18

EL ENCUENTRO

Él había venido. Marjorie no esperaba que lo hiciera tan pronto, después de su desagradable aventura de la noche anterior. Por lo visto no estaba avergonzado. La joven había visto salir a su madre de la habitación; logró escribir una carta de gracias a lord Wadham. Luego llamaron a la puerta y entró una doncella, muy agitada, como si estuviera enterada de los secretos de la casa, y que, probablemente, lo estaría.

—Míster Pretoria Smith —dijo.

Él entró y Marjorie se levantó para ir a su encuentro.

Se miraron durante unos segundos. Él vio una muchacha de delicada belleza y se quedó muy sorprendido. La noche anterior no había reparado en ella, y lo de aquella mañana solo había durado un segundo. Al examinar la gracia de Marjorie se quedó como si hubiera recibido un golpe.

Ella, por su parte, vio a un hombre alto, no tan ancho de espaldas como se lo imaginaba. Su rostro estaba curtido por el sol africano, sus ojos eran muy azules (y llenos de sangre, por algo que la joven adivinó). Su cara parecía una máscara por lo impasible, y cuando estaba rígida imponía. Llevaba aún él mismo traje raído de la noche anterior, que le sentaba muy mal, como si hubiese sido hecho para un hombre más ancho y bajo que él.

Fue un momento de terrible turbación para los dos.

—Yo soy el hombre de quien le ha hablado su tío —dijo él—. Me llaman Pretoria Smith, pero no es ese mi hombre.

Marjorie jamás había pensado que tal fuese; pero no dijo nada. Ni siquiera cuando él añadió:

—Me gustaría casarme con ese apellido, no obstante. Para la legalidad del matrimonio da lo mismo…; se armaría algún jaleo, pero el casamiento valdría lo mismo.

Para Marjorie, la cuestión de los nombres no tenía importancia, comparada con el hecho mismo de la boda.

—Yo no necesito presentarme —dijo con calma—. Soy Marjorie Stedman, la sobrina de Salomón Stedman. Le he visto a usted antes…, en la oficina de míster Vanee. Yo era su secretaria.

Él la miró.

—¿En la oficina de Vanee? —dijo—. ¡Ah, ya me acuerdo!

Frunció algo las cejas, como si tratara de recordar su cara, y Marjorie pidió a Dios que no la asociara a ella con lo acaecido aquella terrible noche de Tynewood Chase; y, por lo visto, no fue así.

—¿No quiere usted sentarse? —dijo ella, y el otro obedeció, algo perplejo. Marjorie se dio cuenta de que él la miraba con firmeza y sin turbarse. En vez de molestarla, prefirió aquello a la mirada de azoramiento que ella esperaba—. ¿Es usted amigo de mi tío? —preguntó en tono de conversación cortés.

—Muy íntimo —dijo él, carraspeando—. Nos conocemos desde hace… cuatro años. Le salvé la vida —añadió, sin darle importancia.

—¿Ah sí? —dijo ella, interesada.

—Había salido a buscar oro —replicó Pretoria Smith—. Descubrió la mina de Kalahari, que hizo su fortuna, así como la mía, pero perdió la pista del agua. Sus dos criados… indígenas, sabe usted…, le traicionaron. Según creo, querían que muriera para quitarle las cosas. Yo llegué cuando estaba casi agonizando a una yarda o dos del agua, pero demasiado débil para llegar hasta ella.

—¿Y le dio usted agua? —le preguntó Marjorie, tratando de imaginarse aquella escena en el desierto.

—Sí —repuso él, vacilando—. Los obligué a que le dieran agua, y luego le llevé al pueblo más cercano.

—¿Y los criados? —preguntó ella.

Pretoria Smith miraba a todas partes.

—Contra uno hube de disparar. Se puso pesado —dijo, y ella se estremeció—. Creo que le maté, no estoy seguro. El otro no tenía ganas de reñir.

Hubo otra larga pausa, y Marjorie Stedman volvió a romper el silencio.

—Míster Smith —dijo con calma—, mi tío quiere que me case con usted, y creo que le ha… convencido —enrojeció al emplear aquella odiosa palabra— para que lo haga.

Él asintió.

—Yo no quería…, como es natural —replicó—. Pero debo mucho a Salomón, y estaba empeñado. Es un viejo chiflado —añadió casi para sí, pero Marjorie notó el tono cariñoso de su voz, y le sorprendió casi sonriendo.

—¿Por qué hubo que convencerle a usted?

—Porque…–vaciló él —no quería casarme con nadie, y menos con una mujer a quien no conocía. Ésta era una razón, y otra, por ella misma. Comprendo que debe ser terrible para una muchacha el que alguien le sea impuesto.

Marjorie le miró, algo admirada; y él, interpretándolo mal, enrojeció algo.

—Tengo que disculparme por mis ropas —dijo—. Las compré a toda prisa en un almacén, porque a poco si pierdo el barco, y así vine aquí. Y, además, quiero darle mis excusas, miss Stedman —añadió ansiosamente—, por lo de anoche.

—No hablemos de eso —dijo ella amablemente—. Pero espero que cuando…–al principio no pudo decir aquella frase —cuando nos casemos no… beberá usted.

Él se calló, y en aquel momento entró lady Tynewood.

—Querida —dijo alegremente, dirigiéndose a la muchacha y mirándola con rabia—, presénteme a su novio.

Pretoria Smith se volvió lentamente y extendió una mano, mientras la joven decía, queriendo ser alegre:

—Míster Smith, lady Tynewood…

Durante un segundo se miraron frente a frente. Alma contemplaba la alta figura de Smith con cierta admiración. Entonces vio Marjorie una mirada de disgusto y horror asomar al rostro del joven, que dio un paso hacia atrás.

—¡Usted! —exclamó, con voz ronca—. ¡Dios! ¡Antes preferiría estrechar la mano de un leproso!