynewood Chase.

En el cinturón, en una funda de dos pulgadas, guardaba un arma mortífera, cuya cañón brillaba.

Se quedó durante un momento mirando al grupo, y luego se fijó en el moribundo.

—¿Dejáis al baas ahí tendido mientras se muere de sed? —preguntó.

La voz ronca se debía al paseo de diez millas a través de uña tierra en que solo hay sal y arbustos de wacht ein bitfe.

Jan era un mestizo, y, por tanto, cobarde. Wilhelm había nacido entre los de Fingo y tenía el alma de un esclavo. Ambos previeron que iban a ocurrir cosas desagradables; y trataron de evitarlas.

Búas —dijo Wilhelm—, este hombre ha encontrado una mina de oro que se puede extraer con un cuchillo. Si muere, podemos…

El revólver salió entonces; y, lanzando un grito a coro, los dos levantaron a Salomón Stedman y le colocaron al lado del agua, dándole la vuelta para que llegara hasta sus labios resecos el líquido.

Pasaron dos horas antes que Salomón recobrara su energía y pudiera hablar; y entonces empleó los primeros minutos en maldecir a todos los mestizos, Kaffirs y otros aborígenes del África del Sur.

Pretoria Smith, que había encendido fuego y estaba preparando algo de comida, rió suavemente.

—Si no hubiera sido por ti, chico —dijo el viejo—, estaría ahora muerto, y la mina Stedman habría sido explotada por otro buscador… Tú no lo eres, ¿verdad? —añadió, con desconfianza.

—Todos somos buscadores de algo —respondió Pretoria Smith—. Si se refiere usted al oro, puede tranquilizarse. No lo soy.

El viejo le miró fijamente.

—No, no eres buscador. Eres un caballero. Pero tampoco un novato aquí, lo juraría.

—Es verdad —replicó el otro, abriendo una lata de verduras y vaciando el contenido en el bote que le servía de plato—. Llevo cazando y andando por este país desde que tenía diecisiete años. Realmente, desde que salí de Eton.

Pretoria Smith no solía estar nunca tan comunicativo; pero el viejo sabía el modo de que se le hicieran confidencias.

—Estuve en el África Occidental y Oriental alemana durante la guerra —prosiguió Smith—. No he pasado, desde que era niño, más de seis meses fuera de aquí de una vez.

—¿Adonde vas ahora? —preguntó el otro.

Pretoria Smith se encogió de hombros.

—A cualquier sitio, con tal que signifique un cambio —dijo, vagamente.

El viejo estuvo muy pensativo durante toda la comida, y se sentó al lado del fuego, fumando su pipa y mirando las llamas. De repente arrojó al suelo las cenizas, y dijo:

—¿Quieres hacer tu fortuna?

Pretoria Smith, que estaba sumido en sus pensamientos, le miró fijamente.

—¿Qué dice usted? —preguntó.

—Sencillamente —replicó el otro, con calma—, que he encontrado la mina de Kalahari.

—¡Qué va! —replicó Pretoria Smith—. Para mí, ésa es una de las leyendas de África. La gente dice que hay una mina en el desierto de Kalahari y no se ha encontrado jamás.

—Yo he dado con ella —repuso Salomón Stedman, triunfalmente—. ¿Qué dices a eso?

—¿A qué?

—Vente conmigo. Necesito un hombre joven, y te debo algo por lo que has hecho hoy.

—No sea usted tonto —replicó Pretoria Smith, amablemente—. ¿Quién no hubiera dado agua a un hombre que se moría de sed? No necesito alabanzas por eso ni quiero dinero. Tengo bastante para lo que me hace falta.

Salomón Stedman le miró.

—Eres el primer hombre que yo he encontrado que no busque dinero —afirmó, sonriendo—. Bien; esta mina no va a ser tan fácil de explotar; si no, no te ofrecería una parte. Hay que demostrar su existencia y hacer los primeros trabajos, lo que representa un año de tarea. Luego necesitaré alguna cantidad para sacarla adelante, y eso también representa tiempo.

Pretoria Smith se frotó la mejilla sin afeitar.

—El trabajo me atrae más que la riqueza —dijo, y Salomón entendió esto como una aceptación de su oferta.

Habló luego el viejo de su vida y de sus esfuerzos, aunque Pretoria Smith no había dado ninguna noticia referente a sí mismo.

—Mira —dijo Salomón—: si consigo explotar esta mina, no tengo a nadie a quien dejársela. Hay una chica en Inglaterra, hija de mi hermano… Un poco alocado era el tal Fred, que es el único pariente que me queda en el mundo. Se llama Minnie…, no; Margarita…, tampoco —se metió la mano en el bolsillo, sacó un paquete de cartas y se fijó en una—. Marjorie, eso es —añadió, poniéndose unos lentes—. Muy buena chica. Me escribe desde que era niña.

—¿De veras? —dijo, cortésmente, Pretoria Smith.

No le interesaban los parientes de Salomón, y le parecía más divertido fijarse en la absurda figura de aquel hombre con su rudo atavío y con lentes.

—Es una señorita muy educada —afirmó Salomón Stedman—. Mi hermano Fred también era muy distinguido, aunque nunca reunió lo bastante para salir de pobre; y gastaba el diez por ciento más de lo que ganaba. ¿Has oído hablar alguna vez en Inglaterra de los Stedman?

—No lo recuerdo —replicó Pretoria Smith—. Claro que yo en Inglaterra conozco poca gente, así como también poca gente me conoce a mí.

