XXVII

DURANTE TRES DÍAS

El sol, desbordando en un horizonte sembrado de vapores, no anunciaba modificación de importancia en el estado atmosférico. Parecía, por el contrario, que el viento, soplando siempre del Oeste, tendía a aumentar.

Las nubes no tardaron en ganar el cénit, y sin duda el tiempo permanecería cubierto durante todo el día, que sería lluvioso. Esta lluvia tal vez amainaría el viento, si no engendraba algunas ráfagas, como temía Will Mitz.

En todo caso, bordeando hasta la noche, el Alerta adelantaría poco en dirección a las Antillas, y de ahí un retraso cuya duración no podía calcularse. Era de lamentar que el viento no se mantuviese al Este durante veinticuatro horas más.

Cuando el navío abandonó la Barbada, bajo el mando de Harry Markel, los alisios habían dificultado su marcha. Y ahora era preciso barloventear contra los vientos del Oeste para regresar a las Antillas.

A las diez de la mañana Luis Clodión se reunió a Will Mitz y le preguntó:

—¿No hay nada de nuevo?

—Nada.

—¿Cree usted que variará el viento?

—Lo ignoro. Si no aumenta, no seremos molestados con este velamen.

—¿Y no nos ocasionará retraso?

—Un poco. Sin embargo, no hay que inquietarse. De todos modos, llegaremos; además, espero ver algún navío.

—¿Tiene usted, pues, esperanza?

—Sí.

—¿No quiere usted descansar?

—No. No estoy fatigado. Más tarde dormiré un par de horas, si tengo necesidad de ello.

Will Mitz hablaba así porque no quería inquietar a los pasajeros.

En el fondo, su perspicacia de marino le hacía abrigar temores.

Observándolo bien, le parecía que el mar «sentía algo», y estaba más agitado de lo que pedía el viento.

Era posible que por el Oeste viniesen tempestades. En junio y julio no se hubieran prolongado más de veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Pero en este período del equinoccio tal vez se sostendrían durante una o dos semanas. Esta es precisamente la época en que las Antillas han sufrido espantosos desastres debidos a los ciclones.

Y aun admitiendo que el viento no se convirtiera en borrasca, ¿cómo aquellos jóvenes resistirían a la fatiga de una maniobra tan constante?

A las siete el señor Patterson apareció sobre el puente, se acercó a Will Mitz y le estrechó la mano.

—¿No se percibe aún la tierra?

—Aún no, señor Patterson.

—¿Está siempre en esta dirección? —añadió señalando el Oeste.

—Siempre.

Esta tranquilizadora respuesta debía animar al señor Patterson; pero su imaginación sobrexcitada le dejaba entrever retrasos considerables. Y si el barco no conseguía llegar a la Barbada o a cualquier otra isla de las Antillas, si era arrojado a alta mar, si se desencadenaba la tempestad, ¿qué sería de él sin capitán y sin tripulantes? El pobre hombre se veía arrastrado hasta los límites del Océano, arrojado sobre alguna roca desierta de la costa africana, abandonado durante meses, años quizá.

La señora Patterson tendría motivo para creerse viuda, después de llorarle.

Sí. Estas hipótesis se presentaban a su espíritu, y ni en Horacio ni en Virgilio hubiese encontrado consuelo para su dolor.

Ni siquiera pensaba ya en intentar la traducción de la famosa cita latina de Tony Renault.

La mañana no trajo consigo cambio alguno en la dirección del viento. Al mediodía Will Mitz resolvió dar una nueva bordada; pero el mar estaba duro y el Alerta no consiguió virar viento delante.

Establecido el velamen, Will Mitz, sucumbiendo al fin al cansancio, se tendió en la toldilla junto a la bitácora, mientras Luis Clodión se encargaba del timón.

Después de una hora de sueño, fue despertado por algunos gritos que partían de proa, donde estaban de guardia Roger Hinsdale y Axel Vickborn.

—¡Barco a la vista! —gritaba el joven con la mano tendida hacia el Este.

Will Mitz se precipitó hacia la serviola de estribor.

En efecto; un barco se mostraba en aquella parte, caminando en la misma dirección que el Alerta. Era un steamer, cuya humareda ya se percibía. Navegaba rápidamente, y bien pronto apareció su casco en la línea del horizonte.

Imagínese la emoción de los pasajeros, en tanto que el barco se acercaba. Tal vez tocaban al desenlace de una situación tan seriamente agravada con la persistencia de los vientos contrarios. Todos los catalejos fueron dirigidos hacia aquel steamer, del que no se perdía el menor movimiento.

