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CONFIDENCIAS…

Marjorie miró hacia adelante, recostándose en un rincón del auto, y sin atreverse a volver la cabeza hacia el hombre con quien se había casado en tan extraordinarias circunstancias.

Cuando cruzaron las verjas de Chase y llegaron a terreno abierto volvió los ojos. Su marido dormía. Tenía los dedos ligeramente retorcidos.

—Quizá esté sofocado —pensó ella, porque, aunque Smith llevaba un cuello blando, iba por completo abrochado.

Le desabrochó, y llegó el aliento de él hasta su mejilla. Entonces le miró asombrada. Una vez la había besado un borracho (recordó a lady Tynewood y sus reuniones), y jamás había olvidado el odioso olor de una respiración alcohólica. Pero en aquel caso no había nada de eso. Se preguntó qué hacer. Quizá llevara en el bolsillo alguna medicina para reanimarle.

Vaciló, y comenzó a registrarle el chaleco. Encontró un reloj que parecía haberse parado la noche antes; en el bolsillo de arriba una cajita negra. La abrió y quedó horrorizada. Era una jeringa de inyecciones como las usadas por los que toman estupefacientes. La examinó y vio, sorprendida, el nombre del farmacéutico de Tynewood en el forro de seda.

En la caja había unas pequeñas píldoras encerradas en un frasquito de cristal.

«Estricnina» leyó ella, y frunció las cejas. La gente no toma estricnina como sedante o narcótico.

Guardó la caja en su bolso y miró a su marido durante cierto tiempo. «Lo mismo daba estar casada con un borracho que con un morfinómano», pensó, encogiéndose de hombros.

Estaba demasiado desesperada al imaginarse su porvenir para dar importancia a aquellos incidentes.

El coche cruzó grandes llanuras, bordeando espesos bosques; pero Marjorie no tenía ánimos para contemplar la belleza del paisaje ni lo hermoso del tiempo. El cielo estaba azul, y un suave viento acariciaba sus mejillas.

El coche se detuvo junto a un pueblo, y el chofer se apeó.

—¿Trajo usted comida, señora —preguntó—, o prefiere ir a la fonda? Hay una ciudad cerca.

Miró significativamente al dormido.

—Gracias —dijo la joven—. Trajimos una cesta; está atada detrás.

—Perdóneme, señorita —dijo el chofer; eran el coche y el chofer de lord Wadham—, ¿ha traído ese señor alguna ropa? Yo no he cogido ningún baúl.

Marjorie se desalentó.

—Vendrá en el tren —dijo.

Ya había mentido una vez antes por él; y ahora tenía que seguir mintiendo, cosa que aborrecía, aunque fueran embustes de pequeña importancia.

—¿Querrá usted traer bocadillos y algo de café? Hay un termo en la cesta —miró vacilante a su marido—. ¿Cree usted que podré despertarle?

—Yo probaré, señora —dijo el chofer, y zarandeó al dormido.

Con gran sorpresa de Marjorie, Pretoria Smith se despertó casi inmediatamente. Miró al chofer y a ella, y se llevó la mano a un bolsillo del chaleco.

—¡Eh! —dijo—. ¿Qué ha pasado?

Miró a la joven durante largo rato, y luego pareció comprender.

—De modo que estamos casados. Ahora recuerdo algo —añadió pensativamente—. ¿Dónde nos encontramos?

—¿Quieres café? —dijo ella—. No debes estar… muy bien.

—¿Café? ¡Magnífico! —había recobrado la energía—. Temo haberme portado como un animal por la mañana, pero no pude usar…–volvió a tocar el bolsillo —lo que quería y salí…, es gracioso.

Bebió con ansia el café y pareció serenarse. Luego se pasó la mano por la cara y murmuró una excusa.

—Andaré un poco —dijo— a ver si recobro el uso de mis piernas.

Dio un paseo por la carretera; y cuando volvió estaba casi normal.

—No sé cómo pedirte perdón —exclamó—. Pero el caso es que anoche…

—No digas nada —replicó ella—. No quiero saber.

Él enrojeció, y luego se echó a reír.

—Bien —dijo casi alegremente (a Marjorie casi le agradaba cuando sonreía)—. Dejaremos este asunto.

Ella le ofreció bocadillos, pero él no aceptó.

