WILL MITZ
Pocos minutos después de las once de aquella noche del 23 al 24 de setiembre, una barca navegaba entre la bruma por la superficie del mar. Dos remos la empujaban en dirección Este, según estimaban los pasajeros, pues la estrella Polar, oculta tras la niebla, no era visible.
El hombre que iba al timón debía lamentar que no hubiera tempestad, pues los relámpagos podrían indicar la dirección, y antes de que el mar fuera agitado por la tormenta, él habría franqueado la distancia que le separaba de su objeto y asegurado la salvación de todos. La barca contenía once personas; dos hombres y nueve jóvenes, los mayores de los cuales se habían puesto al remo. Uno de los hombres se levantaba de vez en cuando y procuraba ver a través de la bruma; prestaba oído…
La embarcación era el bote mayor del Alerta, que llevaba a los fugitivos. Luis Clodión y Axel Vickborn remaban en la proa. Will Mitz era el que iba al timón, buscando inútilmente su camino en medio de la oscuridad.
Hacía un cuarto de hora que habían perdido de vista al Alerta, y no veían la luz blanca del farol del tres mástiles, alejado una media milla, y que debía seguir en el mismo sitio.
He aquí lo que había ocurrido.
Después de la conversación sorprendida entre Corty y Ranyah Cogh, Will Mitz, saliendo de su escondite, volvió a la toldilla, donde permaneció algunos minutos pensando en lo que las circunstancias exigían en tal caso.
No había duda: el capitán Paxton y sus marineros habían sido asesinados a bordo del Alerta, y cuando los pasajeros llegaron, el navío se encontraba ya en manos de Harry Markel y sus cómplices.
Respecto a éstos, Will Mitz no ignoraba lo que los periódicos de las Antillas habían contado sobre los piratas del Halifax, su arresto y su fuga, que coincidía con la partida del Alerta. Después de adueñarse del barco, anclado en la ensenada de Farmar, la falta de viento les había impedido aparejar. Al siguiente día habían embarcado el señor Patterson y los pensionados de la «Antilian School». Lo que Will Mitz no se explicaba era el motivo por el cual Harry Markel no se había desembarazado de ellos, usando de igual procedimiento que el empleado con el capitán Paxton y los suyos.
Pero no era el momento oportuno para buscar tal explicación. Si los pasajeros no conseguían abandonar el Alerta, estaban perdidos. Soplaría el viento al amanecer, y los dos barcos se separarían, y el nuevo crimen se llevaría a efecto. Si no sucedía aquella noche, sería la próxima, y hasta durante el día, si el mar estaba desierto. Aunque advertido del peligro, Will Mitz no podía organizar una defensa seria; y puesto que una circunstancia, que se podía calificar de providencial, retardaba la perpetración del terrible crimen, era menester aprovecharla para buscar la salvación común.
Para reunirse al otro barco disponían del bote que, después de la pesca, iba a remolque, por órdenes de Harry Markel.
Hombre de arranque y de decisión, Will Mitz resolvió intentarlo todo para salvar a sus compañeros, lo que equivalía a salvarse a sí mismo.
¡Los piratas del Halifax a bordo del Alerta! Así se explicaba la antipatía que desde el primer momento le había inspirado el falso capitán Paxton, la repulsión que sentía por los tripulantes y la feroz reserva que con él guardaban aquellos hombres cargados de crímenes.
No había un momento que perder.
Nadie ignora la rapidez con que el tiempo cambia en los parajes de los trópicos. Una ligera brisa bastaría para alejar al Alerta, que tenía dispuestas las gavias, el trinquete y la cangreja. Al mismo tiempo, el barco se alejaría en dirección contraria, y no habría la probabilidad de volverle a hallar; ¡probabilidad ya tan incierta en medio de las brumas que impedían verle!
Lo primero era despertar a los pasajeros, uno tras otro, y prevenirles en algunas palabras, embarcándoles luego en el bote por la parte de proa, sin despertar la atención del marinero de cuarto.
Ante todo, Will Mitz quiso asegurarse de que Harry Markel seguía en su camarote, situado en uno de los ángulos de la toldilla, a la entrada. El ruido podía despertarle, y a no ponerle en situación de no poder llamar, la fuga se vería comprometida.
Will Mitz se deslizó hasta la puerta del camarote, y escuchó durante algunos instantes.
Harry Markel, que sabía que aquella noche no tenía nada que hacer, dormía profundamente.
Will Mitz regresó al fondo del comedor, y sin encender la lámpara suspendida del techo, abrió una de las ventanas de popa, colocadas a unos seis pies sobre la línea de flotación.
¿Era aquella ventana bastante ancha para que los pasajeros pudiesen bajar hasta el bote? Los jóvenes, sí; pero hombres algo robustos, no. Felizmente, el señor Patterson no era corpulento. Las pruebas sufridas durante la travesía le habían adelgazado aún más, a pesar de los banquetes, donde no perdía bocado, dados en obsequio de los pensionados de la «Antilian School».
