4

LO QUE SUCEDIÓ EN TYNEWOOD CHASE

Ante la sugerencia de Vanee, la joven se quedó hasta bastante tarde en la oficina. No tenía nada que hacer; pero Marjorie suponía que más pronto o más tarde harían falta sus servicios, y en esto no se equivocaba. A las cinco sonó el timbre; y la joven entró en el despacho de míster Vanee. El abogado estaba cerrando un gran sobre donde se guardaba, indudablemente, todo lo que había estado escribiendo por la tarde. Selló el sobre y mojó la pluma en el tintero para poner la dirección; se detuvo vacilante:

—¡Hum! —dijo—. ¡Esto sí que es fuerte!

Luego escribió un nombre:

«Sir James Tynewood, Bart», leyó ella por encima del hombro de Vanee, y una sensación de desaliento la invadió, porque comprendía que tenía que llevar aquella carta y aún no había olvidado la aventura de la noche anterior.

Con gran sorpresa suya, Vanee cogió de la escribanía un sobre aún mayor y guardó dentro de él el primero. Esta vez escribió un nombre desconocido para la joven: «Dr. Fordham, Tynewood Chase, Tynewood».

El abogado se sumió por un instante en profunda meditación y luego alzó los ojos, sonriendo.

—Miss Stedman —dijo—; necesito que haga usted una excursión. ¿Conoce usted Tynewood?

Ella asintió.

—Está en Droitshire —explicó él—. Puede usted tomar en Paddington un tren que sale a las cinco cuarenta y cinco y estar allí antes de las ocho. La estación más cercana se halla a tres millas de Tynewood Chase, pero yo telegrafiaré a la fonda del León Rojo que manden un coche… Supongo que este moderno establecimiento tendrá ahora autos de alquiler —añadió sonriendo—. De todos modos, no le será difícil llegar a Chase y estar de vuelta a las once. Un tren sale de Junction a las nueve. Tiene usted que dejar este sobre en manos del doctor Fordham.

Marjorie asintió.

—Quiero decirle otra cosa, miss Stedman —añadió Vanee, con cierta vacilación—: en el tiempo que lleva usted siendo mi secretaria ha conocido asuntos muy importantes y yo sé que a usted se le pueden confiar, pero el secreto de sir James Tynewood es más importante que ningún otro. Lo único que espero es que usted no hará ningún descubrimiento sin saberlo yo. Si no fuera así, le ruego que todo lo que vea y oiga esta noche, como todo lo que ha visto y oído ya, sea considerado por usted como algo inviolable y sagrado…

—Desde luego, míster Vanee —dijo ella—. Pero…

—Pero ¿qué? —se apresuró a preguntar el abogado.

—¡Oh, no tiene nada que ver con este asunto! —replicó la joven—. Quisiera saber si podría enviar un recado a mamá diciéndole que no volveré hasta muy tarde. Me esperaba a las dos.

—Enviaré un chico… Pero ¿por qué no telegrafiar?

Marjorie se echó a reír.

—Un telegrama siempre asusta a mamá —dijo.

No añadió que el carácter de su madre era tan exaltado, que esperaba que ocurriera un milagro cada vez que llamaban a la puerta; y se disgustaba mucho cuando la realidad no correspondía a sus rosadas esperanzas.

El viaje a Dilmot Junction parecía inacabable, aunque Marjorie se había provisto de libros y periódicos. Cuando llegó al término, la joven saltó alegre al andén de la estación, empapado por el agua de la lluvia. Indudablemente, míster Vanee había telegrafiado, porque allí estaba aguardándola un viejo y estrepitoso automóvil.

Afortunadamente, era un coche cerrado, porque llovía copiosamente. Mientras el anticuado vehículo cruzaba renqueando las calles oscuras, pensó la joven que al cabo de un mes ella iría a vivir a pocas millas de aquel sitio. A pesar de la poca aptitud del auto para subir cuestas y de la alarmante velocidad con que las bajaba, iban a buena marcha, y por fin desembocaron en la calle principal del pueblo. Marjorie vio las ventanas azotadas por el agua, se fijó en una docena de tiendas y luego el coche volvió a sumirse de nuevo en la oscuridad.

«Esto debe de ser Tynewood», pensó, y no se equivocaba.

