DEUDAS SORPRENDENTES
Estoy segura de que algo te ha pasado, querida. Nunca has estado tan agria conmigo como ahora —gimió mistress Stedman.
Su actitud era siempre de queja; y Marjorie estaba ya acostumbrada a estas reprimendas. Se sentaron a almorzar en la modesta casa de Brixton, y mistress Stedman, que, a pesar de sus frecuentes predicciones de que iba a morir muy pronto, había comido bastante, miró a su hija por encima de los lentes, con ademán de disgusto.
—No es nada que me preocupe, madre —repuso Marjorie Stedman, con calma—. Tuve un día agitado ayer en la oficina. Ocurrió algo extraordinario.
—¡Y no quieres decírselo a tu madre! —repitió mistress Stedman, por tercera vez.
—¿No comprendes, madre —repuso la joven, con paciencia—, que los asuntos de mi principal son o deben ser sagrados y que no puedo hablar de ellos?
—¿Ni a tu propia madre? —murmuró, moviendo la cabeza—. Marjorie, yo siempre he tenido confianza en ti y te he pedido muchas veces que me cuentes todo lo que te preocupe.
—Bien; ahora no se trata de un asunto mío —repuso la joven, sonriendo—. Es cosa de otra persona, que a mí no me interesa ni a ti tampoco debe interesarte, madre.
Mistress Stedman lanzó un profundo suspiro.
—Me alegraré el día que dejes esa maldita oficina —dijo—. No está bien para una muchacha verse envuelta en esos crímenes y divorcios y todas las cosas terribles que se leen en los periódicos del domingo.
Marjorie posó su mano sobre el hombro de su madre, mientras se colocaba a sus espaldas.
—Mamá, ya te he dicho muchas veces que míster Vanee no tiene nada que ver con ningún crimen. No hemos tenido un criminal en nuestra oficina desde hace cien años.
—¡No digas «nuestra oficina», querida! —exclamó mistress Stedman—. ¡Suena tan mal! Y haz el favor, cuando nos vayamos al campo y estemos entre gente de nuestra clase, de no hablar de tu empleo. Si se supiera que habías estado a sueldo…
—¡Oh, mamá, qué tonterías estás diciendo! —exclamó Marjorie, perdiendo, por fin, la paciencia—. Porque el tío Salomón nos envíe bastante dinero para poder vivir en el campo, ¿crees que vamos a tener lujos o a tratar con personas a quien disguste que yo haya sido mecanógrafa en el despacho de un abogado?
—Secretaria particular —corrigió mistress Stedman—. Insisto en decirte que eres una secretaria particular. No puedo consentir que te llames mecanógrafa, querida. Les he dicho a todas mis amistades que estabas preparándote para el foro.
—¡Santo Dios! —exclamó la joven.
—El mes que viene no habrá nada de eso —prosiguió la madre de Marjorie, con aire satisfecho—. Dentro de un año, cuando tu tío se haga rico, podremos comprar la hermosa casa donde yo nací…, la finca de los Stedman…
La finca de los Stedman eran tres acres y medio de jardín y de excelentes pastos. Marjorie había hecho una vez una excursión a Tynewood…
¡Tynewood! Pues aquéllos debían de ser los terrenos de sir James. Marjorie decidió preguntárselo a míster Vanee, en cuanto tuviera una oportunidad.
Aquella mañana, mientras iba a la ciudad, pensó en los acontecimientos de la noche anterior. ¿Qué dominio tendría aquel forastero de Sudáfrica sobre sir James Tynewood?
Marjorie no podría olvidar nunca el rostro lívido del baronet cuando vio al hombre del traje raído. En una de las caras había terror y en la otra severidad. ¿Sería un chantaje? ¿Acaso el conocer una indiscreción de sir James daba a aquel hombre tanto ascendiente sobre el otro?
No podía decidirse la joven a aceptar esta hipótesis. Había algo en el rostro de Pretoria Smith que impedía esta explicación. Si alguna vez la honradez y los propósitos rectos brillaron en los ojos de un hombre, fue en los de Pretoria Smith.
Marjorie llegó a la oficina media hora más pronto que de costumbre. No quería dejar pasar la llamada telefónica de míster Vanee, la cual llegó a las once.
—¿Va todo bien, señorita? —preguntó él; y Marjorie le habló del visitante.
—¿Smith? —contestó la voz seca del otro—. ¿De Pretoria? No le esperaba hasta dentro de una semana. Iré ahora mismo a la ciudad.
—No ha dejado señas —dijo la joven.
—Sé dónde encontrarle —repuso Vanee—. ¿Le habló a usted de algo?
—No pasó más que lo que le he dicho; sir James llegó cuando él estaba aquí.
Marjorie oyó la exclamación de míster Vanee.
