CONTRAJERON MATRIMONIO…
Durante un momento miró Smith a Alma, y ésta se estremeció al observar su mirada de odio. Luego cogió él su sombrero, que estaba en una silla, y salió bruscamente.
Las dos mujeres se quedaron asombradas. Marjorie, pálida como la muerte, no pudo hacer sino ver cómo se iba su novio, con los ojos muy abiertos. Lady Tynewood fue la primera en serenarse.
—¿De modo que ése es su adorador? —dijo—. Un perfecto caballero. La felicito.
Marjorie no contestó. Su madre había entrado tras Alma, y, muy avergonzada y llena de agitación, había presenciado toda la escena.
—Ha estado muy grosero —dijo con voz débil.
Al principio, lady Tynewood pareció tomarlo a broma, pero luego se enfadó.
—¿Lo ha hecho por iniciativa de usted? —preguntó, trémula de indignación—. ¿O es una muestra de los modales de las colonias?
La muchacha tuvo que hacer algo extraordinario: defender a una persona cuyo solo nombre le era odioso.
—Míster Smith debe de tener alguna razón de peso —dijo con calma—. Al principio creí que era su marido que regresaba, lady Tynewood.
Hablaba con demasiada despreocupación; más aún: se portaba cruelmente. Tomaba a broma a los muertos, y se dio cuenta de ello, pero no le importó.
—¡Mi esposo! —exclamó Alma—. Era…, es un caballero —añadió, corrigiéndose—. No tenía el descaro de ese hombre —frunció las cejas, intentando recordar—. No puedo identificarle. ¿Dónde le habré visto antes?
Miró luego a la muchacha.
—Querida, no creo que sea usted muy feliz en su matrimonio —dijo al salir.
Marjorie apenas si la oyó. Sin esperar la comida, ordenó que le trajeran el caballo, y se dirigió a casa de lord Wadham. Sabía que el príncipe se había marchado por la mañana temprano y que el conde estaría visible. Le encontró paseando por el parque.
—¡Hola! —gritó lord Wadham—. ¿Qué demonios hace usted por la mañana tan temprano?
—Voy a casarme —exclamó ella— con un hombre horrible.
—¡No lo creo! —por primera vez habló lord Wadham con voz suave; y luego se dio un golpe en la pierna—. ¡Ya sé! —dijo—. Con ese borracho de anoche.
Ella se ruborizó.
—Sí —repuso en voz baja—. Ése es mi prometido.
—Un tal Johannesburg Jones, Maritzburg Mike, o algo así.
—Pretoria Smith —dijo ella.
—¿Y por qué diablos se casa usted con un hombre así? —preguntó él seriamente—. No le he visto jamás la cara, pero me figuro que no será una buena persona. Un hombre que lleva un traje hecho, es capaz de cometer un asesinato.
Marjorie se rió.
—No debe usted juzgarle tan mal —dijo—. Quizá haya… alguna explicación. Lord Wadham —añadió luego con inquietud—, ¿podría usted hacer algo por mí?
—Haré lo que sea, querida —dijo el conde, amablemente—. Si no tuviera mujer y cuatro hijos, me casaría ahora mismo con usted. Pero mi esposa. ¡Dios la bendiga!, está aún muy fuerte. Es de los Wingleys de Norfolk, y llegará hasta los noventa —añadió con buen humor.
—Quería pedirle a usted un consejo sobre algo relacionado con la boda —dijo ella sonriendo.
—Quiere usted casarse en seguida, ¿eh? —exclamó él pensativamente cuando la joven hubo acabado de hablar—. Eso podré arreglárselo. Pero, querida, ¿no es arriesgarse demasiado? Aunque se trate de… —vaciló; había oído historias relacionadas con la señora Stedman, y sabía algo, mucho más de lo que Marjorie podía adivinar, acerca de su nueva pasión por el juego—. Aunque se trate de salvar a personas a quienes usted ama —añadió bruscamente—. Bueno; no he dicho esto para molestarla. Está usted en una situación terrible, y haría lo que fuera con tal de ayudarla. ¿Qué tal es ese hombre?
La joven sonrió algo tristemente.
—Es… Pretoria Smith —repuso, tan alegremente como pudo.
Lord Wadham se acarició la barbilla.
—Puedo encargarme del certificado de matrimonio. Dígame los nombres.
Marjorie no podía decir que ignoraba el de su esposo.
—Ya se los mandaré —repuso.
(Cuando volvió a su casa, desalentada, se sentó a su escritorio, y puso: «John Smith, hijo de Enrique y María»; dijo que el padre había sido minero de profesión, y puso la edad de su novio en treinta y dos años).
—Yo le arreglaré esto —dijo lord Wadham—. Y si me envía usted hoy los nombres, en el primer correo de mañana recibirá la licencia.
—¿Dónde podríamos casarnos? —preguntó ella.
—¡Oh, en cualquier parte! —contestó el conde—. Mi capellán se encargará de la ceremonia.
Usted no conoce a Stoneham, ¿verdad? Es una buena persona…, más ciego que un topo y tan sordo como una tapia.
Sonrió al hacer esta descripción del infeliz sacerdote.
