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LA HISTORIA DE SIR JAMES TYNEWOOD

Pretoria Smith no hizo comentario alguno. Encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, tiró ésta al suelo y la apagó con el pie cuidadosamente.

—De modo que sir James ha muerto —repitió—. Es verdad que hace tiempo lo sabía.

Ella no contestó, y dijo él luego, con cierta amargura:

—También conozco a la mujer que le mató.

Marjorie no sabía cómo seguir. Él, medio se volvió y la miró fijamente.

—Quiero oír tu historia —dijo—. Me has sorprendido mucho.

Ella comenzó a hablar deshilvanadamente, pero luego se tranquilizó, y el hombre que estaba a su lado, mirando los macizos de flores, la interrumpió muy pocas veces.

—Cuando éramos pobres, antes que el tío Salomón nos ayudara —dijo ella—, trabajaba yo en el despacho de un abogado. Era secretaria de George Vanee, de la casa Vanee & Vanee. Vanee conoció a mi padre y me quería mucho a mí. Yo era su secretaria particular, y con ese carácter te recibí cuando volviste de África. ¿No recuerdas mi cara?

Con gran sorpresa de la joven, él asintió.

—El día que volviste me llamó el jefe; y me entregó una carta escrita a máquina por él mismo. Estaba dirigida a sir James Tynewood, baronet, novecientos cuarenta y siete, Park Mansions. «Miss Stedman —dijo—, quiero que me haga usted un gran favor. No me gusta que lleve usted este recado, pero en este caso es necesario que se encargue de la carta alguien en quien yo tenga confianza plena.» Me explicó que aquélla era la dirección de una actriz llamada Alma Trebizond. «Encontrará usted allí a sir James —añadió—, a quien ha de entregarle esto personalmente, y, si es posible, traiga una contestación. Confío en que guardará usted secreto acerca de lo que allí pueda ver u oír.» Yo me sorprendí mucho. Jamás había recibido anteriormente un encargo parecido; pero, por supuesto, estaba decidida a ir. A las cinco y media de la tarde me entregaron la carta, y ya era de noche cuando llegué a la casa, que estaba en una manzana cerca de Regent’s Park. Subí en ascensor y encontré la puerta sin dificultad. Al llamar oí mucho ruido en el interior. Tocaban el piano y pasó algún tiempo antes que me atendieran. Por fin salió una criada y entré en el vestíbulo. Indudablemente había allí una reunión, porque oí a dos o tres personas cantar a la vez. Entonces me pasaron a una habitación, y se adelantó sir James. «¿Qué quiere usted?», preguntó. Le dije que venía de la casa Vanee y que tenía una carta que había de entregar en propia mano. Él la cogió, la leyó y lanzó un juramento. Había bebido demasiado. «Dígale a Vanee que se vaya al infierno —dijo—, y a Jot, lo mismo.» Luego se echó a reír, y antes que yo me diera cuenta me cogió uno de aquellos tipos y quiso hacerme bailar. Entonces vi a Alma Trebizond por primera vez. No sé cómo conseguí escapar de allí. Un hombre me ayudó. Debió de ser míster Javot —dijo la joven estremeciéndose—. Querían que bailara y bebiera. Uno me besó, y sir James no se dio cuenta de mi presencia. Pero logré salir; y fui a la oficina, donde encontré a Vanee, que me aguardaba, y le conté lo que me había sucedido. Por lo menos entregué la carta —exclamó Marjorie, sonriendo.

—¿Qué dijo Vanee? —preguntó Pretoria Smith.

—Estaba muy afectado —replicó la joven—, y volvió a pedirme que no dijera una palabra de lo que había visto u oído. Yo pensé que, como sir James era su cliente, no quería que se hablara mal de él.

—Entonces llegué yo —dijo Pretoria Smith—. ¿Qué sucedió al día siguiente?