De repente, el auto se detuvo y bajando el cristal de la ventanilla, vio la joven una verja alta de hierro, a la que, después de varios furiosos bocinazos, se acercó una negra silueta completamente envuelta en un impermeable.

—¿Qué pasa? —gritó—. ¡No puedo dejarla pasar a usted al parque!

Marjorie se asomó por la ventanilla.

—Vengo de parte de míster Vanee, el abogado, y traigo una carta importante para el doctor Fordham —dijo.

Sin más conversación, se abrió la verja. El auto se internó por una larga avenida bordeada de altos árboles, y se detuvo de nuevo.

La joven miró afuera. El edificio estaba envuelto en la oscuridad y se veía algo de luz por el montante semicircular colocado encima de la puerta. Salió del coche Marjorie, diciendo al chofer que esperara, y tuvo que valerse de una de las luces del vehículo para dar con la campanilla. El sonido de ésta llegó débilmente, pero transcurrió un largo rato antes de que nadie fuese a abrir. Por fin oyó pasos rápidos sobre el suelo de piedra del vestíbulo, hubo un chirrido de cadenas, un crujido de la puerta y se abrió una rendija.

La joven no conocía al hombre que apareció frente a ella.

—¿Qué pasa? —preguntó él, bruscamente.

—Vengo de parte de míster Vanee —dijo Marjorie Stedman—. Traigo una carta importante para el doctor Fordham.

—Soy yo —repuso el otro—. Haga el favor de pasar.

La puerta se cerró tras la joven, y el doctor cogió la carta.

—Siéntese un momento, tenga la bondad —dijo, y la joven se acomodó en una de las grandes sillas de roble que había en el otro extremo del vestíbulo.

—Es para sir James —dijo él, cuando hubo abierto el primer sobre—. Un momento.

Iba a salir, cuando de pronto se volvió.

—¿No le importaría a usted esperar aquí? No es un sitio muy agradable, pero, por ahora, siento no poder proporcionarle nada mejor. Espero que haya usted cenado, porque aquí no nos es posible darle nada. No hay ningún criado en la casa.

Marjorie no había cenado y comenzaba ya a sentir hambre; pero movió la cabeza, sonriendo.

—No importa; no tengo apetito —dijo, fingiendo.

—¿No se marchará usted de aquí? —volvió a preguntar el otro.

—Claro que no —repuso la joven, algo enfadada—. ¿Cómo voy a ir ahora a Junction? Tengo un coche fuera.

—Espere un momento —dijo el doctor Fordham, y apresuradamente salió del vestíbulo, para entrar en una habitación que daba a él.

Cerró la puerta tras sí; pero, por lo visto, no funcionaba el pestillo. Desde donde estaba sentada Marjorie pudo ver cómo la puerta se abría lentamente, y hasta ella llegó con claridad un rumor de voces.

—Estoy arruinado —dijo una voz amargamente; y la joven adivinó que era sir James Tynewood quien hablaba—. ¡Dios mío, qué loco he sido, qué loco!

—Aún puedes enmendarte —replicó otra voz que le pareció conocida a Marjorie—. Te he dado una ocasión de hacerlo y serás idiota si no la aprovechas.

—Pero ¡si no puedo! —gimió la voz de sir James—. ¿Crees que voy a volver a Londres a enfren —tarme con toda esa gente? ¿Crees que puedo decirles…?

Hubo una interrupción, indudablemente del doctor. Marjorie oyó cómo rompían el sobre que ella había llevado. Después de una pausa, rota tan solo por el ruido de las hojas de papel, se oyó una voz:

—¡Imbécil, imbécil!

Nadie contestó durante un segundo.

—¿Qué pasa? —preguntó sir James, en voz baja; y hubo otra pausa.

Marjorie adivinó que la carta había sido entregada al otro, porque no se oyó ni una palabra durante dos minutos. Entonces sonó de nuevo la voz severa:

—Tendré que ajustarte las cuentas…

Se oyó el estampido ensordecedor de un tiro, y la joven se puso en pie, blanca como el papel. Un silencio, y luego la voz dijo:

—¡Dios mío! ¡Le he matado!…

Marjorie corrió a la puerta y la abrió. Sir James Tynewood yacía en el suelo en medio de un charco de sangre, y un hombre inclinado sobre él con un revólver en la mano. Al oír que se abría la puerta, se levantó… ¡Era Pretoria Smith!