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EN BREVE CONTRAERÁN MATRIMONIO…

Lance Kelman estaba muy turbado. Él también se sentía ofendido.

—Ya te habrás fijado, Marjorie —dijo—, de qué modo más vergonzoso me trató ese duque de todos los demonios. Jamás fui partidario de la realeza, y ahora…

La joven le detuvo con un gesto.

—Lance —dijo con calma—, te portaste como un villano esta noche. No sé por qué razón, a no ser porque tu despreciable amor propio se ofendió cuando supiste que iba a casarme con otro. No me interrumpas —añadió alzando la voz—. Me humillaste ante todo el mundo, creyendo que así terminaría con Pretoria Smith y me casaría contigo. Una cosa te digo, Lance —y fijó sus ojos ardientes en él—: que antes preferiría casarme con Pretoria Smith o con veinte Pretorias Smith que con un hombre como tú. El puede no haber sido educado y no saber portarse de otro modo. Tú has estado en un colegio y pasas por un caballero. Para vengar tu vanidad has hecho de mí el hazmerreír del Droitshire. Te mereciste todo lo que te dijo el príncipe, y ahora… ¡vete!

Marjorie señaló hacia la puerta; y Lance Kelman, después de intentar hablar en vano, se marcho sin que se le ocurriera lo que debía haber contestado en aquellas circunstancias hasta que estuvo acostado.

Para Marjorie fue aquella una noche en que no pudo descansar. No tenía sueño, y al llegar el alba estaba sentada, con su quimono de seda, ante el balcón, viendo desaparecer las estrellas hacia Occidente. El aire estaba perfumado con el fuerte aroma de las flores que llegaba hasta ella. Poco a poco se desvanecía su fatiga. La tranquilidad del ambiente llevó la paz a su espíritu agitado.

Su cuarto daba a la carretera, porque el extremo del edificio estaba separado tan solo doce yardas del alto macizo que separaba el camino público de la finca de su madre. La ventana dominaba parte de aquélla; y Marjorie vio a un hombre que andaba por medio de la carretera acercándose hacia la casa. Se preguntó la joven si sería un trabajador que a hora tan temprana se dirigía a alguna granja; pero por el modo de andar adivinó que no era así.

Le estuvo mirando hasta que se acercó a muy poca distancia. Llevaba el sombrero en la mano. Y entonces, lanzando un grito, le reconoció. Era aquel hombre que había entrado en el comedor… Pretoria Smith. Ahora estaba sereno, y quizá, pensó Marjorie, habría dado un paseo para que se le pasaran los efectos de su embriaguez anterior.

No miraba sino de frente, y solo cuando pasó cerca de ella alzó los ojos. Marjorie había pensado retirarse de la ventana; pero aquella ojeada repentina la cogió por sorpresa. A él también, por lo visto, porque se detuvo y dijo algo. Marjorie oyó «Perdone»; se levantó y cerró el balcón con gran estrépito.

No se molestó en averiguar qué hacía él. Si lo hubiese hecho, habría visto que se encogía de hombros y seguía andando. Entonces, al comprender la joven la inutilidad de todo aquello, se echó en la cama, demasiado abatida para poder llorar. Aquel hombre iba a ser su marido y era una tontería empezar así, enemigos desde el principio.

¡Su esposo! Marjorie se estremeció y se echó el edredón por encima porque sentía frío. Así se quedó dormida, para no despertar hasta las diez. Se bañó, se vistió despacio y bajó. Su madre estaba en el gabinete con un libro en la mano y un cigarrillo en la boca. Solo desde que conocía a lady Tynewood había tomado esta costumbre; y Marjorie, a pesar de su disgusto, se divirtió en su interior, porque su madre solo fumaba cuando tenía algo desagradable que hacer.

—¿Te has vestido ya, querida? —dijo mistress Stedman—. Hay algunas cartas para ti.

La joven las ojeó y las echó a un lado.

—¿No has almorzado?

—Tomé un poco de café en mi cuarto —respondió secamente, Marjorie. Y conociendo los síntomas, preguntó—: ¿Qué te preocupa, mamá?

—Querida —dijo la otra nerviosamente—, he recibido una carta de Alma muy amable…; pero…, pero…

—Pero quiere su dinero, ¿no?

Todo conspiraba contra Marjorie, todo. Si hubiese querido cambiar de opinión, si después de la horrible escena de la noche anterior se hubiese decidido a no aceptar jamás a aquel hombre, el Destino lo disponía de otra manera.

—Quiere el dinero, sí. Claro que Alma tiene muchos gastos, y precisamente ahora le ha sucedido algo inesperado. Puedes leer su carta, si quieres.

—No te molestes, mamá. Ya sé yo cuáles son esos gastos inesperados —dijo la muchacha—. No olvides que he escrito a miles de personas pidiendo dinero para el hospital; y sé lo que todos dicen en estas circunstancias.

—Alma se portó muy bien en este asunto —respondió mistress Stedman en tono de reproche—. Fue muy generosa.

—Nos dio cien libras y esperaba un anuncio por valor de mil —respondió, lacónicamente, la joven—. Y con mucho gusto cogería ahora otra vez sus cien libras. De modo que quiere su dinero, ¿eh? ¿Para cuándo?

—Para el lunes que viene. Es terrible que yo tenga que pedir a mi propia hija que me ayude en este asunto —dijo mistress Stedman, a punto de echarse a llorar—. Creí que podría arreglarme sin decir nada, porque tuve ayer una suerte extraordinaria.

—¿Volviste de nuevo a jugar? —preguntó la joven—. ¡Mamá!

—¿Por qué no lo iba a hacer? —preguntó, indignada, mistress Stedman—. ¡Qué niña! ¡Cualquiera creería que no puede una cuidar de sí misma!

Marjorie suspiró, fue al balcón y lo abrió. Estuvo un rato mirando al jardín y luego se volvió.

—Mamá —dijo—, ¿cuándo me podré casar?

—¿Cuando? —repitió mistress Stedman—. No se el tiempo que tardará la modista en preparar…

—No estoy hablando de modistas —respondió, sin alterarse, Marjorie—. Me refiero a la boda. ¿Con cuánto tiempo de anticipación hay que avisar para que la ceremonia se celebre?

—Pues si sacas una licencia especial…, aunque a mí no me gustan esos casamientos apresurados…, se podrá hacer en un día o dos.

—¡Casamientos apresurados! —repitió Marjorie, irónicamente—. Sí, quiero que sea cuanto antes. Me gustaría que llamaras a míster Curtís para que arreglara lo de la licencia —dijo, aludiendo al abogado del pueblo.

Su madre pareció algo turbada.

—No deberás también dinero a míster Curtís, ¿verdad? —se apresuró a preguntar la joven.

—El caso es… —titubeó la madre —que él tiene lo de los intereses de la hipoteca. Creí que te había dicho que la casa estaba hipotecada.

—No los habrás pagado, supongo —dijo Marjorie, moviendo la cabeza.

—Claro que lo puedo arreglar —repuso la otra dignamente—. Hablaré a míster Curtis y le diré lo que quieres.

Fue al escritorio y cogió una hoja de papel.

—Marjorie Stedman —dijo, mientras escribía—, hija de Maud Stedman y de John Francisco Stedman —escribió algo más y luego se volvió—. ¿Como se llama tu novio, querida? —dijo con toda naturalidad, como si se tratara del casamiento más extraordinario que se había acordado jamás.

—¿El nombre de mi novio? —dijo Marjorie—. Pues… ¡no lo sé!