PARA ACALLAR A PRETORIA SMITH
Fue Pretoria Smith quien rompió el silencio que siguió a aquella frase.
—Después de haber dicho esa maravilla y haber llamado lo suficiente la atención, debe usted marcharse antes que lo eche —dijo—; y usted con él, amiga mía —añadió, dirigiéndose a lady Tynewood.
Ella temblaba. Murmuró.
—Ha muerto. ¡Es verdad!
Se volvió y cogió a Kelman por un brazo.
—Vamos —dijo, y salieron juntos.
Pretoria Smith, desde la ventana, los vio desaparecer y luego se volvió, riendo.
—Bien, querida suegra —dijo—, ¿qué piensa usted de esto?
Mistress Stedman no sabía qué pensar.
—Es horrible —dijo, comprendiendo que aquello no comprometía a nada.
—¡Horrible! —repitió Pretoria Smith, y ella recobró su dignidad.
—Jamás ha sucedido eso en nuestra familia.
—Es una lástima —repuso Pretoria Smith—. ¡En la nuestra han pasado cosas mucho peores! Dos de mis antepasados fueron ahorcados y a uno le cortaron la cabeza. Así que puede usted decir que esto es herencia.
—¡Horrible, horrible! —mistress Stedman movió la cabeza—. Saldrá en todos los periódicos.
—No me importan los periódicos —dijo Pretoria Smith—, con tal que las revistas mensuales no se ocupen de ello. Pero ahora, en serio, mistress Stedman; no debe usted preocuparse, porque no hay de qué.
—Yo soy amiga íntima de lady Tynewood —dijo mistress Stedman abatida—. Y es para mí muy doloroso…
—Será usted amiga de lady Tynewood toda la vida —contestó amablemente Pretoria Smith—. No se preocupe.
Pero mistress Stedman no estaba dispuesta a consolarse; y subió a su cuarto a coordinar sus pensamientos, según dijo.
—¡Pobre señora! —comentó, sonriendo, Pretoria Smith—. Ya le costará trabajo coordinarlos.
—¿Qué significa esto? —preguntó Marjorie—. ¿Eres tú, realmente, Norman Garrick?
—No, no soy Norman Garrick —repuso él, con calma—, y a veces —añadió sonriendo—, no sé ni quién soy ni dónde estoy —lanzó un suspiro—. Creo que lo mejor será volver en seguida a África.
Precisamente, la posibilidad de su ida a África estaba siendo discutida en aquel momento por un comité de tres, de los que míster Javot formaba parte.
—Debe usted obtener el auto de prisión antes que se escape —dijo Kelman—. ¡Conozco a esa clase de gente! Ya le hemos advertido, y lo primero que sabremos de él es que se ha marchado en un vapor.
—Espere un minuto —dijo Javot—. Aclaremos una cosa. Dice usted que es Norman Garrick, el hermanastro de sir James. ¿Cómo lo descubrió usted?
—Fue algo difícil —contestó Lance Kelman, fijándose, lánguidamente, en lady Tynewood, que no estaba en aquel momento para miradas tiernas—. Fue una inspiración y el saber que estaba ayudando a una querida amiga, rehabilitándola a los ojos del mundo, lo que me hizo trabajar de noche y de día…
—Basta de tonterías —dijo Javot, con calma—, y díganos lo que ha descubierto.
Lance Kelman, turbado, tragó saliva.
—Bueno, pues… me fijé en los viajes del doctor Fordham. Llegó a Londres la semana en que usted se casó con sir James —se dirigía a Alma—. No pude conseguir la lista de pasajeros; pero supe que el doctor había llegado con un hombre que volvió a embarcar dos días después. La noche antes de marcharse, ese hombre se alojó en el Gran Hotel Occidental de Southampton, porque la partida del barco había sido aplazada. Estaba solo y dio el nombre de Norman Garrick. Está escrito en el libro de viajeros.
—¿Y eso fue dos días después de mi boda? —dijo Alma.
—Yo no lo juraría con tal exactitud —repuso Kelman—; pero una diferencia de uno o dos días no importa nada. El caso es que dio en el hotel el nombre de Norman Garrick; y la noche que desembarcó alquiló un auto que le llevó a Tynewood Chase. Me he enterado de esto por los del garaje. Esto era lo que sabía, hasta que se me ocurrió ir a hablar con mistress Smith, el ama de llaves del doctor Fordham. Usted recordará, Javot, que yo vine aquí y usted me dijo que lady Tynewood había visto a esa mujer.
