LA ACUSACIÓN
Ya conoce usted a lady Tynewood —dijo mistress Stedman, amablemente.
Esta vez Pretoria Smith estrechó la mano que se le ofrecía.
—La conozco, y temo haber estado muy grosero con ella cuando nos vimos por última vez; pero espero que me haya perdonado.
Alma sonrió lo más dulcemente que pudo.
—Me han dicho que estaba usted muy malo, míster Smith —dijo.
—En efecto —repuso el otro; y mistress Stedman, impaciente por soltar la noticia, interrumpió las frases convencionales de sentimiento de Alma.
—¿Sabe usted que entró ayer un ladrón en casa de lady Tynewood?
—¿Un ladrón? —dijo Pretoria Smith—. ¡Eso es emocionante! ¿Le mató usted?
—Desgraciadamente, se escapó —repuso lady Tynewood—. Míster Javot, mi secretario, le persiguió.
—¿Y le pegó un tiro cuando huía? —preguntó Pretoria Smith—. Está bien.
—No, no le disparó —Alma estaba algo irritada—. Le perdió de vista en la oscuridad.
—¿Se llevó algo?
—Nada en absoluto —contestó Alma—. Le interrumpimos en su trabajo. Hemos dado parte a la Policía.
—¿Qué clase de hombre era?
—Muy violento —dijo Alma, con un encogimiento de hombros—. No le vi la cara, porque llevaba una máscara, o, mejor, un pañuelo; pero creo que reconocería su voz en cualquier parte.
Miró fijamente a Pretoria Smith.
—¡En cualquier parte! —repitió.
—Está bien —dijo Pretoria Smith—. ¿Qué cree usted que andaba buscando? ¿Sus joyas?
Lady Tynewood no lo sabía. Solo tenía la sospecha de que el visitante había sido Pretoria Smith: y había discutido esta posibilidad por la mañana con Javot, que se mostró escéptico.
—Puede ser un hombre —dijo con calma— contra el que estoy recogiendo pruebas, que quizá creyera que esas pruebas estaban ya en mi poder.
—En ese caso —replicó, alegremente, Pretoria Smith—, hubiera ido al puesto de Policía, a Scotland Yard o a la iglesia de San Giles, en Camberwell —añadió, desviando la mirada.
Lady Tynewood palideció.
No contestó de momento, y luego se volvió a mistress Stedman.
—Bueno, querida, voy a Correos —dijo—. Quiero certificar esto.
Llevaba en la mano un pequeño paquete fuertemente atado con bramante rojo.
—¿Es el retrato? —preguntó mistress Stedman.
—En efecto —repuso Alma—, es el retrato que me colocará en la posición que tengo derecho a ocupar.
—¡Qué frase más romántica! —dijo Pretoria Smith—. ¿Algún amigo de usted, lady Tynewood?
—Mi marido —dijo la otra; y Pretoria Smith alzó las cejas, con un aire de incredulidad suficiente para irritar a la otra.
Torpemente, rompió la cuerda y los sellos que cerraban el paquete.
—¿Conoce usted a este hombre? —preguntó desafiándole a Pretoria Smith, que durante largo rato miró la fotografía.
Y entonces, antes que Alma Tynewood se diera cuenta de lo que pasaba, se la quitó de las manos y delante de sus mismos ojos la rompió en pedazos. Lanzando un grito de rabia, ella se adelantó; pero Smith, enérgicamente, la hizo retroceder y luego arrojó los restos del retrato a la chimenea.
—Conozco a ese hombre —dijo con calma—; pero no es su esposo, lady Tynewood.
Marjorie había presenciado la escena, atónita. La audacia del hecho, la furia de Alma Tynewood, la fría sonrisa que se dibujaba en los labios de su esposo, todo pasó en un segundo y fue algo inolvidable. Lady Tynewood dio un paso atrás.
—Me las pagarás por esto, Pretoria Smith.
—Pagaré un millón de veces más que usted, aunque merezca usted un castigo un millón de veces mayor —dijo él gravemente; entonces hubo una interrupción dramática.
Se abrió la puerta y entró un joven.
Marjorie no había visto a Lance Kelman desde su boda; y se le quedó mirando, porque parecía que su rostro había cambiado en tan poco tiempo.
—Alma —dijo el recién llegado—, me dijeron que estabas aquí… —se detuvo al darse cuenta de la situación—. ¿Qué pasa? Tienes el retrato, ¿no?
Ella no contestó, y Lance vio entonces a Pretoria Smith.
—A ti te he cogido —dijo, en son de triunfo y señalándole con un dedo acusador—. ¡Tú eres Norman Garrick, hermanastro de sir James Tynewood, a quien asesinaste hace cuatro años!