UNA CARTA MISTERIOSA
Bien, ¡ya le has cazado! ¿Que piensas de él? Los labios delgados de August Javot esbozaron una cínica sonrisa, mientras contemplaba el espectáculo. La confusión reinaba en el pequeño gabinete; los muebles habían sido arrimados a las paredes, a fin de dejar a los bailarines un poco más de espacio. La mano de un borracho había arrancado un aplique eléctrico de un tabique, y un gran jarrón de lilas blancas había sido roto y arrojado al suelo, donde yacía, formando un montón de trozos de china y flores deshojadas. En un rincón de la estancia lanzaba sus notas mecánicas una pianos, y media docena de parejas se movían al compás de un pasodoble, dando pasos vacilantes entre una babel de risas y chillidos histéricos.
La hermosa muchacha que estaba al lado de August Javot paseó la mirada por la habitación; y detuvo los ojos en un joven enrojecido, que en aquel momento trataba de sostenerse en el aire con las manos apoyadas en la pared, animado por los ensordecedores gritos de otro, que parecía algo más sereno que el acróbata improvisado.
Alma Trebizond levantó ligerísimamente las cejas; y se volvió para mirar a Javot.
—No se puede escoger —dijo con aire de satisfacción—, ¿no le parece? Pero es un baronet del Reino Unido y tiene una renta de cuarenta mil libras al año.
—Y el collar de diamantes de los Tynewood —murmuró Javot—. Será una cosa original verte con cien mil libras en diamantes alrededor de tu lindo cuello, querida.
La muchacha lanzó un largo suspiro, como persona que se ha atrevido a mucho y que ha alcanzado más de lo que esperaba.
—Todo ha ido mejor de lo que yo creía —dijo, y añadió—: He puesto un anuncio en los periódicos.
Javot la miró fijamente. Era un hombre de rostro delgado, anguloso, algo calvo. Sus ojos parecían los de un halcón, cuando se volvió hacia la joven para observarla con seriedad.
—¿Has dado parte a los periódicos? —repitió, con lentitud—. ¡Creo que estás loca, Alma!
—¿Por qué? —preguntó ella, en son de desafío—. No tengo nada de que avergonzarme… Yo valgo tanto como él. Además, no es cosa muy rara que una actriz de mis méritos se case con un par.
—No se trata de que sea par —replicó Javot—. Ése es otro asunto. El te pidió, particularmente, que mantuvieses secreto el matrimonio.
—¿Y por qué lo iba a hacer yo? —preguntó ella.
Un ligero brillo asomó a los ojos de Javot.
—Por muchas razones —repuso, intencionadamente—, y yo podría darte alguna si hiciera falta.
No mandarás ese anuncio, Alma.
—Lo he mandado ya.
Javot hizo un gesto de impaciencia.
—Mal empiezas —dijo—. Sir James Tynewood no estaba borracho cuando te pidió que quedara el matrimonio secreto durante un año. Estaba muy sereno, Alma; y tenía motivos, créelo.
Encogiéndose de hombros con indiferencia, Alma se separó de él; y se dirigió al joven de los equilibrios, que ahora estaba en pie y sosteniendo con una mano vacilante una copa de champaña que su compañero intentaba llenar, con resultados desastrosos para la alfombra de Alma.
—Te necesito, Jimmie —dijo ella; y cogió al joven por un brazo.
Él la miró, sonriendo.
—Espera un minuto, querida —repuso, con voz oscura—. Precisamente, ahora voy a tomar otra copita con el viejo Mark.
—Tienes que venir conmigo —insistió ella.
El joven, sin dejar de sonreír, dejo caer al suelo la copa, que se hizo mil pedazos.
—Se ve que me he casado, ¿eh? —exclamó—. Hay que obedecer a la esposa, ¿verdad?
La muchacha le condujo al lado de Javot.
—Jimmie —dijo bruscamente—, he enviado a los periódicos el anuncio de nuestra boda.
Jimmie la miró con torpe asombro; y frunció las cejas.
—Di eso otra vez —exclamó.
—He enviado la noticia de que Alma Trebizond, la eminente actriz, ha contraído matrimonio con sir James Tynewood, de Tynewood Chase —dijo ella, fríamente—. No quiero guardar secreto nada de este asunto. ¿Es que te avergüenzas de mí?
Él había soltado el brazo de Alma; y sin dejar de fruncir las cejas, se pasó las manos por los cabellos, haciendo un esfuerzo para meditar.
—Te dije que no lo hicieses —exclamó, con repentina violencia—. ¡Maldita sea! ¿No te dije que no lo hicieras Alma?
Y de pronto, cambiando de actitud, echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.
—Esto es lo más gracioso que he oído nunca —murmuró, enjugándose las lágrimas que se le saltaban, de risa—. Vamos a beber, Javot.