Javot asintió.
—Pues yo seguí mis pesquisas de un modo diferente al de Alma —dijo con cierto tono de superioridad en su voz—. No pedí documentos, sino que, yendo al fondo de la cuestión, le pregunté si sabía algo de lo ocurrido hacía cuatro años, y ella me contestó…–se detuvo —que un hombre había sido asesinado en Chase.
—¿Cómo lo sabía? —se apresuró a preguntar Alma.
—Recordaba que el doctor había ido en taxi a la casa para coger vendas y algodón, y que parecía muy agitado. Le contó que estaba herido un señor; pero cuando volvió, repuso que había sido un lapsus suyo, que lo que quiso decir era que había muerto de repente el hermano de sir James. Ella no sabía ni que estuviese enfermo ese hermano. No había criados en Tynewood Chase, excepto el portero de la verja, porque no vivía nadie allí; sir James iba pocas veces.
—Todo eso parece verdad —dijo, pensativamente, Javot—. Pero ¿qué es esa tontería de un auto de prisión contra Garrick, o como se llame?
—Pues —repuso Kelman, algo defraudado— supongo que le detendrán cuando Alma dé parte a la Policía.
—Nada de detenerle —dijo Javot, anticipándose a la contestación de Alma—. ¿Y qué dijo de la iglesia de San Giles?
Lady Tynewood repitió las palabras de Pretoria Smith, y Javot inclinó la cabeza.
—Mira en tu estuche de joyas —dijo con aire significativo—, quizá encuentres que falta algo.
Ella subió y volvió al cuarto de hora con el rostro descompuesto.
—¡Lo tiene él! —dijo Javot sombríamente—. Creo que estás en una posición tan peligrosa como Pretoria Smith. Y realmente aún apostaría yo por él, porque ahora comienzo a comprender toda la verdad.
Luego miró al asombrado Lance Kelman y añadió:
—Vuelva usted esta noche. Ahora quería discutir unos asuntos particulares con lady Tynewood.
—¡Oh! Si molesto —repuso Lance, levantándose—, me marcharé.
—Sí, váyase —contestó el otro, con calma—. No olvide que cenamos a las siete y media.
Lance esperó a que lady Tynewood le ayudara; pero como no fue así, se marchó, sintiéndose muy ofendido, y con razón.
—Ahora, Alma —dijo Javot, cuando el otro se hubo ido—, creo que debemos examinar la situación sin hacernos ilusiones.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, aunque bien lo sabía.
—Quiero decir que Pretoria Smith se ha llevado tu partida de matrimonio —dijo Javot—, y, desgraciadamente, no es la de sir James Tynewood, porque de ésa, mediante unos pocos chelines, podríamos obtener una copia, sino que es la partida de un matrimonio que se celebró en la iglesia de San Giles, en Camberwell, entre un tal August Javot y una Alma Trebizond Jones…, y de dónde sacaste el Trebizond solo Dios lo sabe, a menos que tu padre fuese armenio.
Ella se humedeció los labios.
—No se atreverá a acusarme de bigamia —dijo—. Le tenemos cogido.
Javot movió la cabeza.
—Querida esposa —repuso—, créeme: esa clase de hombres es muy difícil de coger. Lo mejor que puedes hacer es ir mañana a verle y tener una franca conversación con él.
—¡Hablarle! —exclamó Alma—. ¿Crees que estoy loca?
—Estarás loca si no lo haces —dijo él—. Por mi parte, a mí me encanta este sitio, y sentiré dejarlo; pero él nos ha pescado a los… o a ti, mejor dicho, porque yo no he cometido ningún delito, a no ser que sea delito perdonar tu bigamia.
—No lo haré —replicó ella, pero con más tranquilidad de la que Javot esperaba—. Déjame pensar. Aquí se ventilan para mí cosas más importantes que para ti.
Alma meditó durante toda la noche, y por la mañana, con gran sorpresa de August, bajó temprano a desayunarse.
—Pronto te has levantado.
—Voy a cazar conejos —dijo ella.
—¿Qué te han hecho los conejos? —preguntó Javot, rompiendo la cáscara de un huevo.
