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LADY TYNEWOOD PROSIGUE SUS PESQUISAS

Mi marido aún no se ha repuesto por completo de su ataque de fiebre. Está enfermo de paludismo desde que desembarcó, y temo ser yo tan responsable como cualquiera por haber hecho creer que el pobre estaba borracho. He escrito a lord Wadham y al duque para decirles lo que pasó la noche de la cena. Llegaremos el mismo día que tú recibas ésta; de modo que procura tener disponibles mi cuarto y la habitación que nos sobra. Mi esposo quería alojarse en la fonda; pero, desde luego, es imposible…»

Aquí mistress Stedman interrumpió la lectura con una sucesión de «hums», que querían decir que había llegado a una parte de la carta que no podía ser dicha en voz alta. Alma Tynewood, no obstante, había leído su nombre, porque, aunque estaba sentada a un lado de su amiga, tenía una vista excelente.

—Y esto es todo, querida —dijo la señora Stedman, con poco tacto, mientras doblaba la carta a toda prisa y la guardaba en su escritorio.

—¿De modo que la feliz pareja regresa al hogar, y él no bebe, al menos según dice su esposa? —exclamó Alma Tynewood pensativamente—. ¡Es conmovedor!

—Espero que serán felices —dijo con un suspiro mistress Stedman, moviendo la cabeza tristemente, como si aquello fuera algo imposible.

—¡Felices! —lady Tynewood parecía divertida—. Ese hombre no podría hacer feliz a ninguna muchacha —dijo con vehemencia insólita—, y no estoy segura de que Marjorie…–se detuvo—. Sin embargo, ya veremos. Tengo grandes deseos de ser amiga de Marjorie, si ella me da alguna ocasión.

Era verdad que quería arreglarse con Marjorie, porque la joven tenía mucho dinero y sería una inagotable reserva de donde podrían aumentar sus rentas Alma y su amigo, si mistress Stedman continuaba con su manía del juego.

—Marjorie es una buena chica —dijo mistress Stedman, arreglándose el vestido—. Claro que hay veces en que se pone muy atrevida; pero eso no tiene nada de raro en una muchacha moderna.

Lady Tynewood miró hacia su taza de té.

—Antes Marjorie trabajaba, ¿verdad? —preguntó con indiferencia, y mistress Stedman se estremeció.

—Sí —contestó a regañadientes—. Por supuesto, nosotros no estuvimos siempre en buena posición. Antes que el tío Salomón nos pagara el dinero que pidió prestado a mi esposo, éramos muy pobres.

Era una ficción suya decir que la generosidad del tío Salomón se debía a un préstamo anterior. El orgullo de mistress Stedman rehusaba admitir reconocimiento alguno. La gratitud era incompatible con la propia dignidad…, y ella era demasiado orgullosa para dar las gracias a nadie.

—Sí, querida, fue una época terrible —dijo, porque entonces ya ella misma se había sugestionado, creyendo que su presente bienestar no se debía sino al tardío arrepentimiento de un deudor.

—Marjorie trabajaba en una casa de abogados, Vanee & Vanee, una firma muy conocida en la capital. Míster Vanee fue el procurador de mi marido y Marjorie era su preferida. Claro que ella jamás hizo esas cosas menudas que las oficinistas suelen hacer.

—¿Como llevar recados? —sugirió lady Tynewood.

—¡Oh, no! —repuso la otra, disgustada—. Míster Vanee sintió mucho perderla; pero yo me alegré de que lo dejara. Dos noches seguidas vino tarde a casa, tan pálida y temblorosa, que creí que tendría que llamar al médico. La última vez estuvo ausente de la ciudad, con una misión confidencial, y cuando volvió a casa… se desmayó. Lo recuerdo muy bien —añadió mistress Stedman volviendo la cabeza—, porque fue la misma noche en que recibí de mi cuñado Salomón Stedman una orden por valor de mucho dinero.

—Había encontrado la mina, ¿eh? —preguntó, sonriendo, lady Tynewood.

—No. no; la encontró meses después —corrigió la señora Stedman—; pero ya tenía la pista que le llevó a hacer su maravilloso descubrimiento.

Mistress Stedman tenía una vaga idea acerca de lo que era una mina de oro; pero lady Tynewood comprendió lo que había pasado.

—¿Y Marjorie habló alguna vez de lo que había visto o de lo que le había pasado aquellos dos días? —preguntó, con indiferencia, lady Tynewood—. Quiero decir los días que vino tan descompuesta.

Mistress Stedman negó con la cabeza.

—Marjorie nunca me dice nada —repuso—. Es muy poco habladora; y resulta algo fuerte que, siendo yo su madre, me haya quedado sin enterarme. Cuando yo era joven decía todo a mi madre.

Lady Tynewood meditó rápidamente.

—¿Era Vanee, el abogado, gran amigo de Marjorie? —preguntó.

Mistress Stedman asintió.

—Se portó muy bien con Marjorie; claro que no podía hacerlo de otro modo tratándose de la hija de un antiguo cliente…

—¿Ha hablado con ella después de dejar Marjorie la oficina?

