MARJORIE DICE LA NOTICIA
Qué le pasa a Marjorie? —preguntó Lance Kelman, mientras encendía una cerilla.
Mistress Stedman hizo con las manos un gesto en que daba a entender su ignorancia.
—No puedo comprenderla; y a medida que va siendo mayor se aleja más de mí —repuso, quejándose—. No siente por mí simpatía ni comprende mi temperamento.
—Es muy joven —dijo Lance, condescendiente—. Quizá si viajara algo, tendría un espíritu más amplio y se daría más cuenta de las cosas.
Mistress Stedman, que comprendía muy bien a su sobrino, le miró admirada.
—Me gustaría que Marjorie cambiara —dijo—. A veces deseo que se case. ¿Sabes lo que pensé cuando fuiste a África a ver al viejo Salomón?… Fuiste muy valiente en emprender ese viaje… Me hubiera gustado que Salomón hubiera hecho tu fortuna y que volvieras en disposición de casarte.
—Con Marjorie, ¿no? —preguntó Kelman, nada disgustado ante aquel proyecto—. Sí, yo también lo pensé —añadió—. Ella es muy buena, aunque de opiniones muy estrechas, tía.
—Ésa es mi idea, exactamente —dijo mistress Stedman, mirando nerviosamente el reloj—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—¿Vas a salir, tía? —preguntó Lance.
—Lo pensaba —repuso, bajando la voz—; pero te ruego que no se lo digas a Marjorie. Está obsesionada con lady Tynewood.
—Vas a casa de Alma, ¿eh? —dijo el sobrino—. Estoy de acuerdo contigo; lady Tynewood es una gran persona. El otro día le conté mis preocupaciones, y ella me dijo si yo había visto alguna vez a su marido…, ya sabes, sir James Tynewood. Se escapó, según creo, aunque jamás he sabido toda la verdad.
—Se cuentan muchas cosas —comenzó a decir mistress Stedman; y la llegada de Marjorie la interrumpió.
La joven venía bellísima en traje de amazona. Una levita gris que le sentaba perfectamente le caía hasta donde las botas de montar subían sujetando los pantalones por encima de la rodilla. Lance la miró, admirado.
—Para ser tan mojigata, Marje, a veces te vistes de modo muy atrevido.
—Yo no soy mojigata, y haz el favor de no llamarme Marje —dijo Marjorie—. Suena a eso que poníamos en el pan cuando vivíamos en Brixton.
—Querida —repuso mistress Stedman, estremeciéndose—, no hablemos de aquellos tiempos horribles.
La joven lanzó un suspiro.
—¿Estás tú dispuesto? —preguntó.
Sin esperar contestación salió de la casa; y se dirigió a donde guardaban los caballos. Lance se apresuró a seguirla para ayudarla, pero ella tenía ya puesto un pie en el estribo y saltó a la silla antes de que él la tocara.
—Eres muy independiente —gruñó Kelman; y se disgustó bastante, porque se enorgullecía de saber cómo hay que ayudar a una dama en aquellas circunstancias.
Cruzaron un largo y estrecho sendero bordeado de macizos, sin que Marjorie hablara durante cierto tiempo. Quería contarle a Lance lo que había hecho, y no dudaba de cuál sería su opinión.
—Tu madre me habló de Tynewood —dijo él, y la joven murmuró algo.
—Espero que no irá hoy allí —exclamó de repente; pero Lance no contestó.
—Tú no has estado nunca en Chase, ¿verdad?
Marjorie había ido una vez. Se acordó de ello estremeciéndose.
—No lo he visto nunca —repuso, y no mentía.
—Es un edificio de la época Tudor, muy hermoso, con un parque magnífico. ¡Dios sabrá por qué ese hombre ha abandonado a una mujer tan encantadora y una posición de esa clase!
—¿Te refieres a sir James Tynewood? —preguntó ella; y él asintió.
—Sí. Dejó a su mujer, tú ya sabrás, pocos días después de la boda. Aquí no se sabe la verdadera historia. Sir James tiene dos fincas, y suele pasarse le vida en la otra. Realmente, en Chase no existe quien le conozca más que el viejo encargado de la verja. Se casó hace cuatro años, por sorpresa. Lady Tynewood trabajaba en el teatro, como tú sabes.
—Oí algo de eso.
—Creo que él debió de volverse loco —dijo Lance—. Dejarla, sin una palabra…
—¿Quién te contó todo eso? —preguntó la muchacha.
—Bueno, para ser sincero, te diré que lady Tynewood me contó la triste historia de su vida, o parte de ella, el otro día, cuando estuve tomando el té —contestó Lance, con aire de indiferencia.
—Comprendo —afirmó la joven, sonriendo para sí—. Continúa, haz el favor, que sir James Tynewood me interesa mucho. Realmente, es la única cosa de Tynewood que me interesa.