—Necesito distraerme —repuso Alma—, y tengo ganas de matar.
—Buena suerte —dijo amablemente Javot.
Lady Tynewood, dejando el camino principal, tomó un sendero que cruzaba el campo y llegó a un recodo que formaba el límite de la finca de mistress Stedman.
A la sombra de un corpulento tejo, en donde estaba sentado fumando la pipa, la vio Pretoria Smith. Observó que dejaba la escopeta que llevaba apoyada contra la pared antes de entrar en la casa.
Diez minutos más tarde él fue allí y encontró contentísima a mistress Stedman, porque Alma había venido muy amable. Alma se volvió hacia Pretoria Smith cuando éste entró y se adelantó hacia él, extendiendo una mano y sonriendo:
—Siento haberme portado tan mal ayer —dijo—. Espero que usted me perdonará.
Él hizo como que no veía la mano; pero sonrió.
—Yo también le debo excusas —dijo, con animación; y Marjorie, que comprendió la comedia, se estremeció.
No podía adivinar lo que aquello significaba, porque su marido estaba tan alegre como Alma; bromeó con ella y habló diplomáticamente de su profesión de actriz y de su afición a las situaciones dramáticas. Cuando salieron al jardín, lady Tynewood cogió su escopeta.
—¿Para qué esa arma mortífera? —preguntó Pretoria Smith.
—Para los conejos —respondió lacónicamente Alma Tynewood—. Son un estorbo. Entran en el jardín y destruyen todo.
Entonces vio Marjorie algo que la horrorizó. Lady Tynewood sostenía la escopeta con tal descuido, que apuntaban los dos cañones al corazón de Pretoria Smith.
Si él lo vio, al menos no hizo ningún movimiento.
—No me gustan los conejos —dijo lady Tynewood; y apretó ambos gatillos.
Se oyó un doble chasquido y Alma bajó la escopeta aterrada. Pretoria Smith vio su rostro descompuesto; y sonrió.
—Me tomé la libertad de quitar los cartuchos antes de entrar en el gabinete, lady Tynewood —dijo suavemente—. No me gusta ver escopetas cargadas.
—Ha sido un accidente —exclamó ella.
—Desde luego —Pretoria Smith seguía sonriendo—. Y en este momento simpatizo con usted, porque está en un gran apuro, Alma Javot.
Los labios de ella temblaban. No podía evitarlo.
—No mayor que el de usted —dijo, al fin, en voz baja.
—Consúltelo con Javot —repuso Pretoria Smith; y dio la vuelta.
Marjorie le siguió al gabinete.
—Quiso matarte —dijo, agitada—. Vino aquí para eso.
—¡Oh, no! —repuso Pretoria Smith, dándole un suave golpecito en el hombro—. Te asustas sin necesidad. Cada vez te pareces más a tu madre.
—Dices eso para que me tranquilice —replicó ella—; pero es verdad, ¿no?
Él asintió.
—Creo que sí. ¡Pobre mujer! —dijo—. La traté mal, pero sin odio ni malicia. ¡Piensa en la tentación que era para ella! —añadió—. No hablo de la tentación de matarme, sino de la de casarse con aquel pobre chico.
—La has llamado Alma Javot. ¿Por qué?
—Es mujer de Javot; y cuando se casó con… con mi hermano, cometió bigamia —dijo Pretoria Smith.
—Entonces… ¿él era tu hermano?
Smith asintió.
—Estoy dispuesto a seguir pasando una renta a Alma, y creo que debo enviarle rápidamente una nota en este sentido, antes que haga alguna locura.
—¡Pasarle una renta! —exclamó ella—. ¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que yo soy sir James Tynewood —dijo él con calma; y ella vaciló.
Creyendo que iba a desmayarse, él la cogió.
—Voy a sentarme —dijo Marjorie, con voz trémula—. Éste ha sido un día muy agitado.
—No te caerás… ¿verdad? —preguntó él, inquieto.
—No… si tú me sostienes —replicó ella.
El otro se inclinó.
—Si te besara —dijo, con calma—, ¿subiría la sangre a tu cabeza y te levantarías indignada o te desmayarías?
—Tengo curiosidad por saberlo —replicó ella, con voz dulce—. ¿Por qué no pruebas?