Pero August Javot negó con la cabeza.
—No, gracias, sir James —contestó—. Si siguiera usted mi consejo…
—¡Bah! —exclamó el otro—. Estos días no quiero seguir consejos de nadie. Ya tengo a Alma, y eso es todo lo que me importa, ¿no es verdad, querida?
Javot le vio alejarse y cruzar la habitación, y movió la cabeza.
—¿Qué dirán sus parientes? —preguntó, en voz baja.
La joven se volvió hacia él.
—¿Importa algo lo que digan? —replicó—. Además, no tiene más parientes que un hermano menor que está en América, que, por otra parte, es solo hermanastro. ¿Por qué estás tan pesimista esta noche, Javot? —dijo, irritada—. Me atacas los nervios.
Javot no contestó; con la cabeza apoyada en el sofá vio cómo la joven se reunía con su marido; y se preguntó en qué terminaría aquella aventura. La diversión estaba en todo su apogeo cuando surgió un incidente.
El piso de Alma estaba en una elegante manzana que daba al parque; y la aparición de una doncella en el umbral de la puerta no quería decir a Javot sino que uno de los inquilinos del piso inferior se había quejado del ruido. Eran las interrupciones de costumbre en las reuniones de casa de Alma.
Esta vez, sin embargo, el recado de la criada era importante, porque Alma impuso silencio a la gente; y se oyó la voz de sir James preguntar:
—¿Para mí?
—Sí, señor —dijo la doncella—; quieren verle.
—¿Quién es? —preguntó Alma.
—Una joven, milady —repuso la criada, que no estaba acostumbrada a dirigirse a Alma de este modo, nuevo hasta entonces.
Alma se echó a reír.
—¿Otra de tus conquistas, Jimmie? —preguntó, y James Tynewood sonrió, halagado, porque la vanidad no era el menor de sus vicios.
—Tráela aquí —dijo en voz alta; pero la doncella vaciló—. Tráela —gritó Tynewood, y la criada desapareció.
Volvió al poco rato seguida de una muchacha. Al verla, los ojos de Javot brillaron.
«Muy linda», pensó. Y ciertamente lo era.
La recién llegada miró a los reunidos. Indudablemente, no se sentía a gusto en aquella compañía.
—¿Sir James Tynewood? —preguntó, con una voz suave.
—Yo soy.
—Tengo una carta para usted.
—¿Para mí? —repitió el otro, lentamente—. ¿De dónde diablos viene usted?
—De la casa Vanee & Vanee —dijo la joven, y el rostro de sir James se contrajo.
—¡Oh! ¿De veras? —exclamó, con voz ronca.
Javot creyó notar en su voz algo de miedo.
—No sé para qué Vanee querrá molestarme a estas horas.
Cogió de mala gana la carta de la joven y le dio vueltas en la mano.
—Ábrela, Jimmie —dijo Alma, impaciente—. Esta muchacha no puede estar esperando.
Un muchacho delgado, de pelo rojo, se adelantó, y antes que la recién llegada se pudiera dar cuenta la había cogido por la cintura.
—Ésta es la pareja que yo buscaba —exclamó, riendo—. ¡Dale marcha al piano, Billy!
La joven trató de librarse, pero tuvo que andar a compás de la música, sin ver en los rostros de los allí reunidos más que miradas de aprobación.
—¡Déjeme marchar! —gritó—. ¡Oh, déjeme marchar! No debe usted…
—¡Baila, chica, baila! —exclamó el joven; y, de pronto, sintió que le cogían por una muñeca.
—Haz el favor de soltar a la señorita, Molton.
Era August Javot.
—Tú métete en tus asuntos —repuso el otro, enfadado, pero sonriendo.
Javot libertó a la muchacha.
—Perdone usted —murmuró, sin preocuparse de su interlocutor.
James Tynewood abrió la carta; y Javot se interesó demasiado examinando su rostro para preocuparse de las confusas amenazas que sonaron a su espalda. Vio a Tynewood pestañear y leer el breve despacho. De repente, el baronet perdió el color y su labio inferior tembló.
—¿Qué pasa? —preguntó Alma, al observar también aquellos signos.
Lentamente, el joven arrugó la carta; y una expresión de enfado asomó a su rostro.
—¡Maldita sea, ha vuelto! —exclamó, con voz sorda.
—¿Quién ha vuelto?
Tynewood no contestó, de momento.
—¡El hombre a quien más odio en el mundo! —exclamó, por fin, guardándose la carta en el bolsillo.
Volvió la vista hacia la joven.
—¿Hay contestación? —preguntó ella, tímidamente, aún pálida y temblorosa.
—Puede usted decirle a Vanee que se vaya al diablo —replicó sir James Tynewood—. ¡A ver, uno de vosotros, dadme coñac!