DUEÑOS DEL BARCO
Tal era el triunfo debido a la bravura y a la audacia de Will Mitz. Las mejores probabilidades parecían estar ahora de parte de los buenos, y las peores, de los malos. Éstos se veían en la imposibilidad de cometer el crimen que debía desembarazarles de los pasajeros y de Will Mitz la próxima noche. Al contrario, ahora los bandidos iban a ser castigados, entregados a la policía a la llegada del Alerta a cualquiera de los puertos de las Antillas o de América, si es que no lograban apoderarse por segunda vez del Alerta… Pero ¿lo conseguirían?
Los prisioneros eran diez hombres robustos, con los que Will Mitz y los suyos no hubieran podido luchar ventajosamente. Después de haber roto los tabiques que separaban el puesto de la cala, ¿no podrían llegar al puente? Era seguro que harían todo lo posible por recobrar su libertad.
Ante todo, Will Mitz dio gracias a Dios, suplicándole continuase protegiéndoles. Los demás unieron a la de él su plegaria. Hombre de fe y de piedad, aquel honrado marino no gustaba de ingratos y de incrédulos, y una sincera efusión de agradecimiento se escapó de su corazón…
Respecto al señor Patterson, se le había ayudado a subir al puente, sin que saliera de su estado de inconsciencia. Creyéndose bajo la influencia de un mal sueño, volvió a su camarote, donde cinco minutos después dormía profundamente.
Avanzaba el día y el sol no tardó en levantarse tras una capa de espesas nubes que se extendía del Nordeste al Sudeste. Will Mitz hubiera preferido un horizonte limpio de vapores. Temía que el viento no se estableciese francamente de aquel lado, tanto más cuanto que en el opuesto el cielo presentaba síntomas de fuerte brisa.
Toda la cuestión era ésta; si los alisios soplaban, favorecían una rápida marcha del Alerta hacia el Oeste en dirección de las Antillas.
Pero antes de aparejar convenía aguardar a que el viento se hubiera pronunciado en uno u otro sentido. Intermitente hasta entonces, no hubiera permitido instalar el velamen.
El mar no verdeaba ni al levante ni al poniente. El oleaje imprimía al navío un balanceo bastante acentuado.
Importaba que la travesía se efectuase en el espacio más breve. La cala y la despensa contenían provisiones para varias semanas, y los pasajeros nada tenían que temer de la sed ni del hambre; pero ¿cómo proveer a las necesidades de los prisioneros si la calma o el mal tiempo retrasaban la marcha del Alerta? En el puesto no había provisiones de ninguna clase. Desde el primer día Harry Markel y los suyos serían víctimas del hambre y la sed… Darles comida y agua por la puerta de la chupeta era darles acceso al puente…
Un incidente solucionó esta cuestión, dejando asegurada la subsistencia de los prisioneros, aunque la travesía durase varias semanas.
Serían las siete cuando Will Mitz, que hacía sus preparativos para aparejar, se distrajo de ellos por estos gritos de Luis Clodión:
—¡A mí…! ¡A mí…!
Will Mitz acudió… Con todo su cuerpo el joven pesaba sobre la escotilla, que desde dentro pretendían levantar. Harry Markel y su gente, después de haber derribado el tabique del puesto, habían invadido la cala e intentaban salir por la escotilla, lo que hubieran conseguido a no impedirlo Luis Clodión.
Inmediatamente Will Mitz, Roger Hinsdale y Axel Vickborn acudieron en su ayuda. La escotilla fue ajustada de nuevo entre los tablones, y las barras de hierro colocadas sobre ella harían imposible el intento de forzarla. Igual se procedió con la escotilla de proa.
Will Mitz volvió entonces junto a la chupeta y gritó con voz fuerte:
—Escuchadme los de dentro, y prestad atención a mis palabras.
Nadie respondió.
—¡Harry Markel, a ti me dirijo!
Al oírle comprendió Harry Markel que estaba descubierto. De una u otra manera los pasajeros estaban enterados de sus proyectos.
Espantosos juramentos fue la única respuesta que obtuvo Will Mitz, el cual continuó así:
—Harry Markel, sabe, y que lo sepan tus cómplices, que estamos armados… ¡Al primero de vosotros que intente salir le saltaré la tapa de los sesos!