—Precisamente lo que a usted le conviene —añadió—. No reconocería a usted ni a su marido aunque llevaran campanillas encima. Pero ¿dónde podremos hacerlo?… ¡Hum! —volvió a meditar—. Ya lo sé. Telegrafiaré a un amigo mío que es el administrador de los Tynewood, y le pediré permiso para que se casen ustedes en la capilla particular de Tynewood Chase. Es Vanee, el abogado.
—¡Vanee! —repitió ella, asombrada—. ¡Sí, claro! Pero ¿no sabe usted que…, que no le gusta que vaya la gente a la finca?
—Yo lo arreglaré, querida —dijo lord Wadham, con confianza—. Bien; ¿qué hay si yo resuelvo esto, le mandó a Stoneham y voy en persona a la ceremonia?
A Marjorie se le saltaron las lágrimas.
—Es usted más que amable, lord Wadham —dijo con voz trémula.
Él le dio un golpecito suave en el hombro.
—¡Tonterías! —contestó—. Me gusta que se case la gente, aunque no puedo decir que esta boda sea de mi agrado. ¿Acepta usted la capilla y el sacerdote?
Ella asintió.
—¿Qué día?
—Ya…, ya hablaré con míster Smith —dijo ella.
Le encontró aquella tarde, aunque no le esperaba. Marjorie había enviado una nota a la única fonda de que el pueblo gozaba, pidiendo que viniera a verla; pero indudablemente no llegó hasta él. La joven estaba dando un paseo por el campo, y había andado dos millas, cuando en un recodo del camino en que éste se hundía en un valle, vio a un hombre sentado sobre la hierba, con la cabeza inclinada entre las manos, y que al oír pasos alzó los ojos. Era Pretoria Smith. Se levantó.
—Siento lo de esta mañana —dijo, con cierta turbación—. Hice mal en perder la serenidad delante de aquella… señora.
—¿Conoce usted a lady Tynewood? —preguntó la joven.
—¿Que si la conozco? —repuso él con acritud—. ¡Claro que sí!
—Es la mujer de sir James Tynewood, uno de los principales propietarios de esta región, aunque no viene nunca por aquí.
Marjorie le miró mientras hablaba. ¿Qué tal le sentaría la alusión a aquel hombre que había muerto trágicamente hacía dos años? Él ni se estremeció.
—¿No vive aquí? Entonces es idiota —dijo Pretoria Smith—, porque éste es el sitio más hermoso que he visto. Quizá se deba a que estoy cansado de las llanuras áridas y secas de África del Sur. Pero, de todos modos, puede usted asegurar que sir James es tonto.
—Míster Smith —a Marjorie le repugnaba lo que tenía que decir—, he de preguntarle si le molestaría a usted que nuestra boda se…, se celebrara muy rápidamente.
—Cuanto antes, mejor —repuso él; estaba mirando hacia el valle.
—Comprenda usted —prosiguió ella, sin alzar los ojos— que para mí todo esto ha sido tan raro e inesperado…
—Lo comprendo —replicó él—. Creo que ya le dije que yo tampoco pensaba ni remotamente en casarme. Querría seguir solo en la mina, con mi pipa y mis pensamientos, que no eran siempre agradables, aunque mucho más, sí, mucho más que los que me dominan en este momento.
Marjorie le lanzó una rápida mirada.
—No es usted muy galante —dijo riendo—. Pero yo no espero ningún cumplido. ¿Conque quiere que nos casemos en seguida?
—Quiero terminar —contestó el otro, fijándose en una vaca que bajaba por la cuesta—. Comprendo sus sentimientos, y los comparto yo también.
—Lord Wadham me ha dicho que su capellán podría casarnos —dijo ella—. ¿Le parece?
—¿Que sea Stoneham? —preguntó Smith, indiferente—. Antes era vicario de aquí…, está casi ciego.
—¿Le conoce usted? —preguntó ella, inmediatamente.
Él enrojeció.
—He prestado atención a los chismorrees del pueblo —confesó—. No, no conozco a lord Wadham ni a su capellán, pero me figuro que será tan bueno como cualquier otro.
—Además…, he dicho que se llamaba usted John. ¿Es así?
—Casi, casi. Puede usted llamarme como quiera. ¿Ha hablado también de mis ilustres antepasados?
—Lo intenté —afirmó ella—. Dije que su padre había sido minero.
Él rió suavemente.
—Está bien —repuso—. Se pasaba la vida cavando… en el jardín; sentía adoración por toda clase de semillas, y los jardineros le temían.
—Y…, y… –añadió ella, queriendo dejar cuanto antes aclarado aquel detalle— lord Wadham sugirió que, como yo no quería que esto se hiciese público, podíamos casarnos en la capilla de Tynewood Chase.
Él no contestó en seguida.
—¿Hay capilla en Tynewood? —dijo, al cabo de una larga pausa.
Ella estuvo a punto de despreciarle por aquel inútil fingimiento.
—Sí —dijo Marjorie, asintiendo—; una capilla muy bonita. Pensaba ir a verla hoy. ¿Querría…, querría venir usted?
Él negó con la cabeza.
—No —contestó, como la joven esperaba.
—¿De modo que estamos de acuerdo? —preguntó Marjorie—. ¿Qué día?
—Cualquiera.
Smith seguía mirando para otro lado.
—Entonces está todo arreglado —ella hizo un movimiento como para marcharse—. ¿Pongamos a las once?
—Excelente hora.
—Y…, y…–la joven tuvo que hacer un esfuerzo —¿adonde iremos luego?