EL MISTERIO
Un segundo después el doctor Fordham sacó a la joven de la habitación medio a rastras.
—Tiene un coche fuera, ¿no? —dijo.
—Sí… Pero ¿qué pasa? —balbució ella.
Él, sin contestar, abrió la puerta de la calle, salió con la joven en medio de la noche tempestuosa y cerró el portal tras sí. Dio al chofer unas señas, que Marjorie no pudo oír.
—Entre —dijo, impaciente.
—¿Qué ha pasado? —repitió ella—. ¿Va usted a buscar a la Policía?
El doctor tampoco contestó a aquello. Cruzaron de nuevo el pueblo; y solo cuando hubieron llegado al final habló él:
—Señorita —dijo—, vuelva usted al despacho de míster Vanee y hasta que no le vea, no hable de esto con ninguna alma viviente. ¿Me comprende?
La joven estaba aterrada, y sus labios temblaron cuando repuso:
—No.
—Yo llamaré a míster Vanee por teléfono. Estará en su oficina, según decía en la carta.
—¿Ha muerto sir James?
—Espero que no —replicó, lacónicamente, el doctor; y con estas palabras se marchó.
Marjorie se sorprendió al ver a míster Vanee esperando en el anden cuando llegó el tren a Paddington. Como había ido sumida en sus pensamientos, el viaje se le había hecho cortísimo, y hasta que no llegó a Londres no se dio cuenta del hambre que le aquejaba.
—Me ha dicho el doctor que no ha cenado usted —exclamó Vanee—. La llevaré a comer y luego hablaremos.
—¿Ha hablado usted con el doctor Fordham?
Él asintió.
—¿Es que sir James…?
—Mire, no hablemos hasta que no se haya alimentado usted —repuso Vanee en tono de buen humor, que estaba muy lejos de sentir—. La llevaré a mi casa de Grosvenor Place.
Hasta que la joven no hubo terminado de comer y de beber medio vaso de oporto, no habló Vanee de sir James Tynewood ni de la tragedia que había ocurrido.
—En primer lugar, he de tranquilizarla a usted. Sir James no ha muerto.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la joven, lanzando un suspiro de alivio—. Temía…
—No fue más que una herida superficial y ya ha recobrado el conocimiento. Realmente —añadió el abogado de modo significativo— está bastante bien para poder marcharse al extranjero mañana.
La joven le miró.
—¿Que sir James se va al extranjero?
Vanee asintió.
—¿Y su mujer con él?
—No —repuso Vanee.
—Pues… no comprendo.
—Hay muchas cosas en este asunto que no podrá usted comprender, por ahora —dijo Vanee—. Pero debe usted creerme. Mañana por la tarde se marcha en el vapor correo Carlsbrooke Castle.
La joven movió la cabeza.
—Temo no tener mucha aptitud para resolver misterios —dijo, y luego preguntó—: ¿Dónde está míster Smith, de Pretoria? ¿Se marcha también?
El abogado se quitó el cigarro de la boca, y miró a Marjorie.
—Míster Smith. de Pretoria, acompaña a sir James —repuso con calma—. Y ahora voy a mandarla a usted a su casa en mi auto.
Si Marjorie Stedman había estado poco comunicativa por la mañana, por la noche parecía una esfinge; y la señora Stedman, con mucha curiosidad por saber por qué su hija había estado fuera hasta tan tarde, tuvo que abandonar sus pesquisas, exasperada.
El misterio del suceso de Tynewood Chase aún se hizo más oscuro para la joven. Fue a la oficina el lunes, como de costumbre, y notó que míster Vanee parecía haber olvidado todo lo ocurrido el sábado. Después de la parte que había representado en el extraño drama de Tynewood, Marjorie encontró la rutina de su empleo más monótona y aburrida. No vio mucho al abogado. Éste tenía un timbre en su mesa; y la llamaba cuando tenía necesidad de ella.
Debido a la naturaleza de las ocupaciones, míster Vanee no quería ser interrumpido; y cualquier pregunta que se le quisiera hacer o cualquier asunto que hubiera que arreglar, había de ser precedido de una llamada telefónica, para saber si estaba libre.
Pero Vanee tenía la costumbre de tocar el timbre, distraídamente, cuando no necesitaba a la joven. Casi todos los días oprimía el botón; y cuando acudía Marjorie veía que no había habido intención de llamarla. La tarde del lunes, cuando ella se preparaba para marcharse, el timbre sonó. La joven cogió papel y lápiz y abrió la puerta que comunicaba con el despacho de Vanee.
Al otro lado de la mesa estaba sentado un hombre, en quien reconoció inmediatamente al doctor Fordham; y se detuvo bruscamente, comprendiendo que el timbre lo había tocado el abogado, en uno de sus momentos de descuido. Ni Fordham ni Vanee la vieron, porque estaban distraídos en la conversación que sostenían, y cuando Marjorie se marchaba dijo el abogado.
—¡De modo que ha muerto! ¡Pobre chico, pobre chico!
—Desde luego —afirmó Fordham—. Creí haberle dicho por teléfono que no había esperanza alguna de curación.
La joven volvió rápidamente a su despacho, cerró suavemente la puerta y se detuvo, con la mano apoyada en el pestillo.
¡Muerto! ¡Sir James Tynewood había muerto! ¿Por qué había mentido el abogado? ¿Y qué mano había quitado la vida al esposo de Alma Trebizond?