Will Mitz se preocupaba especialmente de la dirección que seguía hacia el Oeste; observando también que de seguir aquel camino el steamer no cortaría el del Alerta, y pasaría a cuatro millas lo menos. Decidió, pues, hacer lo posible por cruzarse con él lo bastante cerca para que sus señales fueran advertidas. Se halaron las vergas de las dos gavias y del trinquete, y se aflojaron las escotas de la cangreja y de los foques.

Media hora después el steamer se encontraba a tres millas. Debía de ser el transatlántico de una línea francesa o inglesa, a juzgar por su forma y dimensiones. Si no modificaba su marcha, los dos barcos no podrían entrar en comunicación.

Por orden de Will Mitz, Tony Renault izó en el mástil de trinquete el pabellón de piloto, blanco y azul, al mismo tiempo que el pabellón británico se desplegaba en el pico-cangrejo.

Transcurrió un cuarto de hora. El Alerta, siempre con viento en la popa, no podía hacer más para aproximarse al steamer, que quedaba a tres millas al Norte. Como las señales no fueran contestadas, Roger Hinsdale y Luis Clodión fueron a tomar sus carabinas, y dispararon varios tiros. Por la dirección del viento tal vez serían oídos.

No había duda de que Harry Markel, John Carpenter y los demás habían comprendido lo que sucedía. La marcha del barco, primero, y los tiros, después, les habían hecho entender que había un barco a la vista y que el Alerta trataba de comunicarse con él.

Aquellos miserables, creyéndose perdidos, redoblaron sus esfuerzos para escapar de la cala. Violentos golpes, acompañados de rugidos de cólera, resonaron sobre los tabiques del puesto y las escotillas del puente. Al primero que apareciera, Will Mitz le hubiera alojado una bala en la cabeza.

La suerte no favoreció a los pasajeros del Alerta. Ni se percibieron sus señas ni se oyeron sus disparos. Media hora después, el steamer, a cinco o seis millas de distancia, desaparecía en el horizonte.

Entonces Will Mitz tomó de nuevo su bordada hacia el Sudoeste.

Por la tarde, el Alerta adelantó poco en su camino. El aspecto del cielo no era tranquilizador. Las nubes se amontonaban al poniente, aumentaba el viento y el mar se endurecía. De no sobrevenir alguna calma, Will Mitz no podría continuar manteniéndose a la capa si no disminuía el velamen. Estaba, pues, cada vez más inquieto, aunque se esforzaba por disimularlo. Luis Clodión y Roger Hinsdale comprendían lo que pasaba por él. Cuando le miraban, interrogándole con los ojos, Will Mitz volvía la cabeza.

La noche se acercaba amenazadora. Fue necesario coger dos rizos a las gavias y uno a la trinquete y a la cangreja. Esta operación, difícil de día con aquella tripulación improvisada, lo sería aún más en la oscuridad de la noche. Había que maniobrar a fin de no ser sorprendidos resistiendo a la violencia del viento.

En efecto; ¿qué ocurriría si el Alerta era arrojado al Este? ¿Hasta dónde le arrastraría una tempestad que durase varios días? En aquellos parajes no había otra tierra a no ser al Nordeste las peligrosas Bermudas, donde el barco había ya sufrido el mal tiempo que le obligó a huir viento en popa… ¿Se perdería más allá del Atlántico, sobre los arrecifes de la costa africana?

Era, pues, necesario resistir en la vecindad de las Antillas hasta que, pasada la tormenta, los alisios compensaran del retraso al Alerta.

Will Mitz explicó de qué se trataba. Las velas sonaban como cañonazos; él se ocuparía primero de la pequeña gavia y después de la grande. Magnus Anders, Tony Renault, Luis Clodión y Axel Vickborn seguirían a Will Mitz por las vergas, y después de haber atraído la tela amarrarían los rizos. Luego todos se pondrían sobre las drizas e izarían las vergas.

Alberto Leuwen y Hubert Perkins cuidarían del timón, y Will Mitz les indicó cómo debían maniobrar.

La operación empezó. Tras grandes esfuerzos se cogieron dos rizos en la pequeña gavia y en la grande. En cuanto a la cangreja, no fue preciso hacer más que arrollar la parte inferior de la vela en el guía.

En lo que se refiere a la trinquete, no se hizo más que cargarla, dejándola en disposición para establecerla de nuevo si el viento al amanecer disminuía.

El Alerta, con este velamen, corría por la superficie del océano. A veces daba alguna espantosa bandada y las olas inundaban el puente, y entonces Will Mitz, en pie junto al timón, enderezaba el barco con vigoroso brazo, ayudado por alguno de los jóvenes.

