LA BODA
Todo esto es misterioso, extraño y terrible», pensó Marjorie, mientras estaba sentada en la sombría capilla normanda de Tynewood Chase esperando la llegada de su futuro esposo.
Pensaba también en Alma, en sir James Tynewood y en Pretoria Smith. Pero, sobre todo, en este último.
El sacerdote había venido, y era como lord Wadham le había descrito: un hombre calmoso, corto de vista y algo sordo, que aguardaba también en la pequeña sacristía en unión de lord Wadham.
A Marjorie le parecía ahora menos terrible Pretoria Smith. No le había visto desde el día en que se separaron en el camino, después de dejar a Lance Kelman empapado.
¡Era el día de su boda! La joven no podía creerlo. Todo aquello parecía un sueño. Casi era como para echarse a reír. Su madre había querido acompañarla; pero, por fin, se había convencido de que era mejor dejarla en casa.
Uno de los guardianes de la capilla le enseñó la iglesia. Las paredes estaban cubiertas de lápidas, y en los seis nichos que había debajo de los ventanales, de hermosos dibujos y colores, estaban las tumbas de los antiguos Tynewood. Marjorie se impresionó realmente, si bien jamás se le habría ocurrido que iba a pasar la mañana de su día de boda examinando sepulcros, aunque fueran de muertos ilustres.
De repente se detuvo ante una tumba, donde leyó: Norman Garrick.
Aquello era todo. Ni señas ni ningún otro detalle. ¡Norman Garrick! El abogado le había dicho que aquél era el nombre verdadero de Pretoria Smith. Marjorie adivinó que era mentira; pero entonces se dio cuenta de su profunda decepción. ¿Por qué la habría engañado el abogado, él, que era el más amable y sincero de los hombres? El guía no pareció darse cuenta de su turbación, y ella le siguió completamente sorprendida.
Le enseñaron las antiguas armas, talladas en una de las columnas por un Tynewood a quien aquella capilla había servido de cárcel, en tiempos del rey Carlos, y de la cual solo salió para ser ejecutado.
—Son una gente rara los Tynewood, señorita —dijo el criado—. No conozco al último, sir James; pero me atrevo a decir que es como los demás.
Lord Wadham salió de la sacristía, seguido del sacerdote, ya revestido. Ella se volvió hacia el conde con algo de alivio. Debía pensar en cosas reales y tangibles o se volvería loca.
—¿No es ya hora de que venga? —preguntó su excelencia, mirando con impaciencia el reloj—. Tiene usted un novio muy informal, querida. Ya se retrasa diez minutos.
Pasó un cuarto de hora, veinte minutos, media hora, y como el otro no venía, lord Wadham cada vez se irritaba más. Por fin se oyeron pasos vacilantes en el vestíbulo, y Pretoria Smith entró para apoyarse en una columna. Estaba descompuesto, sin afeitar, y Marjorie observó que le costaba trabajo mantenerse en pie. Por último, lentamente cruzó la nave y se colocó al lado de la asustada joven, que apenas si se atrevía a respirar.
—¡Borracho, vive el cielo! —murmuró lord Wadham, y miró al clérigo.
Pero este ni vio ni oyó nada. Había abierto su libro por el sitio conveniente y comenzó la ceremonia, mientras el novio se balanceaba a derecha e izquierda. Aquello era un sueño, una pesadilla. De pronto oyó Marjorie la voz del sacerdote, que parecía venir de muy lejos:
—… que nadie podrá desatar.
Y sabía que ya era la mujer de aquel hombre, de Pretoria Smith; era la señora de Nadie, esposa de un hombre que pretendía llamarse como otro cuyas cenizas yacían casi a sus pies en aquel momento.
El sacerdote levantó la mano para bendecir, y Pretoria Smith se dejó caer de rodillas e inclinó la cabeza.
Todo terminó. Wadham tocó a Smith en un hombro.
—Vamos, levántese —dijo, pero el otro cayó al suelo y se quedó completamente dormido.
Hubo un largo y doloroso silencio, que lord Wadham interrumpió.
—Iré por el coche, querida —dijo, en voz baja.
Marjorie vio que estaba realmente apenado.
—Está fuera —dijo ella ahogadamente—. Quizá el viaje le anime —añadió, pero tuvo que ahogar un sollozo.
—¿Adonde van? —preguntó él.
—A Brightsea —repuso ella—. A una casa lejos de la ciudad, afortunadamente. ¿Cree usted que podremos llevarle al automóvil?
Con ayuda del criado, del chofer, a quien se trajo para esto, y de lord Wadham, se despertó al dormido y se le dejó en un asiento del vehículo.
—Creo que sería mejor que echaran ustedes la capota —dijo lord Wadham, y ella asintió.
En sus ojos se leía toda la tragedia cuando se volvió para dar gracias al conde.
—¡Adiós, y buena suerte! —exclamó éste—. Sufro al verla a usted así, pero Dios sabe que no lo puedo evitar.
Ella, sin contestar, entró en el auto, y el chofer cerró la puerta.
Así comenzó la luna de miel de Marjorie Stedman.