—No puedo comer —dijo estremeciéndose—. Quizá más tarde. ¿A qué hora llegaremos a Brightsea? Supongo que vamos hacia allá.

—Cerca de una hora, señor —dijo el chofer.

Pretoria Smith miró a su reloj y silbó.

—Se ha parado —dijo acercándolo al oído—. ¿Qué hora es?

—Las dos —contestó el chofer.

Pretoria Smith pareció satisfecho.

El auto reanudó la marcha y él se sintió hablador, aunque se daba cuenta de cómo iba.

—Me esperarán mis ropas en la casa —dijo—. Me tomé la libertad de telefonear al sastre de Londres diciendo que las llevase allí. ¿He hecho bien?

—Claro que sí —contestó ella—. Tienes derecho a enviar tus cosas allí ahora —añadió, haciendo una lastimosa tentativa por parecer alegre.

Él la miró.

—Entonces, ¿estamos casados?

—Completamente casados —dijo ella, y no pudo evitar el tono amargo de su voz.

Smith estuvo un cuarto de hora contemplando, en apariencia, el paisaje.

—Me gusta este sitio —dijo al cabo de un rato—. Preferiría no tener que volver a África.

—¿Vuelves? —preguntó ella, con cierto desarrimo—. Quiero decir… ¿volvemos?

—Volveré «yo» —replicó con suavidad él— cuando pase un tiempo prudencial.

Hizo hincapié en estas dos últimas palabras, aunque no tenía idea de lo que podía ser un tiempo prudencial.

—¿Te gusta África? —preguntó ella.

La respuesta fue satisfactoria.

—En cierto modo, sí —dijo él.

—¿Cuándo…, cuándo volverás; después de este viaje?

—¡Oh, quizá tarde años! —replicó Smith.

—¿De veras?

—Por supuesto. Ya te he dicho que me gusta el país y el viejo Salomón. Creo que se equivoca al asegurar que solo le queda poco tiempo de vida. Está bueno y tan sano como cualquier otro. Y a propósito —añadió, volviéndose hacia ella—, no quiere que esperes hasta que muera para que te beneficies de tu matrimonio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, sorprendida.

—Sus abogados de Londres han sido autorizados para poner a tu nombre doscientas mil libras el día de tu boda —dijo él—, y yo le… pedí que te enviara la orden en cuanto la ceremonia hubiese terminado.

—¡Doscientas mil libras! —exclamó ella.

Smith asintió.

—Tienes cuenta abierta en el Banco local, ¿no? Allí irá el dinero.

La muchacha lanzó un profundo suspiro de alivio. Su madre podría arreglar sus cuentas con lady Tynewood. Por primera vez reveló Marjorie el secreto de aquélla. Se preguntó más tarde por qué lo había hecho, y solo encontró una justificación en las palabras con que había comenzado su relato.

—Ahora eres mi esposo, de modo que debes enterarte de ciertas cosas. Mi madre debe mucho dinero. A la pobre le ha dado recientemente la manía del juego —dijo ella, sonriendo ligeramente—, y lo siento, porque no ha tenido muchas alegrías en la vida.

—¿Del juego? —dijo Pretoria Smith—. ¿Con quién juega? ¿No será con lady Tynewood?

La joven asintió.

—¿De veras?

Esta vez la sonrisa maliciosa de Pretoria Smith no era muy agradable.

—Odias a lady Tynewood, ¿verdad? —preguntó ella—. Me lo puedes decir, porque yo tampoco la puedo ver.

—¿A ti qué daño te ha hecho? —preguntó él—. A mí, sí, deliberadamente. Arruinó…

Se detuvo, y encogiéndose luego de hombros añadió:

—He de devolver confidencia por confidencia; ésta es medio confidencia, mejor dicho: arruinó a un amigo mío muy querido.

Ella le miró inmediatamente.

—¿A su marido? —preguntó, y Smith bajó la cabeza.

—A su marido —repitió—. ¿Conoces la historia de sir James Tynewood?

—Es muy triste, ¿verdad? —preguntó Marjorie.

—No sé si triste o absurda —dijo él—. Yo la conozco muy bien, y uno de estos días te la diré…, te lo prometo. Y ese día, lady Tynewood tendrá que arrepentirse de algo.

Había tal tono de amenaza en su voz, que la muchacha le miró interesada. Pero él no volvió a hablar del asunto hasta que llegaron a la casa.