Esta marcha pudo ser conservada durante toda la noche, y Will Mitz no creyó oportuno virar de bordo antes del alba. La bordada hacia el Nordeste, que tomó después de disminuir la tela, continuó hasta el día. Al apuntar éste, Will Mitz no había abandonado el puente, pero los jóvenes, relevándose cada cuatro horas, habían tomado algún descanso.

Cuando el horizonte clareó por la parte del viento Will Mitz lo recorrió con la mirada. De allí era de donde podía venir el peligro. El aspecto del cielo tenía poco de satisfactorio, pues nada indicaba que el viento tendiera a apaciguarse. Eran de temer también violentas lluvias y ráfagas, contra las que había que tomar ciertas precauciones. Tal vez sería necesario mantenerse a la capa para resistir mejor, y el Alerta, en vez de avanzar, retrocedería en su camino hacia las Antillas.

Bien pronto las ráfagas se desencadenaron haciendo crujir las gavias y amenazando desgarrarlas. El señor Patterson no pudo salir del cuarto; pero los demás, cubiertos con sus capotes impermeables, permanecieron en el puente a las órdenes de Will Mitz. En las tinas recogieron el agua que caía a torrentes, por si faltaba, en el caso de que el Alerta fuera arrastrado mar adentro al huir de la tempestad.

Por la mañana, y con inauditos esfuerzos, Will Mitz logró dar una bordada al Sudoeste, lo que le mantenía en la latitud de las Antillas, y, según sus cálculos, a la altura de la Barbada, en la parte media del archipiélago.

Esperaba poder conservar las gavias a dos rizos, y la cangreja y el gran foque, cuando por la tarde arreció el viento, soplando hacia el Noroeste.

Las bandadas que daba el Alerta eran a veces tan rudas que a la extremidad del palo mayor llegaban las olas, que inundaban el puente.

Harry Markel y sus compañeros debían de pensar que las cosas iban mal en cubierta; que Will Mitz no podría dirigir el barco, y que tal vez, al verse perdido, recurriría a ellos.

Se engañaban. El Alerta se hundiría en las olas antes que volver a caer en manos de aquellos piratas.

Will Mitz no desmayaba, y los jóvenes parecían no advertir el peligro. Cuando se hizo preciso disminuir el velamen, obedecieron las órdenes de Will Mitz con tanto ánimo como destreza.

La gavia mayor y la cangreja fueron amarradas, y el Alerta quedó bajo la pequeña gavia con rizos bajos, operación que facilitaba el sistema de las dobles vergas de que estaba provisto el barco. A proa, Will Mitz mandó izar uno de los foques, y a popa, en el palo de mesana, un contrafoque triangular, bastante sólido para resistir la fuerza del huracán.

¡Y siempre la inmensidad desierta! ¡Ni una vela en alta mar! Además, ¿hubiera sido posible acercarse a un barco o echar un bote al mar?

Will Mitz comprendió pronto que sería preciso renunciar a luchar con el viento. Era posible mantenerse al pairo. Pero el Alerta no corría el riesgo de aconcharse contra una costa. Verdad es que ante él se abría todo el Atlántico, y muchas millas le separaban de las Indias occidentales.

El navío dio vuelta, terriblemente sacudido, y después de haber sido asaltado por las furiosas olas, arriesgando declinar de un bordo o de otro, corrió viento en popa.

Esta marcha es de las más peligrosas cuando los barcos no logran adelantarse a las olas y su popa está amenazada.

Will Mitz obligó a los jóvenes a refugiarse en el interior de la toldilla. Ya les llamaría cuando tuviera necesidad de ellos.

Y allí, en el comedor, cuyas paredes crujían, cogidos a los bancos, que a veces eran inundados por el agua del puente que penetraba dentro, reducidos a alimentarse con galleta y conservas, pasaron aquel terrible día del 25 de setiembre, el más espantoso de los que habían transcurrido.

La noche llegó, terrible, oscura, tumultuosa. El huracán se desencadenaba con terrible violencia. ¿Podría el Alerta resistir veinticuatro horas? ¿No acabaría por hundirse en el abismo?

Will Mitz estaba solo al timón. Su energía domaba su cansancio, y sostenía al barco contra las acometidas de las furiosas olas. A medianoche una ola gigante cayó sobre la toldilla con violencia tal, que faltó poco para que la desfondase. Precipitóse sobre el puente, y después de llevarse el bote suspendido en la popa, destrozó a su paso los gallineros y los dos barriles de agua dulce amarrados al pie del palo mayor. Después arrastró el segundo bote.

