XXIX

AL TÉRMINO DEL VIAJE

El steamer Victoria, después de haber abandonado la Dominica con rumbo a Liverpool, se encontraba a 350 millas al Sudeste de las Antillas, cuando los hombres de cuarto vieron la canoa del Alerta.

Prevenido el capitán, John Davis, dio orden de dirigirse a la barca. ¿Estaba abandonada o contenía algunos infelices salvados de un naufragio?

En el momento en que Luis Clodión lanzó el grito de salvación, Will Mitz y otros dos o tres se levantaron, tendiendo los brazos hacia el barco.

Los más fuertes recobraron vigor, y el capitán del Victoria no tuvo que enviar bote que les recogiera, pues con Will Mitz y Luis Clodión a los remos, y Tony Renault al timón, la canoa no tardó en llegar al flanco del steamer. Echóse una amarra, desplegóse la escala, y cinco minutos después todos los pasajeros del Alerta estaban a bordo del Victoria, donde les esperaba la más favorable acogida y también los cuidados de que tenían tanta necesidad.

Ya estaban, pues, a salvo los estudiantes de la «Antilian School», los pensionados de la señora Seymour, y con ellos el señor Horacio Patterson y el valiente Will Mitz, a quien todos debían su salvación.

Luis Clodión hizo el relato de lo acontecido desde la partida de la Barbada. El capitán del Victoria supo en qué condiciones se había efectuado la primera travesía, cuando el Alerta estaba en poder de Harry Markel y de su gente; después el viaje de exploración por las Antillas; cómo Will Mitz descubrió los planes de aquellos piratas; cómo huyeron los jóvenes del navío incendiado, y, en fin, la navegación de la canoa durante los últimos días.

Resultaba, pues, que el Alerta, al que se suponía haber ya realizado dos terceras partes de su viaje, se había hundido en las profundidades del Atlántico con los piratas del Halifax, ¡los fugitivos de la cárcel de Queenstown!

Y entonces, en nombre de sus compañeros, con la voz emocionada, Luis Clodión dio las gracias a Will Mitz por cuanto el valiente marino había hecho por ellos. Estrechándole en sus brazos, todos lloraban de alegría y gratitud.

El Victoria era un barco de 2500 toneladas, que después de haber llevado un cargamento de hulla a la Dominica, regresaba en lastre a Liverpool. Los pasajeros del Alerta serían, pues, conducidos directamente a Inglaterra; además, como el Victoria andaba sus 15 millas por hora, el regreso del señor Patterson y de los jóvenes premiados no sufriría más que una semana de retraso.

No hay que decir que en este primer día, gracias a los cuidados de que fueron objeto, ninguno de ellos se resentía de las fatigas morales y físicas y terribles pruebas por las que habían pasado. Esto retrocedía ya en su memoria, y ahora se entregaban a la inmensa dicha de haberse librado de los peligros de la segunda travesía y de los sufrimientos experimentados en la canoa.

Respecto al señor Horacio Patterson, después de larga e interesante plática con el capitán del Victoria, en la que se mezclaron los dos monstruos, Harry Markel y la serpiente de la Martinica, se expresó en estos términos:

—Decididamente, capitán, siempre es razonable tomar las más minuciosas precauciones antes de ponerse en viaje. Suave mari magno, es grato, como dice Lucreció, recordar, cuando la mar está agitada, que uno ha cumplido sus deberes… ¿Qué hubiera sucedido de desaparecer yo en las profundidades del océano, si no hubiera vuelto…, si durante largos años se hubiera estado sin noticias del administrador de la «Antilian School»? ¡Verdad que la señora Patterson habría podido aprovecharse de las supremas disposiciones que yo creí debía tomar! Pero, gracias a Dios, estoy de vuelta a tiempo… Finis coronat opus…!, como decían siempre los latinos.

Probablemente el capitán del Victoria no entendió lo que el mentor le decía, ni en latín ni en su propia lengua respecto a la señora Patterson; pero no pidió explicaciones y se limitó a felicitar a su nuevo pasajero por haber triunfado de tantos peligros.

Como se ve, el señor Patterson había recobrado toda la libertad de su espíritu. Y entonces le vino a la memoria la famosa cita latina que aún no había conseguido traducir. Tony Renault no pensaba en dejarle libre de sus bromas, y al siguiente día le preguntó delante de sus compañeros:

—Y bien, señor Patterson…, ¿y esa traducción?

—¿La de su frase latina?

—Si.

—¿Letorum rosam angelum?

—No…, no —rectificó Tony Renault—; rosam angelum letorum

—¡Ah! ¿Y qué importa el orden de las palabras?

—Al contrario, importa mucho, señor Patterson.

—¡Es gracioso!

—¿Y no ha encontrado usted…?

—He encontrado que esas frases no tienen sentido.

—¡Error! Verdad que me he olvidado de advertir que no pueden traducirse más que al francés…

—¿Acabará usted?

—Sí…, cuando estemos a la vista de la costa inglesa.

Durante los siguientes días, en vano el señor Patterson volvió una y otra vez sobre aquellas palabras verdaderamente cabalísticas… ¡Un latinista como él…!

Así es que, muy disgustado, en el momento en que el grito de ¡tierra! sonó a bordo, pidió explicaciones a Tony Renault.

—Nada más sencillo —respondió el joven—. Rosam angelum letorum significa exactamente, en buen francés; Rose a mangé l’omelette au rhum…!

