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EL INTRUSO

Jamás podría olvidar Marjorie Stedman aquella escena de horror y humillación. La enorme habitación, iluminada por centenares de luces, las paredes cubiertas de banderas, las mesas deslumbrantes, todos los rostros encendidos y vueltos hacia ella, y allí al otro lado…, se estremeció de angustia…, la figura grotesca de Pretoria Smith.

Él estaba hablando una jerga extraña e incomprensible, como un borracho que solo a medias se da cuenta de lo que le rodea; y dominando el espectáculo la serena figura del príncipe, con las manos apoyadas en la mesa, la cabeza ligeramente inclinada y los ojos fijos en aquella ruina que tenía delante de él.

Fue su alteza quien primero se movió. Dio la vuelta a la mesa antes que ninguno de su séquito pudiera llegar a él, levantó a Pretoria Smith, y haciendo apartarse a unos cuantos, le condujo medio a rastras al vestíbulo.

Entonces comenzaron a oírse todas las voces, y todo el mundo se fijó en Marjorie, que, mortificada y humillada hasta el último extremo, no se atrevió a cruzar la mirada con nadie.

El príncipe volvió luego con calma y se sentó al lado de ella. Se inclinó y le dio un golpecito en una mano.

—Querida amiga —dijo en voz baja—, siento mucho… ¿Quién fue el que le trajo?

Miró a todas partes, y sus sagaces ojos divisaron pronto el rostro turbado de Lance Kelman, y le hizo adelantarse. En el momento en que Lance había hecho su dramática presentación, había quedado como atontado, y al ver moverse el dedo del príncipe se acercó vacilante y aguardó en el mismo sitio poco antes ocupado por Pretoria Smith.

—No sé cómo se llama usted —dijo el duque de Wight, mirándole— ni lo he preguntado, porque no quiero saberlo. Solo le puedo decir, caballero, que su conducta le hace indigno de estar con nosotros; y así, pues, le ruego que se retire.

Lance Kelman se fue sin mirar a derecha ni a izquierda, hirviendo de rabia y miedo, porque temía lo que luego podría pasar. Él, Lance Kelman, hombre de posición y posible candidato para el Parlamento, había sido injuriado públicamente. Estuvo a punto de echarse a llorar; y, efectivamente, había lágrimas de humillación en sus ojos cuando entró en su auto y volvió a la casa que había alquilado para el verano.

Poca gente le vio irse o supo por qué se fue. Marjorie Stedman había oído todo, y en cierto modo se lamentó del reproche; el duque debió de darse cuenta, porque volvió a ella sonriendo.

—No come ni bebe usted nada —dijo alegremente—, y eso no puedo permitirlo.

Mientras llevaba la copa de vino a sus labios su mano temblaba, y él lo notó.

—Ha sido horrible para usted, y yo lo comprendo —dijo—. Esa persona que he enviado a su casa es un impertinente; supongo que tendría algún motivo…

—No sé cuál —repuso la joven, moviendo la cabeza—. Lance y yo somos buenos amigos; pero él está ofendido, según creo, por algo que ha pasado.

Con suavidad y raro tacto el duque consiguió saber toda la historia. La carta que había recibido la joven y el horror de tener que casarse. No le habló de su encuentro anterior ni de las indiscreciones de su madre, pero él comprendió que tenía que haber alguna razón esencial para que Marjorie aceptara la orden de Salomón Stedman.

—Yo no tenía idea de que ese Smith estuviese en Inglaterra —dijo ella—. Mi tío solo decía que se había puesto en camino. Debe de haber venido en el mismo vapor que la carta.

El príncipe asintió.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó con desesperación Marjorie—. Por mi gusto volvería a Londres a trabajar. Pero hay…, hay razones por las que no puedo hacer esto y por las que tengo que aceptar —vaciló— a Pretoria Smith, con todo lo que Pretoria Smith significa.

El joven príncipe guardó silencio. Todos se habían dado cuenta de qué estaban hablando; ni un solo movimiento escapó a los invitados. Vieron de repente levantarse al real duque, y cesó el murmullo de las conversaciones. ¿Iría a hacer alguna aclaración que explicase el incidente de la cena? Pronto se disiparon todas las dudas.

—Señores —dijo el duque de Wight—, brindo en nombre del rey.

Así, pues, nada se dijo del otro asunto, y cada cual tendría que pensar y adivinar el significado de aquella original escena.

Por lo que ellos sabían, Marjorie no estaba comprometida con nadie, y no parecía de esa clase de muchachas capaces de aceptar a un rufián que se permitiese cometer tales groserías.

Había docenas de hombres en el condado que hubieran sido felices llevando a Marjorie al altar. Tenía innumerables amigos, todos en aquel momento ofendidos y atónitos. Varios jóvenes, en el vestíbulo, hablaron de ir a buscar a Lance Kelman en la primera ocasión y hacerle ver lo indigno de su proceder.

Por fin, el recuerdo del incidente se desvaneció, comenzaron los discursos; y Marjorie, como en un sueño, oyó las alabanzas que el príncipe le dedicaba. Después, ante toda aquella enorme reunión, su alteza prendió sobre su pecho la insignia de la Orden de la Real Cruz Roja. Los vivas fueron espontáneos como atronadores.

Lady Tynewood no gritó. Miró la escena e hizo una mueca de desprecio.

—Ese hombre debe de haberse enamorado de ella también —dijo en voz alta— para haber olvidado cosa tan desagradable.

Su vecino, un hidalgo de recias espaldas, la miró bajo sus cejas pobladas…

—No me agrada ese comentario, señora —repuso, y se fue.

Ella no le hizo caso. Todo su espíritu estaba concentrado en otro asunto… Cómo podría servirse de Pretoria Smith, cuyo rostro había visto por primera vez en la vida.