28

LA FOTOGRAFÍA

Lady Tynewood tenía uno de esos caracteres infatigables que se crecen al amontonarse los obstáculos que se oponen a ellos.

Quizá Javot se contentara con un acre de rosales y dos de jardín, pero las aficiones de Alma eran muy diferentes. El día que Pretoria Smith y su mujer volvieron, fue ella al pueblo a hablar con otra mistress Smith. El ama de llaves del difunto doctor Fordham vivía en una linda cabaña, apartada de la carretera; y estaba tomando el sol, plácidamente, cuando lady Tynewood llamó a la puerta.

Abrió y saludó a su visitante, a quien conocía de vista. Alma, que la examinó minuciosamente, comprendió que el doctor Fordham no tenía la suficiente confianza en su criada para prevenirla en contra de la mujer de su amigo.

Alma siguió a la obsequiosa mistress Smith al jardín; y aceptó la mecedora que la dueña de la casa le llevó.

—No recibo muchas visitas, milady —dijo.

—Yo no sabía que vivía usted aquí, mistress Smith —replicó, sonriendo, Alma—; de otro modo hubiera venido a casa del ama de llaves de mi viejo amigo el doctor Fordham.

Alma sabía mentir con mucha gracia y amabilidad, y mistress Smith creyó en aquella amistad con tanta mayor razón cuanto que sabía muy poco del hombre a quien había servido durante diez años.

Muy suavemente, lady Tynewood condujo la conversación hacia el doctor Fordham, del que la otra estaba dispuesta a hablar.

—Era muy raro —dijo—. Creo que no cambié con él ni una docena de palabras mientras estuve a su servicio. Pasaba fuera casi todo el tiempo —añadió.

—¿Tenía parientes? —preguntó Alma.

La otra negó con la cabeza.

—No, señora —repuso—, ni uno.

—Pero ¿quién le heredó a su muerte?

—No tenía casi nada —repuso mistress Smith—, y me lo dejó todo a mí. Cerca de trescientas libras y unas cuantas cosas raras. La casa en que vivíamos no era suya. Pertenecía a sir James, quien amablemente me regaló ésta, o por lo menos, sus abogados lo hicieron.

—Debe de haber sido un hombre muy interesante —dijo Alma—. ¿Escribió algún libro?

Mistress Smith, que a pesar de la generosidad de su señor jamás se había interesado por él, negó con la cabeza.

—No, milady, dejó muy pocos papeles, que están arriba. Algunas notas de viaje, un diario o dos y otros documentos, como sus diplomas de Medicina.

Alma Tynewood se vio defraudada. Esperaba que el ama de llaves de Fordham supiera más de él y le dijera algo que arrojara luz sobre el misterio de la desaparición de sir James. A falta de eso, no creía encontrar ninguna cosa de importancia, porque un hombre en la situación del doctor Fordham no era probable que dejase papeles u otra prueba escrita de lo que había hecho.

—A veces pienso —prosiguió mistress Smith— que debía enviar esos papeles al abogado, y varias veces he hecho un paquete para mandárselo a míster Vanee…; esto después de haber descubierto algunos en una caja muy vieja.

Alma vaciló y estuvo a punto de marcharse.

—Supongo que su diario se referirá a sus viajes al extranjero —dijo.

—Sí, milady. ¿Querría usted verlos? Se los enseñaré, porque parece que le interesan.

Salió y volvió con una caja, que abrió.

—Aquí hay uno, milady.

Entregó a su visitante un diario pequeño, pero voluminoso, que Alma examinó.

Estaba lleno de nombres, de sitios y personas desconocidos. Vio algo que le interesó.

«Mientras Jot y yo seguíamos la pista de un león, nos encontramos con otro cazador. Resultó ser nada menos que el duque de Wight, de quien habíamos oído decir que andaba por allí. El duque es muy buena persona, y Jot y él se hicieron muy amigos.»

¿Quién era Jot? Ella supuso que el mote de algún desconocido. Hojeó el libro, pero sin ver nada de lo que le preocupaba.

—Éstos son sus dos diplomas —dijo mistress Smith—; están en latín.

Lady Tynewood movió la cabeza.

—¿No hay nada más?

—Solo un retrato, milady. Tiene interés, porque el doctor escribió por detrás: «El único que existe»; pero no sé quién será.

Alma Tynewood cogió la fotografía y leyó la inscripción. Luego lo volvió y se levantó.

—¡Por fin!

¡Era el retrato de su esposo, sir James Tynewood!