—Me llamó de nuevo míster Vanee, que había escrito otra carta. «Me molesta hacerle estos encargos, miss Stedman —dijo—, pero necesito que vaya usted al Droitshire, a casa de sir James Tynewood, y vea al doctor Fordham, amigo de él, a quien dará usted esta carta.» Llegué a la estación de Dilmot a las ocho de la noche. Míster Vanee había encargado un automóvil para mí. Me llevaron a Tynewood Chase, y cuando dije a lo que iba me hicieron cruzar inmediatamente la verja. La casa estaba a oscuras y parecía vacía, pero un poco de luz se filtraba por el portal. Llamé varias veces; y al fin me abrió un caballero, del que supe en seguida que era el doctor Fordham. «¿Qué quiere usted?», preguntó secamente, y no parecía dispuesto a hacerme entrar en el vestíbulo; pero llovía mucho y era imposible que yo siguiese fuera. «Tengo una carta para el doctor Fordham», le dije. «Soy yo», replicó; abrió la carta y la leyó. Antes de terminar lanzó una exclamación. «Siéntese aquí un momento —dijo, señalando una silla—, no la haré esperar mucho tiempo.» Cruzó una puerta que daba al vestíbulo y la cerró, pero la puerta volvió a abrirse y yo oí voces, una de las cuales reconocí como la de sir James Tynewood. Hablaba enfadado, pero no necesito decirte lo que decía. La otra voz era… ¡la tuya!

Pretoria Smith no dijo nada. Arrojó el cigarrillo y, con calma, sacó la pitillera y cogió otro.

—Sigue.

—Me pregunté qué pasaría, y de repente oí un tiro. Estaba aterrada, aunque llena de curiosidad. También pensé que podía servir de alguna ayuda. Fui hacia la puerta, miré y vi…

Su voz tembló.

—¿Qué viste? —dijo Pretoria Smith, con voz que era apenas un suspiro.

—Sir James Tynewood yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. Vi brillar un revólver y a un hombre que se inclinaba sobre el caído y decía algo.

Hubo una pausa.

—¿Qué dijo? —preguntó Pretoria Smith.

—Exclamó: «¡Dios mío! ¡Le he matado!». Luego volvió la cabeza, le vi el rostro y… ¡eras tú!

Pretoria Smith lanzó al aire una bocanada de humo.

—Bien —dijo—, ¿y qué sucedió después?

Marjorie relató su entrevista con el doctor y las palabras de éste.

—Eso fue todo —afirmó la joven—. Volví a casa de míster Vanee y le hablé. Era muy tarde cuando llegué a Londres; pero él me esperaba en el andén. Y cuando le conté la escena, me respondió que sir James no había muerto. Me pidió que no hablara con nadie de aquello; y he mantenido mi palabra hasta hoy.

Pretoria Smith se levantó.

—De modo que crees que yo maté a sir James, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

—No lo creo —respondió—. Cuando vi en el periódico que sir James había ido al extranjero y que su hermano menor había muerto del tifus comprendí que el doctor Fordham había extendido un certificado falso, porque sir James no tenía hermanos.

—Un hermanastro —dijo Pretoria Smith—. ¿Cómo resolviste eso? —preguntó, mirándola.

—De un modo muy satisfactorio. Algo novelesco. Creo que sir James se mató, y que para salvar a su familia de ese estigma, su hermano fue al extranjero, y a sir James sé le enterró con el nombre de aquél.

—¿No piensas que si fuera así —dijo Pretoria Smith, al cabo de meditar un momento— el hermano vendría uno de estos días a reclamar la fortuna?

—No creo que pueda —replicó ella—. Era solo hermanastro. Pensé que él desaparecería y heredaría todo…

Se detuvo.

—¿Lady Tynewood? —dijo él—. No, eso no es así. Pero ¿quién es el hermanastro?

Ella le lanzó una rápida mirada.

—Si hay algún hermanastro, eres tú —dijo; y él asintió.

—Tienes facultades de deducción dignas del mejor detective —añadió él en son de burla.