—Yo he estado manteniendo a su madre durante años —exclamó el viejo complacido—. Solo unas libras al mes para ayudarles. Ya comprenderás. Últimamente les pude enviar más, y si esto de la mina se realiza…

Movió la cabeza ante lo magnífico del negocio.

Salomón Stedman no había exagerado las dificultades de la empresa. Durante seis meses, bajo un sol abrasador, los dos hombres trabajaron abriendo fosos en la arena, examinando cuarzo que a menudo había de ser transportado veinte millas más allá, para que lo lavaran; en aquellos meses, Pretoria Smith consiguió olvidar varias cosas desagradables. La mina fue reclamada, llegaron peritos de Johannesburg, altos empleados de El Cabo; se solicitaron y pagaron licencias; y doce meses después del encuentro de los dos hombres, el primer molino funcionaba, estruendosamente, en el mismo lugar en que Salomón Stedman había recobrado el conocimiento.

Durante aquel tiempo la amistad entre aquellos hombres había aumentado, y aunque Salomón, que se enorgullecía de su habilidad en descubrir cosas, no había conseguido saber nada de su socio, el mutismo de Pretoria Smith más bien apretaba que aflojaba el vínculo entre ellos. Por fin, la primera trituradora se multiplicó, y la pequeña aldea de Stedmanville surgió. Una enorme central hidráulica y la instalación de la energía eléctrica habían recabado toda la atención de Pretoria Smith, y comenzó a sentirse tan orgulloso como el viejo de aquella gran obra.

Habían pasado dos años, cuando el viejo se detuvo con su socio al lado de un pozo.

—¿Te acuerdas de aquella cuñada mía? —dijo. Había llegado a esa edad en que se repiten una y mil veces las mismas cosas, y no era probable que Pretoria Smith hubiese olvidado a aquella señora a quien Salomón siempre describía como una mujer inútil—. Bueno, pues parece que nos va a mandar aquí a un sobrino.

—¡Vaya! —exclamó Pretoria Smith—. ¿Y desde dónde lo manda?

—Desde Inglaterra, por supuesto —contestó Salomón—. Llegará aquí la semana que viene. Según mi cuñada, hay ciertas relaciones entre este chico y Lily… Margarita…

—Marjorie —sugirió Pretoria Smith—. ¡Qué olvidadizo eres!

—¿De veras? Bueno; el caso es que este hombre y mi sobrina se han enamorado.

—¡Salomón! ¡Qué hombre más vulgar eres! ¿Y por qué no se iban a enamorar? Es cosa propia de jóvenes. Nosotros, los viejos, no los comprendemos.

—¡Viejos! —exclamó Salomón—. ¡Qué, si tú eres un niño! Se llama —añadió, consultando una carta— Lance Kelman.

—Muy bonito nombre —afirmó Smith, dando un golpecito en el hombro de su amigo—. ¿Qué, quieres que vaya a buscar a ese caballero en el Ford de la casa, o prefieres que venga andando?

Salomón, por lo visto, había pensado que su socio fuera a Kimberley a recoger al recién llegado; pero Pretoria Smith se opuso; y no se arrepintió cuando míster Lance Kelman se apeó, en unión de media docena de grandes baúles, del correo de Bulawayo una mañana de primavera. El viajero se quedó mirando, desconsolado, el aburrido paisaje.

Era un joven muy bien vestido, con el traje que él juzgaba adecuado para ir a una tierra salvaje. Sus pantalones cerrados mostraban una factura magnífica; llevaba una camisa de seda blanca impecable, y una americana ajustada a la cintura. La única persona que había en el andén cuando llegó era Pretoria Smith, quien se fijó, sorprendido, en la abundancia del equipaje. Lance Kelman se dio cuenta de su presencia, y le llamó.

—Oiga —dijo en voz alta—: ¿cómo podré ir a la mina de míster Salomón Stedman? Yo soy su sobrino.

—Puede usted ir allá en mi humilde automóvil —repuso Pretoria Smith—, y mandaré un vagón de ganado por su equipaje.

—¡Ah! ¿Ha venido usted a buscarme? —dijo míster Lance Kelman, con aire protector—. Bien; pues dígale a estos hombres lo que tienen que hacer con los baúles hasta que venga ese vagón. Claro que algo tendré que llevar conmigo.

—Para el tocador habrá sitio —dijo, irónicamente, Pretoria Smith, mientras cogía una maleta muy brillante y se dirigía al automóvil—. Esta noche tendrá usted todo lo demás.

El recién llegado miró a Smith con desconfianza.

—Soy el sobrino de míster Salomón —repitió, con énfasis.

—Ya lo dijo usted antes —replicó, fríamente, Pretoria Smith—. ¿Quiere eso decir que es mejor que vaya usted también en el vagón de ganado?

—No se insolente, amigo —exclamó Lance Kelman, y Smith sonrió.

El viaje a la mina transcurrió en un digno silencio, al menos por lo que tocaba a Lance Kelman. Ni siquiera cuando le fue presentado Pretoria Smith como socio del viejo cambió de actitud.

—Bien, ¿y qué opinas de mi sobrino? —preguntó Salomón cuando el joven se hubo retirado a la celda de hierro galvanizado que iba a ser su cuarto mientras estuviera allí.

—Tiene muy buena pinta —replicó, con cautela. Pretoria Smith—. ¿De modo que éste es el prometido de tu sobrina?

—Bueno; no sé si están realmente prometidos —repuso Salomón, vacilante—. ¿A ti te agrada?

—Después de un ataque de paperas, es la cosa más divertida que he conocido —contestó Pretoria Smith.