El señor Patterson no entendió al pronto, pero cuando lo entendió, saltó como hombre que recibe una descarga eléctrica, y después se tapó el rostro, horrorizado.

Tras feliz travesía, el día 22 de octubre el Victoria entraba en el canal de San Jorge y por la noche anclaba en el puerto de Liverpool.

En seguida se enviaron telegramas al director de la «Antilian School» y a las familias de los estudiantes, participándoles el regreso de éstos.

Los periódicos de la noche relataron los hechos de que el Alerta había sido teatro, y las condiciones de la repatriación del señor Patterson y los jóvenes alumnos; historia que conmovió al público.

Grande fue la emoción cuando se conocieron los detalles de aquel drama, empezado en la bahía de Cork con la matanza del capitán Paxton y de sus tripulantes, y finalizado en pleno océano al sepultarse en las olas Harry Markel y todos los suyos.

También la señora Seymour fue informada de todo por el señor Ardagh.

Se comprende la emoción que experimentaría la generosa señora. ¿Qué hubiera sucedido a no hacer ella que Will Mitz fuese a bordo del Alerta…? ¡Y cómo probó al joven marino su agradecimiento…! Ahora, en Liverpool, Will Mitz no tenía más que esperar su embarco como segundo contramaestre en el Elisa Warden.

Después de dar nuevas gracias al capitán del Victoria, el señor Horacio Patterson y los pensionados tomaron un tren de la noche. Al siguiente día estaban en la «Antilian School».

En esta época habían acabado las vacaciones, y se comprende qué recibimiento se haría a los viajeros. Preciso les fue a éstos referir con todos sus detalles las peripecias del viaje, y esto sería seguramente motivo de conversación en las horas de recreo durante mucho tiempo.

A pesar de los muchos peligros a que habían escapado los pasajeros del Alerta, fueron muchos los estudiantes que lamentaron no haber participado de ellos; y era indudable que si se celebrara algún nuevo concurso para obtener pensiones de viaje, no faltarían alumnos que se presentasen.

Verdad que podía creerse que no habría otra banda de piratas dispuesta a apoderarse del navío que transportase a los pensionados. ¡Esas cosas no se repiten!

Los que habían efectuado el viaje tenían prisa por volver a ver a sus respectivas familias; y así es que, a excepción de Hubert Perkins, cuyos parientes habitaban en Antigua, y de Roger Hinsdale, cuya familia vivía en Londres, John Howard, Luis Clodión, Tony Renault, Niels Harboe, Axel Vickborn, Alberto Leuwen y Magnus Anders partieron inmediatamente para Manchester, París, Nantes, Copenhague, Rotterdam y Gotteborg, deseando pasar algunos días en estos sitios antes de volver a la «Antilian School».

No quedaría completa esta historia si no habláramos por última vez del señor Horacio Patterson.

Conmovedora fue la escena en el momento en que los dos esposos cayeron el uno en brazos del otro. La señora Patterson no podía creer que su marido, aquel hombre tan arreglado, tan metódico, tan apartado de todas las molestas eventualidades de la vida, hubiera estado expuesto y hubiera salido bien de tan espantosos peligros.

Aquel excelente hombre afirmaba que no se volvería a arriesgar a los azares de una travesía de la que tal vez no saldría tan felizmente non bis in idem, y la señora Patterson admitió de buen grado este axioma de jurisprudencia.

Cuando el señor Patterson depositó entre las manos de su esposa las 700 libras recibidas en la Barbada, no pudo menos de expresarle su vivo disgusto por no unir a ellas el famoso trigonocéfalo sepultado al presente en los sombríos abismos del océano Atlántico. ¡Qué buen efecto hubiera producido la serpiente, si no en el salón, al menos en el gabinete de Historia Natural de la «Antilian School»!

El señor Patterson añadió:

—Ahora sólo resta prevenir al reverendo Fimbook, de la parroquia de Oxford Street.

La señora Patterson no pudo reprimir una sonrisa, y dijo sencillamente:

—Es inútil, esposo mío.

—¡Cómo inútil! —exclamó el señor Patterson en el colmo de la sorpresa.

He aquí la explicación de lo sucedido:

Por exceso de precaución y en su fantástica manía de orden, el meticuloso administrador, encontrando que su testamento no era bastante para arreglar sus negocios, había imaginado divorciarse antes de su partida.

De esta manera, en el caso en que no se recibieran noticias suyas, y hasta en el de que no regresara, la señora Patterson no tendría que esperar años y años para recobrar su libertad, como acontece a las mujeres de los grandes viajeros que se encuentran en tan tristes circunstancias. El señor Patterson deseaba que en recompensa de la fidelidad y del afecto que le había demostrado la dulce compañera de su vida, pudiera ésta disponer de su fortuna y de sí misma como una viuda.

Era difícil oponerse a las ideas del señor Patterson; pero también su digna esposa tenía principios muy arraigados, y ni aun en las condiciones dichas aceptaría un divorcio, y contaba con la prodigiosa distracción de su marido para arreglar las cosas a su gusto. Se puso de acuerdo con un antiguo amigo suyo y consejero de la «Antilian School», y fingió acomodarse a los deseos de su marido, el cual no advirtió nada, embargado por la natural emoción que le producía el acto.

—No… Yo no firmé. Jamás el divorcio nos ha separado, y nuestro contrato matrimonial ha permanecido y permanecerá siempre el mismo.

Ne varietur! —concluyó el señor Horacio Patterson, abrazando cariñosamente a su cara mitad.