Desde aquel momento, después de coger los revólveres, los jóvenes vigilarían día y noche, dispuestos a hacer fuego contra el que apareciera por la chupeta.
Aunque los prisioneros no podían escapar, ahora eran dueños de la cala y tendrían provisiones en abundancia: carne en conserva, galleta, barriles de cerveza, de brandy y de ginebra. Podían entregarse a todos los excesos de la embriaguez, sin que Harry Markel lograra contenerlos.
En suma, aquellos miserables no debían hacerse ilusión alguna acerca de las intenciones de Will Mitz. Harry Markel no ignoraba que el Alerta no se encontraba más que a 70 u 80 millas de las Antillas. Con los vientos remantes era posible llegar a alguna de las islas en menos de dos días. Además, en aquellos parajes, muy frecuentados, el Alerta encontraría gran número de barcos con los que Will Mitz se pondría en comunicación. Así, pues, ya a bordo de otro barco, ya en uno de los puertos de las Antillas, los piratas del Halifax, fugados de la cárcel de Queenstown, no podrían esperar más que el castigo de sus crímenes.
Cerradas sólidamente las escotillas, no existía otro medio de comunicación entre el puente y la cala. Agujerear el casco por encima de la línea de flotación o el puente no era posible hacerlo sin herramientas, aparte de que tal trabajo había de llamar la atención. Inútilmente también procurarían los prisioneros introducirse en la parte de proa, derribando el tabique de la despensa, a la que sólo se llegaba por una escotilla situada en la parte de delante de la toldilla. Aunque los pasajeros no disponían de otras provisiones que las guardadas en dicha despensa, bastaban para asegurar la alimentación durante ocho o diez días, lo mismo que el agua dulce contenida en los barriles del puente, y antes de cuarenta y ocho horas, aun con viento mediano, el Alerta habría llegado a alguna de las islas del archipiélago.
Sin embargo, el viento no aparecía, y si el otro navío había podido emprender la marcha hacia el Oeste era debido a que se hallaba más al Norte, donde los alisios soplaban desde el amanecer.
En espera de la brisa, viniera de donde viniera, y mientras que Hubert Perkins y Axel Vickbom vigilaban junto a la chupeta, los demás rodeaban a Will Mitz, prontos a ejecutar sus órdenes.
Will Mitz dijo:
—Hemos de llegar a las Antillas lo antes posible.
—Y allí entregar a la policía esos miserables —añadió Tony Renault.
—Pensemos primeramente en nosotros —dijo el práctico Roger Hinsdale.
—¿Y cuándo podrá el Alerta arribar? —preguntó Magnus Anders.
—Mañana por la tarde, si nos favorece el tiempo —respondió Will Mitz.
—¿Cree usted que el viento soplará de este lado? —preguntó Hubert Perkins, señalando al Este.
—Así lo espero; y será, además, preciso que dure treinta y seis horas. En estos tiempos tempestuosos no se puede contar con nada.
—¿Y qué dirección seguiremos? —dijo Luis Clodión.
—Directamente al Oeste.
—¿Y estamos seguros de encontrar las Antillas? —preguntó John Howard.
—Seguros —afirmó Will Mitz—. El archipiélago, desde Antigua hasta Tobago, ocupa una extensión de cuatrocientas millas, y en cualquier isla nos encontraremos en seguridad.
—Justamente —declaró Roger Hinsdale—. Lo mismo da que sea francesa, inglesa, danesa, holandesa, y lo mismo en el caso de que nos desviáramos de nuestro camino por soplar vientos contrarios, si llegamos a las Guayanas o a alguno de los puertos de los Estados Unidos.
—¡Y qué diablo! —dijo Tony Renault—; acabaremos por arribar a alguna de las Américas, entre el cabo de Hornos y Nueva Inglaterra.
—Es cierto —acabó Will Mitz—. Lo que hace falta es que sople el viento, y Dios quiera que nos sea favorable.
No bastaba que el viento fuese favorable: importaba no menos que no fuera demasiado violento. Ruda y difícil tarea para Will Mitz, tener que maniobrar con una tripulación compuesta de jóvenes sin práctica de las cosas del mar, pues sólo sabían lo poco que habían podido aprender durante la travesía de Europa a las Antillas. ¿Qué haría Will Mitz si era preciso operar con rapidez, virar, coger rizos a las velas, o si algún huracán comprometía la arboladura…? ¿Cómo acudir a las eventualidades que pueden presentarse en sitios tan frecuentemente azotados por ciclones y tempestades?