—Él se escapó —prosiguió Lance, orgulloso de conocer la historia de tan buena tinta—. Se casaron bruscamente en Londres, y él, que era algo alocado, se metió en algunos líos antes de conocer a Alma…, quiero decir a lady Tynewood. Recuerdo que yo estaba en Winchester por entonces… Vino en todos los periódicos, y uno de ellos aludió a que lady Tynewood llevaría ahora el famoso collar de los Tynewood…, ya sabes, ése de diamantes…
—Ya me suponía que no sería un collar de perro —repuso ella, sin sonreír; y Lance la miró con desconfianza.
—Bueno, el caso es que ella insistió en que sir James se lo diera; él vino a Tynewood Chase —se detuvo con ademán dramático—, y desde este momento… no se le volvió a ver. A la mañana siguiente, Alma Tynewood recibió una carta de su abogado, diciendo que, aunque James se había casado con ella, no se le permitía transponer las puertas de Chase. Se le aseguró un poco de dinero, completamente suficiente para una mujer de su posición, y la primera noticia que tuvo fue leer un suelto en el periódico, donde se decía que sir James Tynewood había salido para África del Sur.
—¿África del Sur? —preguntó inmediatamente la joven—. ¡Ah, claro! El Carlsbrooke Castle va allí, ¿no?
—Yo no he hablado del barco —dijo Lance, satisfecho de haber despertado tanto interés y no molestándose en preguntar (con gran contento de ella) por qué asociaba aquel vapor con el desaparecido sir James—. Pero ¿por qué dices África del Sur en ese tono de voz tan raro?
—Porque es un país que me interesa —dijo ella, con voz tan ronca, que Lance se volvió sorprendido a mirarla—. ¡Voy a casarme con Pretoria Smith!
—¡Pretoria Smith! —exclamó él—. ¿Qué quieres decir?
—Lee esto.
Marjorie sacó la carta del bolsillo y se la entregó. Lance detuvo el caballo y la leyó.
—¡Pero no puedes hacer esto! —dijo—. Conozco a ese Pretoria Smith… Es un bárbaro… Un camorrista, un rufián. Una vez le vi pegar a un pobre indígena y tuve que intervenir. Estuvo una vez procesado por disparar contra un pastor que se llamaba…, se me ha olvidado, pero es verdad. ¡Y bebe!… Le he visto dando tumbos por la ciudad. Se dice…
—¡Oh, calla, calla! —repuso ella, estremeciéndose y cubriéndose el rostro con las manos.
—Esto no puede ser, Marjorie. No es posible que consientas. Querida, yo estaba esperando que llegara el día en que pudiese pedirte que fueras mi esposa.
Ella le detuvo con un gesto.
—No podría casarme contigo —dijo con calma—. No compliques más un asunto ya bastante embrollado.
—¡Pero esto es imposible! —exclamó Lance—. Es una locura. No puedo consentirlo.
Marjorie sonrió, amargamente.
—Desgraciadamente, no lo podrás evitar —dijo—. Tengo que hacerlo.
No le habló de las imprudencias cometidas por su madre, ni de su tragedia interior, y siguieron el paseo, él lleno de rabia y sintiéndose ofendido personalmente; ella, resignada ante lo inevitable. Así llegaron a las puertas de Chase, donde se detuvieron.
—No tengo muchas ganas de ver hoy esto —elijo la joven, con aire de cansancio.
Desde donde ella estaba, se divisaba la belleza del parque, los árboles altos y llenos de boscaje, el antiguo edificio gris tan majestuoso, con sus ventanas que brillaban a la luz del sol de la tarde.
—Quedémonos aquí. Me gusta este espectáculo. Es muy hermoso —dijo ella, en voz baja.
Y durante algún tiempo el encanto del paisaje le hizo olvidar sus preocupaciones. Mientras estaban allí sentados oyeron el ruido de un automóvil, que poco después apareció y se detuvo enfrente de la verja. Una mujer se bajó del coche.
—Lady Tynewood —murmuró Lance, y la joven no quiso volverse, pero triunfó su curiosidad de mujer.
Lady Tynewood se dirigió andando hacia la verja, y un portero de librea abrió y se colocó a la entrada.
—¿Puedo hacer algo por su excelencia? —preguntó, tocándose la gorra.
—Quiero entrar —dijo lady Tynewood; pero el otro no se movió.
—Lo siento, señora, pero tengo órdenes de no franquearle el paso, bajo ningún pretexto.
—Pues yo le ordeno a usted lo contrario —respondió la otra, furiosa—. Ya he obedecido demasiado los mandatos de su amo. Insisto en que tengo derecho a entrar aquí, cómo y cuando quiera.
Por toda respuesta, el otro retrocedió y cerró la verja.
—Lo siento, señora —dijo del otro lado de los hierros—. Mis órdenes son estrictas. No puedo dejarla entrar.
Alma se volvió furiosa para encontrarse con Marjorie.
—¡Usted! —dijo, con voz ronca. Se llevó la mano a la garganta como si la costara trabajo respirar—. Ésta es otra humillación que ha presenciado, Marjorie Stedman. Ya tengo dos cuentas que arreglar con usted.
Marjorie no contestó al principio, y dijo luego con calma:
—Podrá usted arreglar todas las cuentas que quiera, lady Tynewood, pero jamás serán cuentas de bridge.
Y diciendo esto, se alejó.