Mistress Stedman alzó los ojos, sorprendida.

—¡Alma —dijo sonriendo—, vaya una pregunta más rara! ¿Por qué ese interés por este asunto?

Lady Tynewood se echó a reír.

—Me interesa —replicó—. Tengo curiosidad por saber las relaciones que hubo entre el jefe de Marjorie…–tardó en encontrar una palabra que no ofendiera a mistress Stedman, a la que hubiera molestado mucho lo de «servidora» —y sus antiguos colegas, después de abandonar el empleo.

—Pues es curiosa la pregunta —dijo, con calma, mistress Stedman—, porque siempre me ha dado la sensación de que míster Vanee y Marjorie tenían algún secreto en común. Claro —añadió, en tono de virtud maternal— que no se trata de que míster Vanee ame a Marjorie, porque tiene cincuenta o más años y mujer y seis hijos, lo que impide esa explicación.

Alma, que tenía más experiencia de la vida, no hubiera desechado en principio aquella posibilidad; pero estaba dispuesta a concederlo en aquel caso concreto.

—Sé que Marjorie andaba preocupada —prosiguió mistress Stedman—, y una vez que hice yo una observación completamente inocente, se puso muy pálida.

—¿Cuál fue esa observación inocente? —preguntó lady Tynewood, tratando de quitar a su tono todo matiz de interés.

—A ver si me acuerdo… —repuso la otra, frunciendo las cejas—. ¡Ah, sí!… Dije que el ama de llaves del doctor Fordham tenía una casa en el otro extremo del pueblo.

—¿El ama de llaves del doctor Fordham? —repitió, lentamente, Alma Tynewood—. ¿Quién es el doctor Fordham?

—Yo no le conozco —replicó, moviendo la cabeza—; pero hace tiempo vivía aquí. Murió de la gripe; y su ama de llaves fue a Tynewood a arreglar los asuntos. Creo que sir James le regaló la casa. Querida, tú debes de saber algo acerca de esto —añadió.

—Nada en absoluto —replicó lady Tynewood—. Pero ¿dónde está esa casa? ¿Sigue ella viviendo allí?

Mistress Stedman asintió.

—Le pregunté a Marjorie por qué le había causado esa impresión el nombre del doctor Fordham; pero, como acostumbra, cambió de conversación.

—¿Cómo se llama el ama de llaves del doctor Fordham?

—Mistress Smith, creo —replicó la otra, algo impaciente—. Realmente, Alma, insistes demasiado. ¿Por qué ese interés por tal mujer? ¡Ah, sí, comprendo! —añadió disculpándose—. Es una casa de sir James, y, naturalmente…

Lady Tynewood se levantó y ofreció una mano fría a mistress Stedman.

Salió de la casa y entró en el automóvil, que le pareció que iba demasiado despacio, aunque realmente ella no tenía ninguna prisa.

Encontró a August Javot paseando por el jardín, muy aburrido. En pocas palabras contó su conversación con mistress Stedman, y todo lo que había averiguado.

—Es mejor que no te preocupes —dijo Javot en tono de consejo—. ¿Por qué meter la nariz en asuntos que no te interesan?

—¿Estás loco? —preguntó ella, enfadada—. ¿No te das cuenta de lo que representa para ti y para mí que sir James haya muerto?

Él se acarició la barbilla.

—Me doy cuenta de algunas cosas buenas —repuso— que parece que te han trastornado la cabeza.

Ella se sentó en un banco del jardín y miró, abstraída, el sendero de arena.

—Si James ha muerto —dijo con calma—, Tynewood me pertenece. Y si murió, como yo creo, ese animal de Pretoria Smith tendrá que pagármelas.

—No te preocupes —murmuró el apacible August Javot—. Vives bien; deja, pues, lo demás y disfruta de esto.

—¡Vivir! —exclamó ella—. ¿Llamas a esto vida, enterrada en un poblado entre cerdos y pollos? Me molesta todo esto, Javot. Quero volver a Londres, y con dinero bastante para tener una casa y automóviles. Quiero dar reuniones como las de antes…

—Puedes volver a Londres y alquilar un pisito… —comenzó a decir Javot.

—¡Un pisito! —gritó ella, airada—. ¿Y qué diría toda la pandilla? ¡Molly Sinclair y Billie Vane! ¿Qué crees que dirán, si vuelvo a Londres a vivir modestamente? ¿Acaso te imaginas que sigo en este pueblo porque me gusta? No; es porque no puedo disponer del dinero que me pertenece en derecho. El otro día recibí una carta de Molly diciéndome que por qué no la invitaba a ir a Tynewood. Cree que estoy en Chase, y los demás lo mismo. No volveré a Londres a que me tomen el pelo.

Javot volvió a acariciarse la barbilla.

—Acaso lo pasaras peor en Tynewood —dijo, y lanzando un indignado «¡Bah!», ella dio la vuelta y se marchó.

Javot sonrió y arrancó una hoja muerta de un rosal.

—Así es la vida —dijo.

Y sinceramente lo creía así.