UNA TAZA DE TÉ
Aquella noche Marjorie durmió muy mal. Quizá fuera pensando en que… Pero no, no podía ser eso. El hecho de que Pretoria Smith volviera a África no podía preocuparla; y, sin embargo, no pudo menos de meditar en la extraña situación en que ella se quedaría cuando él se fuera.
Sería otra lady Tynewood, una esposa sin marido. Una semana antes, aquello la hubiera llenado de felicidad y alegría. Hoy solo vio las desventajas de su situación; y se disgustó algo.
Encendió la luz y trató de leer. Tynewood tenía una central eléctrica propia instalada por uno de los difuntos baronets; y Marjorie había colocado en su cuarto una estufilla, que en las mañanas de frío resultaba una bendición.
Se levantó de la cama, se puso las zapatillas y la bata y llenó una jarra de agua. Pensó hacer una taza de té, y leyó durante un rato.
Se acomodó en el sofá y trató de concentrarse en El caballero de Francia. Pero, a cada minuto, volvía a pensar en su propio problema. Tendría que vivir allí siempre, con su madre, casada solo de nombre, unida a un esposo que no quería verla y que, probablemente, le escribiría cartas corteses, de tarde en tarde, preguntando por su salud.
La perspectiva no era tan seductora como una semana antes, o quince días, mejor dicho.
Marjorie pensó en sugerirle que ella iría también a África. Pensó que el viaje le vendría bien y que le gustaría ver tierras extrañas. Podría alojarse en El Cabo o quizá en Kimberley; y no tendrían necesidad de verse a menudo. Además, ella tenía muchas ganas de hablar con el pariente que la había forzado a hacer aquel casamiento: con el viejo Salomón Stedman.
Marjorie Stedman y Marjorie Smith discutieron mentalmente aquel asunto.
—Querida —decía Marjorie Stedman—, nunca has querido ver al tío Salomón; y cuando te dijeron, hace dos años, que fueras a El Cabo, te molestaba la idea de hacer un viaje largo por mar.
—Es verdad —admitió Marjorie Smith—; pero es que no quería viajar sola; y el viejo Salomón no era por entonces un factor tan importante en mi vida.
Los argumentos de Marjorie Smith eran de mucho peso, pero no convencieron a Marjorie Stedman. Hizo el té y se sirvió una taza. Creyó oír algo en el pasillo, y abrió la puerta, a tiempo para ver a Pretoria Smith desaparecer en su habitación.
Miró hacia allá, asombrada. Quizá él tampoco pudiera dormir. Cogió otra taza, la llenó también de té y fue por el pasillo hasta el cuarto de él.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Pretoria Smith.
—Marjorie —contestó ella.
Creyó oírle decir: «¡Maldita sea!»; pero esperó haberse equivocado.
—Muchas gracias —dijo él abriendo la puerta—. ¿Qué haces aquí a esta hora?
—¡Vaya una pregunta! —respondió, riendo, ella—. ¿Has dado un paseo?
La trinchera estaba encima de la cama, y Marjorie se fijó en un papel azul que había encima del tocador.
—Espero que podrás dormir —dijo ella turbada.
—No creo. ¿Molestaría a tu madre que fuera yo a hablar contigo?
—No —repuso ella algo agitada—, no creo. Mamá duerme muy profundamente.
Él siguió la esbelta figura de la joven por el pasillo, preguntándose por qué iba tan de prisa, hasta que llegaron a la alcoba y la vio arreglar la cama.
—Perdona —dijo él—. Olvidé que dormías aquí.
Sin embargo, cerró la puerta detrás de sí y se sentó, para levantarse de nuevo, haciendo un gesto.
Sacó del bolsillo de detrás del pantalón un pequeño revólver, que dejó en la alfombra, al lado de una silla.
—No te preocupes —dijo—. No está cargado. Nunca llevo al campo revólveres cargados. Hay tanta gente que me gustaría matar, que eso sería una tentación.
—Pero ¿por qué lo llevas? —preguntó ella—. ¿Has cometido un robo?
Con gran asombro suyo, él asintió.