En cuanto a Will Mitz, ágil y ligero, sabría deslizarse por la ventana.
La huida era, pues, posible, sin necesidad de subir a la toldilla, lo que quizá la hubiera impedido, y Will Mitz se dispuso a despertar a sus compañeros.
El primer camarote, cuya puerta abrió suavemente, fue el de Luis Clodión y Tony Renault.
Ambos dormían, y Luis Clodión no se despertó hasta el momento de sentir que una mano se apoyaba en su espalda.
—¡Silencio! —dijo Will Mitz—. Soy yo.
—¿Qué quiere usted?
—¡Silencio, repito! Corremos grandes peligros.
Y en cuatro palabras explicó la situación a Luis Clodión, que, comprendiendo su gravedad, tuvo fuerza para contenerse.
—Despierte usted a su compañero —añadió Will Mitz—. Yo voy a prevenir a los demás.
—¿Y cómo huir? —preguntó Luis Clodión.
—En el bote que está amarrado en la popa. Él nos llevará al navío, que no debe de hallarse lejos.
No preguntó más Luis Clodión, y mientras Will Mitz abandonaba el camarote, despertó a Tony Renault, que saltó del catre así que estuvo al tanto de lo que acontecía.
En algunos instantes todos los jóvenes pasajeros estuvieron en pie, excepto el señor Patterson, al que no se le prevendría hasta el último momento; se le arrastraría, se le depositaría en el bote, sin darle ni aun el tiempo preciso para comprender.
Conviene decir en elogio de la «Antilian School» que ni uno solo de los pensionados mostró flaqueza ante el peligro. No se les escapó ni una queja, ni un grito de espanto, que hubieran comprometido aquella evasión, intentada en tan difíciles circunstancias.
Niels Harboe exclamó con enérgico acento:
—¡No me iré sin haber arrancado la vida a ese miserable!
Y se dirigió al camarote de Harry Markel.
Will Mitz le contuvo, diciendo:
—No hará usted eso, señor Harboe. Harry Markel podría despertarse en el momento de entrar usted. Podría llamar…, defenderse…, y bien pronto seríamos vencidos… Embarquémonos sin ruido… Una vez a bordo del navío, no dudo de que su capitán querrá apoderarse del Alerta y de los bandidos que hay a bordo de él.
Este era el partido que convenía tomar.
—¿Y el señor Patterson? —preguntó Roger.
—Embarquen primero —contestó Will Mitz—, y cuando estén ustedes instalados le haremos bajar.
Luis Clodión y sus compañeros cambiaron sus trajes por otros más resistentes. De víveres nada se habló, pues sólo se trataba de reunirse al navío, que estaba a media milla. Si el bote tenía que aguardar a que se disipase la bruma o amaneciese, sería visto por los tripulantes del Alerta; pero los fugitivos serían recogidos antes de que Harry Markel y los suyos pudieran perseguirles.
Lo más temible era que volviese el viento, pues en tal caso el navío se dirigiría al Oeste, y al llegar el día los fugitivos se verían expuestos a toda clase de peligros, sin agua ni víveres en aquella mar desierta.
Hubert Perkins recomendó a todos que llevasen sus bolsas, que contenían las guineas. Si al amanecer el Alerta había desaparecido, las 7000 libras servirían para la repatriación de los fugitivos.
El momento había llegado.
Luis Clodión se acercó al camarote y se aseguró de que nada había turbado el sueño de Harry. Al propio tiempo, por la ventana de la toldilla observaba al marinero de cuarto.
Will Mitz, inclinándose fuera de una de las ventanas del cuadro, cogió la amarra y llevó la canoa bajo la bóveda de popa.
La bruma parecía aún más espesa. Apenas se distinguía el bote… Uno a uno, y sin gran trabajo, se fueron deslizando a lo largo de la cuerda que Will Mitz sostenía; John Howard y Axel Vickbom, los primeros; Hubert Perkins y Niels Harboe, después, seguidos por Magnus Anders, Tony Renault, Alberto Leuwen y Roger Hinsdale. Luis Clodión y Will Mitz permanecieron en el comedor.
Will Mitz iba a abrir la puerta del camarote del señor Patterson, cuando Luis Clodión le detuvo.
—¡Cuidado! —murmuró—. El marinero de cuarto se acerca…
—Esperemos —dijo Will Mitz.
—Trae un farol —añadió Luis Clodión.
—Cierre usted la puerta y no podrá ver el interior del comedor.
El marinero se encontraba ya entre el palo mayor y el de trinquete. Aunque subiese a la toldilla, la espesa bruma le impediría distinguir el bote, ya presto para partir.
