LA NOCHE DE LA BODA
Era una pequeña casa de campo, edificada en la falda de la colina, rodeada de una valla, en la que las rosas comenzaban a abrir sus capullos encarnados. El matrimonio encontró allí té, servido por una vieja cocinera, y no pasaron del todo mal la tarde. La joven tuvo mucho tiempo de reflexionar, porque Pretoria Smith hablaba poco y parecía sumido en sus propios pensamientos. Se pasó casi todo el tiempo, antes de cenar, paseando por el jardín, que daba al mar. Cenaron juntos, y él se mostró mucho más comunicativo que hasta entonces.
El valor de Marjorie iba disminuyendo poco a poco; y cuando la criada entró para pedir permiso para marcharse a ver a su hijo, que era marinero y estaba con licencia en Brightsea, demostró su pánico.
—¡No, no, no! —exclamó—. ¡No vaya usted, mistress Parr! Quédese aquí.
Pretoria Smith, que había estado callado, alzó los ojos sorprendido.
—Pero… tiene que marcharse, Marjorie —dijo—. Si el hijo está con licencia querrá verle, porque no es cosa que se prodiga en estos días.
—No puedo quedarme sola —Marjorie estaba muy nerviosa—. No sé hacer fuego ni nada de eso.
—No hay necesidad de más lumbre que la de la cocina —replicó él, divertido—, y yo haré el té por la mañana.
—No se vaya usted, mistress Parr —insistió, tercamente, la muchacha—. La necesito…, yo no me siento bien, y mi esposo ha estado enfermo.
La vieja miró muy seria a uno y otro, y cuando volvió a la cocina, Pretoria Smith la siguió.
Estuvo fuera cinco minutos, y al cabo de un rato entró mistress Parr con el café y se marchó.
Hablaban él y ella de cosas sin importancia, cuando Marjorie oyó cerrarse la puerta.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es mistress Parr, que se ha ido a su casa a ver a su hijo —contestó Pretoria Smith fríamente—. Es absurdo que te asustes, Marjorie. La pobre mujer se muere de deseos de ver a su chico.
La muchacha se echó a temblar.
—Bien —dijo, dominando su miedo—, como quieras.
Quería añadir algo, y perdió el temor para hacerlo.
—Te oí decir a mistress Parr que pusiera una botella de whisky en tu cuarto.
Él asintió, mirándola gravemente.
—Bien…, quisiera que no lo hicieses —dijo ella, con cierta angustia.
Smith frunció las cejas.
—Siento que me hayas preguntado eso; pero si te molesta, puedes llevártela a tu propia habitación.
—Me alegraría mucho —dijo ella—. Creerás que soy insoportable, ¿verdad?
Pasó dos horas mortales tratando de mantener la conversación y de interesarse por algo que no fuera aquel hecho absorbente que domina a todos los demás. Estaba casada, llevaba ya de casada doce horas, y aquel hombre que estaba sentado frente a ella, mal vestido, era su esposo. A las diez interrumpió la conversación.
—Me voy a acostar —dijo, y sin una palabra más dio la vuelta y subió.
Cerró la puerta de su habitación y buscó la llave, pero recordó que su madre, que tenía horror a los incendios, jamás había consentido que se pusiera ninguna cerradura en ningún cuarto. Entonces se sentó en la cama y miró hacia el suelo.
Realmente estaba cansada. Los acontecimientos de aquel día la habían turbado más de lo que esperaba. Pero no logró dormir. Se echó, siempre escuchando, y oyó luego los pasos de él en la escalera. Cruzaron por delante de la puerta; y oyó Marjorie cerrarse muy suavemente la puerta del cuarto de Smith.
Esperó media hora, una hora, sin escuchar ningún ruido. Un reloj de torre del lejano Brightsea dio la una; y aún siguió ella atenta, despierta. La naturaleza la venció al fin y comenzó a dar cabezadas. Fue un sueño poco tranquilizador, pero al fin su fatiga disminuyó.
Se despertó de pronto, se apartó el rubio cabello de los ojos y se incorporó en la cama.
Había oído un ruido. Lo que fuese no se lo podía imaginar. Su corazón latía aceleradamente. Entonces oyó con claridad el crujido de una madera en el pasillo. Alguien se movía allí. Marjorie oía una respiración pesada y, como fascinada, miró hacia la puerta.
De repente vio girar el pestillo de ésta, porque había dejado la luz encendida. El pestillo dio lentamente la vuelta, y la puerta se abrió poco a poco, como si el intruso tuviera miedo de despertarla. Pretoria Smith entró en el cuarto. Llevaba una bata, y apenas podía tenerse en pie.