Posiblemente, Harry Markel contaba con las dificultades que se presentarían a Will Mitz: éste no era más que un marinero inteligente, enérgico, pero incapaz de conocer su posición con exactitud. Si las circunstancias eran críticas, si los vientos del Oeste arrojaban el Alerta al largo, si una tempestad amenazaba hundirle, si se encontraba perdido…, Will Mitz se vería obligado a recurrir a Markel y a su gente, y entonces…
¡Eso jamás! Will Mitz saldría adelante con la ayuda de los jóvenes pasajeros. No conservaría más que las velas fácilmente manejables, aunque esto retrasase la marcha del Alerta. ¡No! ¡Antes morir que pedir auxilio a aquellos miserables y caer de nuevo en sus manos…!
¿Qué pedía, en total, Will Mitz…? Treinta y seis horas, cuarenta y ocho a lo más, de un viento mediano del Este, y un mar manejable. ¿Era mucho esperar en aquellos parajes en que los alisios reinan de ordinario?
Eran casi las ocho. Vigilando la chupeta y las dos escotillas, se oía a la tripulación ir y venir en la cala, y también los gritos de cólera y las maldiciones entreveradas de las mayores injurias. Pero nada había que temer de aquellos hombres reducidos a la impotencia.
Tony Renault propuso que almorzaran. Después de las fatigas y emociones de la noche anterior, el hambre empezaba a dejarse sentir vivamente. Almorzaron, pues, de las reservas de la despensa, galleta, carne en conserva y huevos, que el joven preparó en la cocina, cuyos diversos útiles estaban a su disposición. La despensa suministró también whisky y ginebra, que fueron mezclados al agua dulce de los barriles, y aquel primer almuerzo reanimó a todos.
El señor Patterson no renunció a la parte que le correspondía, aunque perdió su locuacidad de costumbre, y apenas si algunas palabras se escaparon de sus labios. Comprendía la gravedad de la situación, así como los peligros del mar.
A las ocho y media pareció que el viento iba a fijarse en dirección Este, afortunadamente. Cabrilleó el mar, y a dos millas a babor resplandeció la espuma… La inmensidad estaba desierta. Ni un navío a la vista.
Will Mitz se decidió a aparejar. No tenía intención de emplear las velas altas. Con la grande y pequeñas gavias, la trinquete, la cangreja y los foques bastarían para mantenerse en buen camino. No hacía falta más que orientarlas y amurarlas, y el Alerta pondría la proa al Oeste.
Will Mitz reunió a los jóvenes: les explicó lo que esperaba de ellos y señaló el puesto de cada uno. Seguido de Tony Renault y de Magnus Anders, más acostumbrados que sus compañeros, subió a las gavias, después de indicar a Luis Clodión cómo debía mantener el timón.
—¡Eso marchará…! ¡Eso marchará! —repetía Tony Renault, con la confianza tan natural a sus años, y sintiéndose realmente capaz de las mayores proezas.
—¡Así lo espero, con la ayuda de Dios! —dijo Will.
Un cuarto de hora después el barco estaba bajo sus velas, e, inclinado dulcemente, marchaba dejando tras sí una blanca estela.
Hasta la una el viento fue sólo ligera brisa, no sin intermitencias que causaban a Will Mitz alguna inquietud. Después al Oeste se amontonaron gruesas nubes de limpios bordes y aspecto lívido, señal del estado tormentoso de la atmósfera.
—¿Qué le parece a usted el tiempo, Will? —preguntó Roger Hinsdale.
—No es como yo quisiera… Siento la tormenta enfrente, o a lo menos viento muy fuerte.
—¿Y si viene de ese lado?
—Será preciso tomarlo de donde venga… Correremos algunas bordadas en espera de los alisios, y con tal de que el mar no sea muy duro, saldremos adelante… Lo que importa es llegar a vista de tierra, y si tardamos tres días en vez de dos, tendremos paciencia… A cinco o seis millas de las Antillas encontraremos pilotos que vendrán a bordo, y algunas horas después el Alerta estará anclado.