Por los movimientos desordenados del farol, Will Mitz comprendió que el que lo traía estaba borracho. Seguramente aquel hombre se había procurado una botella de ginebra o de brandy, y había bebido más de la cuenta.
Sin duda, oyó ruido en la popa, y maquinalmente se dirigió allí. Cuando se convenciera de que todo estaba tranquilo regresaría seguramente a su puesto.
Así sucedió, y entonces Luis Clodión y Will Mitz se ocuparon del señor Patterson.
Dormía éste profundamente y llenaba el camarote con sus sonoros ronquidos. Tal vez éste fue el ruido que atrajo la atención del marinero. Era necesario apresurarse. Los pasajeros, ya embarcados, estaban inquietos e impacientes. A cada instante se imaginaban sorprender algún grito, ver aparecer a los marineros en la toldilla. ¿Y cómo desamarrar en tanto que el señor Patterson, Luis Clodión y Will Mitz no estuviesen con ellos? Y si Harry Markel se despertaba, si llamaba; si John Carpenter y Corty acudían… ¡Ah!, entonces estaban perdidos… La proximidad del barco no impediría que se realizase el horrendo crimen.
Luis Clodión penetró en el camarote del señor Patterson y tocó a éste ligeramente en el hombro. Al momento cesaron los ronquidos, y de los labios del durmiente se escaparon estas palabras:
—Señora Patterson… Trigonocéfalo… Angelum… En seguida el matrimonio…
¿Con qué soñaba? ¿A qué matrimonio se refería? Como no despertase, Luis Clodión le sacudió con más fuerza, después de ponerle la mano en la boca para evitar que gritase, en el caso de que se creyese en lucha con la terrible serpiente en los bosques de la Martinica.
El señor Patterson se despertó y reconoció la voz del que le hablaba.
—¡Luis…, Luis Clodión! —repetía sin comprender palabra de lo que éste le decía respecto al capitán Paxton, que no era tal capitán Paxton; al Alerta, caído en manos de Harry Markel; a la necesidad de reunirse con los demás pasajeros que aguardaban en el bote. Pero lo que sí comprendió es que la vida de sus amigos y la suya estaban amenazadas si permanecían a bordo del Alerta, así como que todo estaba dispuesto para una fuga inmediata, y que sólo a él aguardaban para buscar refugio en el navío vecino.
Sin preguntar más, el señor Patterson se vistió con tanta sangre fría como rapidez. Se puso el pantalón, teniendo cuidado de remangarle; después, el chaleco, en cuyo bolsillo colocó el reloj; se enfundó en su largo gabán, cubrióse con su sombrero negro, y respondió a Will Mitz, que le metía prisa:
—Cuando usted quiera, amigo mío.
Tal vez al contemplar el reptil que se veía obligado a abandonar, el señor Patterson sintióse emocionado; pero no desesperaba de volverle a ver en aquel mismo sitio cuando el Alerta, rescatado de las manos de Harry Markel, fuera conducido al puerto de las Antillas más cercano.
Faltaba introducirse por la estrecha ventana de popa, agarrarse a la amarra y deslizarse hasta el bote sin hacer ruido ni movimiento falso.
En el momento de abandonar su camarote vínole al señor Patterson la idea de llevarse el saquito que contenía las 700 libras, regalo de la señora Seymour, y el cuaderno de notas donde apuntaba los gastos del viaje.
—¡Quién hubiera creído esto del capitán Paxton! —repetía.
El capitán Paxton y Harry Markel se identificaban todavía en su mente, y no llegaba a separar a aquellos dos seres que tan poco se parecían.
No había que contar con la agilidad y destreza del mentor, y hubo que ayudarle a que se deslizase por la cuerda. Will Mitz temía que cayera tan pesadamente en el bote, que llamase la atención del marinero de guardia, por borracho que éste estuviera.
Al fin, el señor Patterson plantó su pie sobre uno de los bancos, y Axel Vickborn le sostuvo por el brazo para ayudarle a llegar a popa.
Llególe el tumo a Luis Clodión, quien se aseguró una vez más de que el sueño de Harry Markel no había sido interrumpido, y que todo estaba tranquilo a bordo. Tras él, Will Mitz franqueó la ventana y en un instante estuvo en el bote. Para no perder tiempo deshaciendo el nudo, lo cortó con su cuchillo, dejando un cabo de cuatro a cinco pies.
El bote se alejó del Alerta.
¿Conseguirían Will Mitz y sus compañeros refugiarse a bordo del navío? ¿Lo encontrarían en medio de aquella brumosa oscuridad antes de que amaneciese? ¿No soplaría el viento, que le permitiría ponerse en marcha?
En todo caso, si los pasajeros escapaban a la suerte que les reservaban Harry Markel y sus cómplices, se lo deberían a Will Mitz y también a la señora Seymour, que para él había obtenido pasaje a bordo del Alerta.