Miró torpemente hacia la cama, y detuvo la mirada en el rostro de la joven.
—¿Qué quieres? —murmuró ella.
La cama se estremeció por sus movimientos.
—Quiero ese whisky —dijo él con la voz oscura, y Marjorie le miró.
—No, no —replicó, tratando de distraerle—. No debes tomar más. Ya has bebido demasiado; y me dijiste que mandarías la botella a mi cuarto.
—Quiero ese whisky —dijo él, como un niño que repite una lección—. Está en tu cuarto…, lo puse yo aquí esta noche.
Volvió los ojos hacia el lavabo y, con gran asombro de Marjorie, la botella estaba allí.
—Es la única cosa que lo evitará —murmuró él.
Se adelantó, y hubiera caído al suelo a no agarrarse al borde de la cama. Marjorie saltó del lecho por el lado opuesto y se puso su bata.
—Te lo llevaré —dijo—. Haz el favor de irte. Yo te lo llevaré a tu cuarto.
—Ahora es lo único que me puede servir —dijo él y se tendió en la cama—. ¡Dios mío! ¡Mi cabeza, mi cabeza!
Ella le miró, sorprendida, de nuevo.
—¿Estás enfermo? —preguntó, y él asintió—. Mamá tiene aquí algunas medicinas.
La joven cruzó la habitación con los pies descalzos y sintiéndose muy débil. Encima del lavabo había un pequeño botiquín, que ella abrió con trémulos dedos.
—No debes beber más. ¿Qué te convendría ahora?
—¿Tienes quinina? —preguntó él.
Ella sacó un frasquito lleno de píldoras.
—Sí, aquí hay algo.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él, abriendo el frasco.
—No debes beber —repitió Marjorie.
—¿Beber? Querida —dijo Smith—, hace ocho años que no he tomado una bebida.
Ella apenas si podía dar crédito a sus oídos.
—Pero tú estabas borracho la noche de la cena.
—¿Borracho? —él sonrió, débilmente, dejó caer tres píldoras en la palma de la mano; y, echando atrás la cabeza, las tragó de un golpe—. Tráeme un poco de agua, ¿quieres?
Marjorie le llevó un vaso, que él bebió con ansia.
—No he bebido desde hace ocho años —repitió—. ¿Conque estaba borracho en la cena del príncipe? ¡Pregúntale a él! ¿No nos oíste hablar en el lenguaje swahili? Somos antiguos camaradas de caza, por eso se portó tan bien conmigo.
Ella recordó la jerga en que había hablado Smith cuando estaba junto a la mesa del príncipe.
—Tenía paludismo —prosiguió—, y sigo con él desde que entré en este país. Me encuentro deshecho: este mes siempre me sucede lo mismo.
—¿Paludismo? —exclamó ella, como si comenzara a comprender la verdad—. Y… ¿jamás… te has emborrachado? ¿Ni… ni cuando la boda?
Él sonrió.
—Tiene gracia —dijo, pasándose la mano por la frente—. El dolor de cabeza desaparece por completo. ¿Borracho en la boda? —volvió a sonreír—. Tome casi una dosis mortal de estricnina para poder estar en pie —repuso—. Toca mi mano.
Marjorie la cogió y dio un grito. Estaba tan caliente, que le pareció que se quemaba.
—Tengo una fiebre de ciento cinco, por si quieres saberlo —añadió él débilmente—. Si pudiera tomar café caliente…
Ella salió corriendo de la habitación y bajó; con toda presteza encendió fuego; y cuando acababa de decir a mistress Parr que le molestaba tener que ocuparse de la lumbre, volvió llevando café. Él seguía tendido en la cama, y Marjorie le arregló la ropa.
—Descansarás aquí hasta mañana —dijo, imperativamente—. Supongo que tu fiebre no se pegará.
Él la miró con aquella extraña sonrisa que le era peculiar.
—No más que… la borrachera —dijo; y, después de esta broma, quedó sumido en un largo y profundo sueño.
La joven se sentó a su lado, mirándole, en la misma postura en que había visto otra mañana amanecer. Todas sus dudas se habían disipado, y hasta la última sospecha desapareció.
Porque, en el fondo de su corazón, ella había creído que el asesino de sir James Tynewood, cuyo cuerpo yacía con el nombre de otra persona en la capilla de Tynewood Chase, era Pretoria Smith.