—Un pequeño robo de aficionado —dijo con calma—. Realmente, ésta es la segunda alcoba femenina que visito esta noche.
—¿Hablas en serio? —preguntó ella, abriendo los ojos.
—He hecho una visita a lady Tynewood. La confesión es buena para el alma; y una mujer no puede declarar contra su marido.
—Pero ¿de veras?
—Jamás he mentido a las tres de la mañana. Para mí es la hora de más sinceridad de las veinticuatro —dijo él, probando el té—. Uno de estos días te diré a qué fui, porque la visita ha sido provechosa.
Ella miró el revólver con cierta duda.
—No será…
—No, eso no —replicó él, inmediatamente, con cierta brusquedad—. Eso no, por supuesto, querida.
Durante un segundo se había preguntado Marjorie si aquélla era el arma que había cortado los días de sir James Tynewood.
—He estado pensando toda la noche —dijo él—. Realmente, a la vuelta es cuando he pensado más. Se me ocurrió, de repente, que te había hecho un flaco servicio, Marjorie.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Casándome contigo —repuso Pretoria Smith, con calma—. Ni aun para contentar al tío Salomón hubiera debido hacerlo. Es terrible para ti.
—¿Y para ti?
Él se encogió de hombros.
—Para mí es lo mismo, con la diferencia de que tendré sobre mi conciencia el pesar de haber arruinado tu vida.
—Por eso no te preocupes —replicó ella, con una alegría que estaba lejos de sentir—. Esto ha embrollado un poco las cosas; pero no creo que haya mucha diferencia para mí. Probablemente, yo hubiese vivido aquí haciéndome una solterona y cuidando gatos y loros, con un antiguo cochero, y cada Navidad ciaría ropas y carbón a los pobres.
—No lo creo así —dijo él—. Es decir —se apresuró a añadir—, creo que hubieras dado ropas y carbón a los pobres, pero no que hubieses quedado soltera. Pero no debes pensar mucho en tu desagradable situación, porque… porque quizá no haga falta el divorcio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, fijando los ojos en él.
—Yo voy a internarme por África cuando arregle todo con el viejo Salomón. Iré por el país de los Masai, y quizá atraviese el Barotseland hasta el Congo belga… Me gustaría disparar a los ocapi. No es que piense deliberadamente suicidarme —añadió, con una débil sonrisa—; pero ése es un terreno muy raro, de mucho peligro, aun para un viajero de experiencia; y un hombre con quien hablé en el vapor, me dijo que el veinticinco por ciento de la gente que va allí no vuelve jamás.
—Entonces, tú no irás —dijo ella.
—Espera un momento —él sonrió—. Parece que trato de despertar tu compasión, pero no es verdad —dijo seriamente—. Hay noventa y nueve probabilidades contra ciento de que sea yo uno de esos setenta y cinco que vuelven con la nariz quemada. Ya sé que tú no deseas mi muerte, ni aun para asegurar tu libertad; pero esto es una posibilidad, y los hombres como yo, no se hacen viejos.
Ella inclinó la cabeza.
—Tú también tienes una posibilidad —dijo.
—¿Cómo? —preguntó, inmediatamente, él.
—Has de saber que mi corazón está muy débil y que uno de mis pulmones no marcha del todo bien.
Él derramó el té al levantarse.
—¿De veras? —preguntó agitado—. Querida, has de ir mañana mismo a Londres a ver a un especialista. Conozco a un hombre magnífico que podrá aconsejarte, y luego deberías vivir en un sitio de altura. ¿Por qué no ir a Suiza, a Davos o a Caux?
Se detuvo, porque ella estaba riendo tanto, que se le saltaron las lágrimas.
—Pedazo de tonto —dijo—, siéntate. ¡Yo soy la mujer más sana de todo el país! Pero ¿qué te ha parecido la prueba? Claro que sé que tú no desearías mi muerte —añadió gravemente—, y hay noventa y nueve probabilidades contra ciento…
Él se inclinó y la cogió por una oreja con suave firmeza.
—¡Diablillo! —exclamó; y no dijo más.
Se levantó, cogió el arma y se fue a su cuarto.