No quedaba, pues, más que una barca, aquella en la que los pasajeros habían intentado fugarse, y que de nada podía servirles, pues el mar la destrozaría al momento.

Al estrépito que se produjo, Luis Clodión y algunos otros se lanzaron fuera de la toldilla.

La voz de Will Mitz se dejó oír entre el silbido del huracán.

—¡Entren ustedes…, entren! —gritó.

—¿No hay esperanza de salvación? —preguntó Roger Hinsdale.

—Sí… Con la ayuda de Dios —contestó Will Mitz.

—¡Sólo Él puede salvarnos!

Se oyó un desgarramiento horrible… Una masa blancuzca pasó como pájaro enorme arrastrado por el huracán. La gavia menor acababa de ser arrancada de su palo, y no quedaban de ella más que las relingas.

El Alerta estaba casi sin velamen, e, inutilizado el timón, quedó a merced de las olas, que lo arrastraron hacia el Este con velocidad espantosa.

¿A qué distancia de las Antillas se encontraba el Alerta al amanecer? ¿No podía calcularse en centenares de millas? Y, admitiendo que el viento pasase al Este y que se pudieran instalar las velas de reserva, ¿cuántos días necesitaría para ganar esta distancia?

Pero la tempestad parecía disminuir. No tardó en cambiar el viento con la brusquedad tan frecuente en los trópicos.

Will Mitz asombróse del estado del cielo. Durante las últimas horas, el horizonte del Este había quedado limpio de las enormes nubes de la víspera.

Luis Clodión y sus compañeros reaparecieron sobre el puente.

Parecía que la tempestad iba a cesar. Verdad que el mar era muy duro, y apenas si el transcurso de un día bastaría para calmar las olas, que aparecían blancas de espuma.

—Sí… Sí… ¡Es el fin! —repetía Will Mitz.

Y alzaba al cielo los brazos con un ademán de esperanza, al que se asociaron sus compañeros.

Tratábase ahora de regresar hacia el Oeste, pues allí se encontraría tierra, por muy lejos que estuviese.

Al mediodía, la fuerza del viento había disminuido tanto, que un navío hubiera podido largar sus rizos y navegar bajo las gavias y velas bajas. Convenía, pues, remplazar la gavia menor y establecer después la mayor, la cangreja, el trinquete y los foques.

Duró esta faena hasta las cinco de la tarde, y no sin gran trabajo se logró envergar una vela nueva, retirada del pañol de popa.

En este instante, en el fondo de la cala se oyeron fuertes gritos, seguidos de golpes contra los tabiques del puesto. ¿Intentaban salir Harry Markel y los suyos?

Xos jóvenes tomaron sus armas, dispuestos a disparar contra el primero que apareciese.

Pero de pronto gritó Luis Clodión:

—¡Fuego en el barco!

Efectivamente: el humo que salía del interior, comenzaba a invadir el puente.

Sin duda, y por imprudencia, algunos de los prisioneros, borrachos de ginebra y brandy, habían dejado que el fuego se comunicase a las cajas del cargamento, cuyo ruido, al estallar, se percibía distintamente.

¿Era posible extinguir aquel incendio? Tal vez, si se abrían las escotillas para inundar la cala; pero esto era dejar en libertad a los forajidos, los que, antes de que el fuego estuviera apagado, habrían dado buena cuenta de los pasajeros.

Entretanto, en medio de los gritos, que aumentaban, las volutas, cada vez más espesas, corrían sobre el puente, cuyas junturas alquitranadas comenzaban a abrirse. Al mismo tiempo sonaban fuertes detonaciones, principalmente en la proa, donde estaban colocados los barriles de alcohol. Los prisioneros debían de estar medio asfixiados en el interior de la cala, donde apenas penetraba el aire.

—¡Will! ¡Will! —exclamaron John Howard, Tony Renault y Alberto Leuwen, tendiendo los brazos hacia él.

¿Pedían piedad para Harry Markel y los suyos? Tal vez, pero la salvación común prohibía toda debilidad. Además, no había instante que perder ante un incendio que no podía extinguirse, y que bien pronto devoraría el navío. Era preciso abandonar el Alerta, dejando a su tripulación que pereciese con él.

Como los dos botes habían desaparecido durante la tempestad, no quedaba más que el bote mayor de estribor.

Will Mitz miró al mar, menos furioso ahora. Miró al Alerta envuelto ya por las llamas. Miró a los espantados jóvenes, y gritó:

—¡Embarquemos!