Como Will Mitz preveía, el viento no se mantuvo al Este. Por la tarde el Alerta fue sacudido por las olas del Oeste, y el viento se fijó definitivamente por este lado.
Hubo necesidad de maniobrar a fin de ser arrastrados hacia alta mar; y esto se hizo con bastante facilidad, sin cambiar las amuras.
Tony Renault se puso al timón. Will Mitz y los otros atiesaron los cabos de las vergas, las escotas del trinquete, gavias, cangreja y foques. El Alerta, orientado por su primera bordada, proa al Nordeste, apoyado sobre estribor, marchó rápidamente en esta dirección sostenida.
No había duda de que, desde la cala donde estaban encerrados, Harry Markel y los suyos habían conocido que el navío, por tener viento contrario, se alejaba de las Antillas. Este retraso era ventajoso para ellos.
A las seis de la tarde vio Will Mitz que el Alerta se había elevado bastante al Nordeste, y para utilizar las corrientes pensó dar una bordada hacia Sudeste.
De todas las maniobras, ésta era la que más le inquietaba. Virar con el viento delante es operación que exige extraordinaria precisión de movimientos en el braceaje de las vergas. Verdad que el Alerta podía virar en popa, pero esto sería demasiado largo, sin hablar de los riesgos de recibir un mal golpe de mar. Afortunadamente, el oleaje no era muy fuerte. Se cazó la cangreja; después se largaron las escotas, y la trinquete y pequeña gavia recibieron el viento por estribor. La caída de la proa hacia sotavento se hizo tras un momento de vacilación, y, amuradas de nuevo las velas, el navío se movió en dirección Sudoeste.
—¡Bien, muy bien, señores! —exclamó Will Mitz cuando la operación estuvo terminada—. Han maniobrado ustedes como verdaderos marinos.
—¡A las órdenes de un buen capitán! —respondió Luis Clodión en nombre de todos sus compañeros.
Si desde la cala o el puente Harry Markel, John Carpenter y los demás se dieron cuenta de que el Alerta había dado otra bordada, fácilmente se comprenderá el acceso de rabia que les acometería.
La comida se efectuó con bastante rapidez, como el almuerzo, y la completaron algunas tazas de té preparado por Tony Renault.
El señor Patterson no tardó en retirarse a su camarote, pues no podía ser útil para nada. Will Mitz se ocupó en repartir la guardia de noche entre Luis Clodión y sus compañeros.
Convínose que cinco de ellos permanecerían en el puente, mientras los otros cinco descansaban. Se relevarían de cuatro en cuatro horas, y si era preciso virar de bordo antes del día, todos ayudarían a la maniobra. Durante el cuarto vigilarían la chupeta y las escotillas para prevenir cualquier sorpresa.
Arregladas las cosas de este modo, Roger Hinsdale, Tony Renault, Alberto Leuwen y Luis Clodión entraron en el comedor, y sin desnudarse se echaron en sus catres. Magnus Anders en el timón seguía las indicaciones dadas por Will Mitz. Niels Harboe y Hubert Perkins se colocaron en la proa. Axel Vickbora y John Howard permanecieron al pie del palo mayor.
Will Mitz iba y venía, vigilándolo todo, aflojando o estirando las escotas, según lo pedía el viento, tomando el timón cuando requería una mano firme y experimentada; en suma, siendo capitán, contramaestre, gaviero, timonel, marinero, según las circunstancias.
Las guardias se sucedieron como se había acordado. Los que habían dormido algunas horas remplazaron a sus compañeros. Will Mitz permaneció en pie hasta la mañana.
Después de una noche sin incidentes, disipada la tempestad que había amenazado, el viento siguió soplando con escasa fuerza, sin que, por tanto, fuera preciso disminuir el velamen, operación difícil en medio de la oscuridad.
Ni Harry Markel ni sus compañeros hicieron ninguna tentativa para volver a apoderarse del barco, pues sabían que no hubiera dado resultado. De vez en cuando estallaban gritos de furor y clamores de borrachos, que al fin terminaron.
Al alba el Alerta había recorrido tres bordadas al Oeste. ¿Cuánto había disminuido la distancia que les separaba de las Antillas…? Apenas diez o doce millas.