—¿Se encontraron en la oficina? ¿Qué pasó? —preguntó la voz angustiada del abogado.
—Únicamente que sir James pareció descomponerse mucho; y se fue inmediatamente.
Hubo una larga pausa, y Marjorie creyó que Vanee había colgado el auricular. De pronto, oyó su voz.
—Salgo en el tren de las once y cuarenta y cinco. Estaré en la oficina antes de la una. Coma temprano. ¿Ha visto usted los periódicos?
—No —repuso ella sorprendida. Era una pregunta que no solía hacerle—. ¿Qué ha pasado?
—Pues que sir James Tynewood se ha casado con Alma Trebizond, la actriz —exclamó, con voz sombría, el abogado—. Va a haber mucho jaleo en la familia Tynewood.
Aquel día fue de sorpresas para la joven. Durante la mañana llegó otro desconocido a la oficina… Un hombre grueso y amable, indudablemente de origen judío. Era costumbre de la casa hacer que el primer empleado se las entendiese con los clientes nuevos; pero aquel día, el empleado estaba de vacaciones, y la joven tuvo que recibir al visitante.
—¿Es usted la secretaria particular de míster Vanee? ¿Sería posible verle hoy?
Ella negó con la cabeza.
—Míster Vanee vendrá a la ciudad a atender un asunto muy importante, y no creo que se ocupe de nada más. ¿Puedo hacer algo por usted?
El hombre dejó cuidadosamente su sombrero sobre la mesa, sacó una gran cartera y extrajo de ella un documento.
—Bueno, esto no tiene por qué quedar secreto, señorita —dijo—. Tengo que ver a míster Vanee antes del lunes, y si no puede ser, decirle que míster Hawkes, de la casa Hawkes & Ferguson, financieros, le han llamado con motivo de las deudas de sir James Tynewood.
—¿Las deudas de sir James Tynewood? —repitió ella perpleja, y el otro asintió.
—Ese joven me debe veintiocho mil libras, y éste es un asunto que me preocupa. Él quiere renovar sus pagarés y pedirme un poco más de dinero, pero yo he de ver a míster Vanee antes de seguir adelantando cantidades.
—Pero sir James Tynewood es un hombre rico —replicó la joven.
—Y yo soy muy pobre —afirmó el otro, haciendo una mueca—. Por eso necesito que me devuelvan algo de lo mío.
—¿Ha visto usted ya a míster Vanee?
El visitante negó con la cabeza.
—No. Sir James me pidió que no me entrevistara con sus abogados; pero las cosas han ido ya un poco lejos para mí, señorita. Soy un hombre de negocios y, como buen demócrata, no tengo ningún respeto por los títulos. Los únicos que me interesan son los títulos de propiedad. He dejado en paz a la casa Vanee & Vanee cuanto he podido; pero ahora he de echar mis cuentas. Comprenda usted, señorita —añadió confidencialmente—: yo me dedico a prestar dinero y conozco los asuntos de todos mis colegas. Sé que sir James ha pedido prestado bastante a la casa Crewe & Jacobsen, a la Bedsons Ltd. y a media docena más. Debe en todas partes… A la agencia de automóviles de Bond Street cerca de tres mil libras por un coche que regaló a Alma Trebizond. Cuando vi esta mañana en los periódicos la noticia de su boda, me dije: «Bien; vamos también nosotros a hacer nuestros arreglillos».
Sonrió, y añadió bajando la voz:
—Mire usted, señorita; yo soy un hombre de negocios y usted una mujer de negocios. Temo por mi dinero, y si dice usted a Vanee algo para que mi deuda se arregle la primera, tendrá usted una bonita comisión.
—No tengo costumbre de aceptar comisiones —replicó la joven, fríamente—, y mi posición tampoco me lo permite. No soy más que la secretaria de míster Vanee, y no sé si a él le agradaría saber lo que me ha confiado usted.
Con esto terminó la entrevista y todas las relaciones entre Marjorie Stedman y la casa Hawkes & Ferguson. Cuando Vanee llegó, ella le puso en antecedentes de toda la conversación, y el abogado se puso muy serio.
—Prestamistas, ¿eh? —dijo con calma—. Ya sospechaba yo algo de eso. Telegrafíe a míster Hermán que venga a la oficina.
Míster Hermán era el agente.
—No quiero molestarle a usted con este asunto. Hermán se encargará de averiguar cuánto debe ese loco.
—Pero, míster Vanee, ¿no es sir James muy rico?
—Mucho —repuso Vanee.
Aquella tarde, aunque era sábado, hubo muchas idas y venidas en la oficina. Llegó míster Hermán y volvió a marcharse en un taxi para hablar con los acreedores de sir James, o al menos con aquéllos a quienes se pudiera encontrar en un período tan intempestivo de la semana.